La historia humana comenzó desde el momento en que el primer homínido del que se tiene registro, llamado por los científicos Australopitecos anamensis, se paró en dos pies y comenzó a caminar. Ello ocurrió alrededor de cuatro millones de años atrás y al parecer nuestro antepasado era pariente de la conocida abuela Lucy, cuyos restos descansan en el museo de Addis Abeba, en Etiopía. Todo se inició en África, continente rico no solo para paleontólogos, sino también para quienes han explotados sus recursos naturales y humanos, como lo registra la historia de sus habitantes que fueron repartidos por el mundo como esclavos.
Desde el mismo momento en que el ser humano comenzó a caminar, dos constantes han acompañado nuestra evolución: la emigración y la guerra. La marcha no se ha detenido nunca y gracias a ella se poblaron los continentes, se mezclaron los grupos humanos, se organizaron en clanes, tribus y comunidades que dieron origen a diversos tipos de sociedades y formas de organización política, hasta construir estados.
Asimismo, desde sus comienzos, el ser humano aprendió a defenderse y a matar: primero para sobrevivir a las fieras salvajes y luego a cazarlas, para alimentarse. Y claro, con las primeras armas rápidamente se dio cuenta que podía someter y/o eliminar a sus semejantes. Por lo tanto, las guerras pasaron también a ser una parte más de la vida.
Las marchas de mujeres, hombres y niños que vemos hoy caminar desde África hacia Europa, o desde México hacia los Estados Unidos, o desde Venezuela hacia el sur, no son muy diferentes de lo que hicieron nuestros lejanos ancestros buscando seguridad o alimentos. Tampoco lo son las guerras de todo tipo que asolan hoy parte de nuestro planeta: en Europa del este, en Medio Oriente o en África. En América las guerras convencionales han quedado atrás y si descontamos las intervenciones militares estadounidenses en América Latina -o los sangrientos golpes de estado en la región- las últimas tres se libraron en el siglo XX, entre Paraguay y Bolivia (1932-1935), luego entre la dictadura militar argentina y la potencia colonial británica, en las islas Malvinas (1982) y entre Perú y Ecuador (1995).
Contrariamente, la civilizada Europa no ha cesado de cultivar su militarismo congénito, de siglos. Conflictos bélicos entre países vecinos que han marcado el pasado y presente del continente y de la humanidad, dejando el mayor número de víctimas civiles y militares en la historia. Observados desde una perspectiva en el tiempo, los períodos de paz europeos han sido de corta duración. Basta recordar el siglo XX con dos guerras mundiales iniciadas y perdidas por Alemania, que dejaron millones de muertos, destrucción, reconfiguraron el orden mundial y dieron paso a la creación de dos bloques militares, de los cuales hoy solo subsiste uno: la OTAN que sigue expandiéndose, buscando incorporar nuevos miembros no solo en Europa, sino también en Asia Pacífico, incentivando el subyacente militarismo japonés. Y justo cuando se pensaba que Europa no conocería más guerras en el siglo XX, la OTAN, violando todas las normas del derecho internacional, atacó Yugoslavia en 1999, país que salía de una guerra civil y terminó desmembrado en seis estados, dejando miles de muertos civiles y una incierta situación que se mantiene hasta hoy en Bosnia.
Bastaron dos décadas del siglo XXI, que se había iniciado con muchas esperanzas -al igual que en 1900- por la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética, la ampliación de los sistemas democráticos, la globalización, los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenibles de Naciones Unidas, los procesos de integración política y económica en América Latina, así como muchas otras promesas de buenas intenciones, para que gran parte de aquello quedara hoy en nada. La compra y fabricación de armas y el teatro de guerra europeo están más activos que nunca por el enfrentamiento entre Rusia y Ucrania que despertó, más que el miedo a una hipotética entrada de los rusos nuevamente a Berlín, el inconsciente militarista que no abandona a Europa, estimulado por la visión hegemónica de control global que pretende imponer Estados Unidos impulsado por el complejo militar industrial que genera millones de empleos y billones de utilidades.
Si para los países occidentales, en la segunda mitad del siglo XX, el temor era a la Unión Soviética, hoy la OTAN comandada siempre por un general estadounidense y un político europeo, que oficia de vocero, ha declarado a China como la principal amenaza por las diversas fortalezas que presenta, tales como la fuerza de su economía, su población, sus incuestionables avances tecnológicos y su poderío militar, entre otros factores. Se debe sumar el sistema político de partido único o dictadura, que pareciera propio de su desarrollo cultural milenario. No son herederos de la tradición cultural y política occidental cuyas raíces vienen de Grecia y Roma, por lo que nunca han conocido la democracia, ni la libertad de prensa, pero sí la pobreza, el hambre, las humillaciones y sometimientos coloniales de europeos y japonenses. ¿Qué hacer entonces con China? parece ser la pregunta y la respuesta de Washington es clara: debilitarla y aislarla.
Para los sectores conservadores estadounidenses y algunos incondicionales europeos, lo que habría que hacer es romper su unidad política y alejarla de sus aliados, es decir de Moscú, principalmente, tal como se busca desmembrar la Federación rusa. Algunos especialistas recuerdan que esa fue la visión del presidente Nixon y de Kissinger, cuando en 1972, a raíz de las disputas ideológicas entre Beijín y Moscú, el mandatario estadounidense utilizando el viejo principio que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, viajó a reunirse con Mao Zedong, poniendo las bases para el reconocimiento diplomático. Así como los chinos no tuvieron problema para iniciar relaciones con el “tigre de papel”, tampoco lo tuvieron los estadounidenses quienes antepusieron lo que consideraban el interés nacional de Estados Unidos. La dupla Nixon-Kissinger no dudó en abandonar Taiwán, reconocer la existencia de una sola China y legitimar a la comunista República Popular China, dejando de paso perplejos a sus aliados europeos y a la propia OTAN.
Un eventual nuevo gobierno estadounidense, presidido por Donald Trump, quien ya ha anunciado que terminará la guerra en Europa del este, podría sorprender al mundo con un nuevo concepto del orden internacional. Nunca ha ocultado sus buenas relaciones con Vladimir Putin y ha señalado que, de haber estado en la Casa Blanca, Rusia nunca hubiese invadido Ucrania. El dilema se presentará para los países que conforman la Unión Europea, donde si bien todos sus miembros son relevantes, Francia y Alemania llevan la voz cantante y ambos países enfrentan un fuerte cuestionamiento a sus políticas.
La historia larga de rivalidades y enfrentamientos entre países europeos ha demostrado la fragilidad de las alianzas y, si bien la Unión Europea busca reforzar una identidad común, el peso cultural de cada uno de sus miembros es muy variado y ha sido alimentado por los masivos flujos migratorios que han traído diversidad lingüística, étnica y religiosa quedando aún por incorporar el resto de la región balcánica del sur de Europa que incluye, entre otros, a países musulmanes como Albania, Kosovo y Bosnia Herzegovina, que esperan pasar a ser miembros plenos. Falta incorporar también, al fiel aliado militar, Turquía, hoy una potencia media, con una posición estratégica privilegiada y con pedigrí imperial. Iniciaron las negociaciones de adhesión con la Unión Europea en 2005, pero actualmente están estancadas. La pregunta obvia es si Europa podrá sostener en el tiempo una política común junto a tanta diversidad.
Entramos en una época plena de incertidumbres y de una increíble falta de liderazgos políticos, de verdaderos estadistas que sean capaces de sostener una mirada de mediano y largo plazo para enfrentar las amenazas evidentes al planeta debido al calentamiento global, la crisis migratoria que desborda las fronteras y que tenderá a agravarse por el crecimiento de los mares o la falta de agua en muchas regiones, junto al crecimiento demográfico y un sistema internacional, como Naciones Unidas, paralizado, incapaz de imponer medidas o frenar las guerras.
La mejor prueba de que lo que estamos viviendo es la conducta del gobierno de Israel que viola los principios elementales del derecho internacional sin temor alguno a ser castigado. Lo mismo sucede con Rusia en Ucrania, que violó fronteras internacionalmente reconocidas. Se suma la nueva ola de medidas proteccionistas con la imposición unilateral de aranceles al comercio entre potencias, que solo agrava la situación al generar más inestabilidad debilitando aún más al sistema multilateral que día a día pierde legitimidad y que pueden llevar a una guerra real entre países con poder nuclear. Por todo ello, los ojos del mundo estarán centrados en la elección presidencial del 5 de noviembre próximo en Estados Unidos y sea quien sea el vencedor deberá tener respuestas a los problemas globales que amenazan la paz y la existencia de la humanidad.
Está claro que todas las guerras terminan, como lo fueron las europeas de 100 años entre ingleses y franceses, o la de 30 años que abarcó a Europa central, o entre chinos y vietnamitas que duró mil años. Las guerras extendidas, como lo fueron las napoleónicas o la Primera y Segunda Guerra Mundial, dieron origen al Congreso de Viena, la Sociedad de las Naciones y Naciones Unidas, respectivamente, generando un nuevo orden internacional para cada período. Y si bien todas las guerras acaban, también comienzan otras bajo las más diversas justificaciones que nunca faltan. Las ambiciones imperialistas no son patrimonio de una sola potencia, sino de varias, ya sean grandes, medianas o pequeñas.
El deseo o búsqueda de poder de los seres humanos pareciera no estar nunca satisfecho y ello gatilla las agresiones, invasiones o ataques. Siempre serán inciertos los resultados de las guerras que finalmente se traducen en cambios de fronteras, ocupaciones militares, expulsión de habitantes, sometimiento, desaparición de países, surgimiento de nuevos estados, anexión de territorios, compensaciones económicas o pagos por daños causados y muchas otras consecuencias, como heridas que subsisten durante generaciones, con una sola cosa en común: la destrucción, muerte y sufrimiento de seres humanos. Mientras los muertos de la mayoría de las guerras hasta ahora podían ser contados, probablemente los de una próxima ya no tendrán quien los cuente.