Me es imposible recordar con claridad la mañana en la que desperté con esa sensación de que va a pasar algo que es contrario a lo que deseo. Los dientes castañeteaban y la piel se puso chinita. ¿Cuándo se murió la calma? ¿Dónde la enterraron? Lo que tomó su lugar es la emoción más primitiva y fuerte de la humanidad: se llama miedo. Sin embargo, yo nunca le extendí una invitación para que se instalara en mi vida, tampoco sé de nadie que lo hiciera. Nadie en su sano juicio llamaría a este asesino mental a ser parte del convite de nuestra vida diaria, no obstante, habita en nuestra cotidianeidad. Es más, tan frecuente es esta emoción que ya no la tomamos en cuenta, se ha mimetizado al grado de vivirla como algo común y corriente pero molesto. Tolerado. Es físico, también es físico: quemazón en el tracto digestivo por el reflujo violento, comezón en la piel, picor en la nariz, dolor de cabeza.

No se trata de una situación cualquiera. Cuando digo miedo, en realidad me refiero a un montón de posibilidades. Colecciones que abarcan amenazas físicas y morales, sicarios, actos de lesa humanidad, contaminación, acciones maliciosas y de crueldad, hoyos en la capa de ozono, bacterias, miradas que perdonan la vida, resentimiento contra lo diferente, chantajes, corrupción y por sobre todas: la inseguridad. Nuestras vidas han cambiado: tenemos la violencia cada vez más cercana, experimentamos mucho dolor, convivimos con la angustia, sentimos que tenemos alojada una bomba que no tardará en estallar. Yo lo veo así.

Ayer pasé por el parque que está cerca de mi casa, después de hacer una diligencia de trabajo. Eran, tal vez, las cinco de la tarde. Decidí sentarme en la banca que está junto a la fuente. Un maldito viento de nostalgia me trajo un dolorcito sordo pero continuo en la parte baja de la espalda y llegó hasta los hombros. Antes los vecinos traían a sus hijos a jugar por las tardes, las madres paseaban a sus bebés en sus carriolas, la gente caminaba despreocupadamente y lo usual era ver niñas meciéndose en los columpios, niños jugando una cascarita de fútbol. Ahora no.

En aquellos días, bastaba una pelota de plástico para iniciar una amistad, para pasar la tarde divertidos y terminar cansados y sudorosos, pero sonrientes, con la única preocupación del regaño de nuestras madres por haber ensuciado la ropa, perdido el suéter, o habernos quedado más tiempo del permitido. Entonces, las decisiones importantes se negociaban sobre las bases incuestionables del “de tin marín de do pingüe” o al grito de “¡el último paga los refrescos!”, que era la voz marcial que te obligaba a correr como desaforado hasta que sentías que te reventaba el corazón, con la ilusión de llegar “primeras”.

Eran los tiempos en los que la mayor desilusión consistía en que te eligieran al último para los equipos de vóley, la roña o que te rechazaran para los juegos de parejas; en que el significado de la palabra guerra no tenía otro alcance que arrojarse bolitas de papel o globos rellenos de agua. Ya no. Ojalá fuera eso. Puede ser que la nostalgia ponga cierto acento poco optimisma. No. No es eso. Me gustaría que fuera solo mi pesimismo. Es la realidad.

Hoy el parque estaba vacío. Habitado por el fantasma de la inseguridad. Ese fantasma que te instila el gusano de la desconfianza. Ese que provoca vivir sujetos a procedimientos preventivos de un delito hasta encerrar a nuestros hijos en casa para esquivar una situación de peligro.

Me es imposible recordar con claridad la mañana en la que desperté con la novedad de que los criminales eran dueños de la vida comunitaria, que cobraban cuotas a la gente de bien para dejarlos trabajar, que secuestraban gente, que extorsionaban, que envenenaban la vida de nuestros jóvenes con sustancias tóxicas, que quitaban la vida… total aquí “la vida no vale nada…”, canta el mariachi la letra de José Alfredo Jiménez.

Es probable que no me acuerde, porque decidí volver la mirada a otro lado cuando asaltaron a mi vecina de al lado, en el momento en que le sacaron la cartera a la persona que se sentó junto a mí en el autobús, o el instante en que me doblegué ante la extorsión. Cuando no me importó que mi compañero perdiera su empleo o el día en que me alegré del mal ajeno, o cuando me atreví a levantar el dedo para condenar al que piensa diferente a mí. ¡Qué difícil resulta hacernos responsables de nuestra participación en la puesta en escena del terror mundial!

Nadie quiere admitir que hemos sido complices de la violencia. Nuestra contribución al miedo colectivo, más que el hecho de ver pasar una tonelada de mariguana o de cocaína, de la masacre de migrantes, de los ataques a rascacielos o a estaciones de tren, que sentimos lejanos, más que la cifra de asesinatos, de robos, de asaltos y de crímenes, me preocupa y me duele la indiferencia con la que vemos el pesar de esa madre a la que le quitaron su quincena, a ese joven al que le regalaron un cigarro de mariguana para probar, a ese padre al que le mataron a su hijo, a esa hija a la que le secuestraron a su padre y se lo regresaron totalmente dañado, vaya si tuvo suerte.

Claro que no me acuerdo porque nunca puse atención, porque nunca quise salir de mi área de confort. Porque la indolencia es una forma de pereza, de negligencia, de frivolidad. Uno de los peores males es la frivolidad. Ese “comodismo” que transforma mi mirada en una visión banal y cruel; que me permite desamparar a una persona que sufre y que me justifica ante mis propios ojos. La cobardía del que piensa que con hacerse disimulado ya cumplió. No. No hay pretexto para abandonar un panorama doloroso. No nos podemos engañar.

Por eso el miedo se ha convertido en una carga que arrastramos todos los días, porque nos sentimos tan solos como solos hemos dejado a nuestros semejantes y preferimos escondernos. Por eso el parque está hoy vacío. Pero recordé que del otro lado del miedo se encuentra la libertad. Porque llega un momento en que nuestra capacidad de sobrellevar esta angustia se ve rebasada. No podemos con esta confusión creciente que solo busca asfixiarnos. Esta falta de aire nos conduce a un punto de quiebre: “Este dolor del alma en los cuerpos no lo convertiremos en odio ni en más violencia, sino en una palanca que nos ayude a restaurar el amor, la paz, la justicia, la dignidad y la balbuciente democracia”, presagia Javier Sicilia, poeta mexicano cuyo hijo Juanelo fue victimado a manos del crimen organizado.

Sentimos miedo, sí. Pero también tenemos que actuar y mostrarles a los señores de la muerte que estamos de pie, que somos capaces de rescatar y reconstruir el tejido social de nuestros pueblos, barrios y ciudades. Perderemos el miedo cuando nos volvamos a preocupar por lo que le pasa al vecino de al lado, en el momento en que la tragedia del otro también sea mía, cuando me atreva a consolar y ayudar a que los demás se levanten, porque así todos podremos encontrar apoyo para levantarnos.

Es momento de tomar las riendas del miedo en nuestras manos y tomar el rumbo que nos lleve a la libertad. Superar nuestra falta de solidaridad por medio de la perseverancia y aferrarnos con todas nuestras fuerzas y voluntad a nuestro deseo de ser felices. Ese día sí lo voy a recordar.