Uno de los referentes importantes del liberalismo y de la ciencia política en el mundo occidental contemporáneo es el francés Alexander de Tocqueville (1805-1859), autor de La Democracia en América, publicado en 1835 y 1840. Viajó durante nueve meses por los Estados Unidos, entre 1831-32, empapándose de la realidad política y social de ese país que había consolidado su independencia en 1776 y establecido instituciones para respaldar la democracia representativa como sistema político. Dejó una obra importante, con una mirada colonialista y europeísta para describir los ideales democráticos de la nación del norte. Sin embargo, justificó en buena medida la esclavitud, por la “inferioridad racial” y despreció a los indígenas americanos, llamándolos “bárbaros” que debían ser civilizados por los europeos.
Señala en su libro que “los grandes peligros de las democracias proceden de una tendencia natural que tiene el corazón humano a abusar del poder cuando se ejerce por todos”, es una de las tantas citas de Tocqueville, para respaldar las instituciones democráticas. Esta frase responde bien a lo que había sido la práctica de los europeos en sus colonias, principalmente, y que pasó a ser la forma en que los Estados Unidos se relacionaron con los países de América Latina bajo la doctrina de “América para los americanos”, del presidente James Monroe, que en sus inicios fue un mensaje para que los europeos no intervinieran en el continente, pero que a poco andar se transformó en “América para los Estados Unidos”, lo que se hizo patente en el siglo XX.
La diversidad es una de las características principales de América Central y el Caribe, donde habitan alrededor de 82 millones de personas. La región está conformada por 20 países, donde el más grande en esa parte del continente es Guatemala, con 17 millones de habitantes, seguido por la isla que fue llamada La Española, en el Caribe, formada hoy por dos países: República Dominicana con casi 12 millones de habitantes y Haití, con 11 millones. La historia de colonialismo, esclavitud, explotación y aniquilamiento de las poblaciones indígenas es parte de la realidad de esos territorios, que fueron invadidos y ocupados por españoles, ingleses, franceses, holandeses e incluso suecos, quienes, para explotar el algodón, azúcar, café y cacao, transportaron durante tres siglos a cientos de miles de esclavos desde África a sus posesiones coloniales. La independencia y el nacimiento como repúblicas llegaron con el siglo XIX, siendo Haití el primer país de América Latina en obtenerla y liberarse del yugo colonial francés, en 1804, mientras que la vecina República Dominicana, lo hizo 40 años después. Sin embargo, las diferencias entre ambos países son gigantescas.
Los dominicanos, pese a las terribles dictaduras que han sufrido, lograron consolidar un camino de progreso y estabilidad democrática ininterrumpida desde hace más tres décadas. En cambio, Haití, que fue la primera república constituida por esclavos negros emancipados, luego de una lucha de más de 12 años, consolidó el reconocimiento del gobierno francés en 1825. La primera república de población negra debió comprometer el pago de 150 millones de francos oro, es decir el 300% del ingreso nacional de Haití de ese año, para evitar que fueran nuevamente invadidos y esclavizados por los franceses. No había países, ni organismos multilaterales, ni ONG, que solidarizaran con el pueblo haitiano o que condenaran a la imperialista Francia.
Thomas Piketty lo explica muy bien en su libro Breve historia de la igualdad, donde señala esa condición que fue impuesta a los haitianos, quienes hasta 1915 pagaron anualmente el 5% del producto al Estado francés. Luego, el saldo de la deuda fue traspasada a los Estados Unidos hasta terminar de cancelarla en 1950, habiendo quedado el país condenado, desde sus inicios como república, a la pobreza y subdesarrollo en el cual se mantiene hasta hoy. Ese mismo año, los Estados Unidos ocuparon militarmente Haití para poner orden y proteger sus intereses financieros y económicos. Picketty ha calculado que Francia debería entregar alrededor de 30 mil millones de dólares a los haitianos en concepto de compensaciones por el despojo a que fue sometido el país. Francia terminó de abolir la esclavitud en 1848 en sus otras colonias de las Antillas, siendo Haití el único caso en que los esclavos debieron pagar por su libertad a quienes los esclavizaron.
En 2003, el expresidente haitiano Jean-Bertrand Aristide exigió a Francia el reembolso de la deuda impuesta a su país. El gobierno pedía el pago de 22.000 millones de dólares, y la respuesta de París fue simple y rápida: en 2004, Aristide fue derrocado en un golpe de Estado organizado por Francia y ejecutado por un comando de marines estadounidenses que primero lo secuestró y sacó del país. El expresidente francés, François Hollande, antes de viajar a Haití a una visita de un par de horas, en 2015, señaló: “Cuando vaya a Haití, voy a cumplir la deuda que tenemos”, pero la declaración fue rápidamente “explicada” por sus asesores indicando que se refería al pago de una “deuda moral”. Que Francia se abriera a negociaciones compensatorias sería el inicio de una cadena de demandas contra todas las otras potencias colonialistas europeas que asolaron la región y que también reclaman lo suyo.
La democracia en América tiene muchos rostros y facetas. Las intervenciones militares directas para proteger los intereses de los Estados Unidos en el siglo XX fueron numerosas y abiertas, siendo las últimas las registradas en Granada, en 1983 y Panamá, en 1989. Las operaciones encubiertas para deponer gobiernos democráticos en América también han sido muchas, como las ocurridas en Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay o Chile, por nombrar algunas. Sin embargo, después de 200 años de independencia, la democracia como sistema político ha logrado imponerse en gran parte de América Latina y el Caribe. Hemos visto el presente año elecciones presidenciales en El Salvador, República Dominicana, Panamá y México sin mayores cuestionamientos a los procesos electorales, pese a que las encuestas, en general, muestran una creciente desconfianza de los ciudadanos en los políticos.
La región es heterogénea en cuanto a los sistemas políticos, manteniéndose sociedades cerradas o dictatoriales, como el caso de Cuba, que no permite el multipartidismo ni la libertad de prensa y después de 60 años de revolución ha repartido una pobreza igualitaria. Otros países mantienen libertades limitadas y un creciente autoritarismo personalista, que se autodefine de “izquierda”, como son los casos de Nicaragua y Venezuela. Por otro lado, la sombra del populismo autoritario de derecha ha ganado espacio en la región, tal como se vio en Estados Unidos, país que desde su independencia ha vivido en democracia, por lo que fue chocante observar cómo el expresidente Donald Trump intentó desconocer los resultados de la elección y que sus partidarios tomaran por asalto la sede del congreso. Lo mismo ocurrió en Brasil, con el exmandatario Jair Bolsonaro.
Los vientos del autoritarismo y los deseos de restringir las libertades individuales a cambio de seguridad han crecido en América Latina por la incapacidad de los gobiernos de entregar respuestas a demandas que esperan hace ya demasiado tiempo en el plano social para resolver temas de empleo, vivienda, salud, educación y una larga lista de problemáticas que, con diferente grado de intensidad, son comunes a la región. Los estallidos sociales, como el ocurrido en Chile en 2019, podrían volver a repetirse en varios países.
Se han sumado los nuevos temas como la emigración desbordada, la violencia y crimen transnacional como consecuencia de bandas de narcotraficantes que han expandido sus redes a prácticamente todos los países. Los ejemplos más claros de esta tendencia son los gobiernos elegidos democráticamente en El Salvador o en Argentina, siendo este último país una verdadera sorpresa por el discurso con que fue electo el presidente Javier Milei. Refleja el agotamiento de la población con formas de gobernar que siguen ancladas a modelos del siglo XX sin solucionar los problemas básicos de las mayorías, y que tampoco han asimilado los cambios y desafíos que enfrentan las sociedades actuales tales como el cambio climático, que pronostica situaciones dramáticas en el mediano plazo, el aumento de la desigualdad, la corrupción y la pobreza.
La mantención y perfeccionamiento de “la democracia en América”, dependerá de la visión de la actual y próxima generación de políticos que sean capaces de vislumbrar las nuevas realidades que se nos vienen encima. Insistir en hacer política con fórmulas del siglo pasado es abrir las puertas a que el populismo extremista conquiste, a través del voto, las esperanzas de millones de personas que solo esperan que sus demandas por mejores condiciones de vida, sean escuchadas y resueltas.