Durante la década de 1990, se introdujo en Argentina un modelo de producción agrícola basado en el monocultivo de una variedad de soja genéticamente modificada resistente al glifosato. Actualmente la superficie sembrada en el país es de unos 30 millones de hectáreas (Bolsa de comercio de Rosario, 2023), ocupando el tercer lugar en producción de soja transgénica a nivel mundial, después de Brasil y Estados Unidos (Figura 1).

Este modelo de desarrollo agrícola ha sido denominado el «modelo sojero de desarrollo» y, amén de las ganancias millonarias que ha generado para un ínfimo grupo de personas (terratenientes, dueños de compañías de biotecnología y empresas exportadoras), ha generado para el resto de la sociedad consecuencias devastadoras, entre las que se pueden mencionar: la desaparición de millones de hectáreas de bosques nativos, el desplazamiento de campesinos e indígenas, la pérdida de unidades productivas diversificadas, el empobrecimiento de los suelos, y el uso indiscriminado de agroquímicos, que aumentó de 3 a 15 litros por hectárea en 20 años, ocupando actualmente Argentina el primer lugar en el uso de estos productos tóxicos por habitante por año a nivel mundial.

Figura 1. Producción global soja transgénica entre los años 2002 y 2022.
China
Fuente: Bolsa de Comercio de Rosario (2021).

La consolidación de la producción agrícola intensiva de soja transgénica provocó un profundo cambio en la estructura agraria argentina, generando una gran concentración de la tierra en pocas manos y en un corto período de tiempo. Según el Censo Nacional Agropecuario de 2002, el número de pequeños y medianos agricultores (propietarios de entre 0.5 y 50 ha y entre 51 y 500 ha, respectivamente) había disminuido en 82 .854 con respecto al censo de 1988, mientras que el número de explotaciones agropecuarias se redujo en un 20.8%, registrándose además un aumento del 20.4% en la superficie media de las mismas. También han generado el desplazamiento de los pueblos originarios y las comunidades campesinas, particularmente en la región chaqueña, para el 2012 había 386 casos de conflictos por la tierra, con no menos de 1.580.580 personas y 11.824.660 hectáreas afectadas. El avance de la deforestación para implantar el monocultivo de soja provocó además la pérdida de empleo rural y soberanía alimentaria: por cada 1.000 hectáreas, la soja transgénica no requiere más de 15 trabajadores rurales; en cambio, en 100 hectáreas de bosques nativos pueden subsistir varias familias a partir de una producción múltiple, proporcionando a su vez a la sociedad una variedad de productos agroecológicos.

El modelo sojero de desarrollo en Argentina ha sido impulsado como parte de la denominada «revolución verde», cuyo origen se encuentra en las grandes compañías multinacionales productoras de semillas genéticamente modificadas y agroquímicos, con el falso argumento de la necesidad de aumentar la producción agropecuaria para alimentar a la población, cuando el problema no radica en la escasez de alimentos, sino en su distribución. Sin embargo, Argentina produce alimentos para cerca de 400 millones de personas —diez veces más que su población actual—, mientras que cada 10 horas muere una persona por desnutrición en el país, los cuales son sobre todo niños en la región noroeste, donde el modelo sojero de desarrollo avanzó de manera indiscriminada en las últimas décadas. Esto significa que, contrariamente a las declaraciones formuladas por los representantes del agronegocio, no existe una necesidad real de aumentar la superficie cultivada de monocultivos transgénicos o el uso intensivo de agroquímicos para resolver el problema del hambre de la población nacional. Lamentablemente los diferentes Gobiernos Argentinos de las últimas décadas, independientemente de su color político, han esgrimido que éste aumenta los ingresos económicos del país, tomando esto como excusa para darle continuidad.

Por su parte, cada vez existe más evidencia que la producción agroecológica brinda más ventajas económicas que la agricultura convencional (Figura 2). A su vez, la agricultura familiar en Argentina aporta cerca de 300 millones de dólares al año, que, a diferencia de los monocultivos transgénicos, van de forma directa a movilizar las economías regionales, en tanto que el monocultivo de soja transgénica prácticamente no genera mano de obra rural.

Al desaparecer la agricultura familiar se reduce drásticamente la producción de alimentos diversificados y se generan procesos inflacionarios en el mercado interno a raíz del encarecimiento de los principales componentes de la canasta básica alimenticia, poniendo en riesgo la soberanía alimentaria del país. En síntesis, el avance de la «sojización» en el campo argentino solo ha producido una extraordinaria renta a unos pocos grupos económicos concentrados y algo de divisas para el país (cuya utilización en gran parte es devuelta en forma de subsidios a los mismos grupos que expolian los recursos naturales), y muchísimas consecuencias socioambientales.

Para el resto de la sociedad no ha traído aparejado grandes beneficios económicos, por el contrario, el modelo sojero de desarrollo incrementó la brecha entre ricos y pobres, así como la concentración de la riqueza: en la Argentina a principios de este siglo unas 6.900 familias-empresas eran dueñas del 49.7% de la áreas productivas del país, mientras que el 57% de las explotaciones agropecuarias sólo tenía el 3% de la tierra; actualmente el 40% del territorio argentino, 65 millones de hectáreas, está en manos de 1200 terratenientes.

Figura 2: Análisis económico de 10 cultivos durante el período 2011-2018, comparando el ingreso neto (barras de la izquierda), el costo directo (barras del medio) y el margen bruto (barras de la izquierda) de la producción agroecológica (AGROE) versus la producción con agroquímicos y fertilizantes (ACTUAL). Los porcentajes indican la reducción del costo directo y el margen de rendimiento económico de la producción agroecológica en relación a la producción con agroquímicos y fertilizantes.
China
Fuente: Zamora et al. (2019).

La «revolución verde», que prometía alimentos baratos y la solución a los problemas de hambre en el mundo, está llegando a su fin. Ha sido también uno de los procesos más destructivos sobre las personas y el ambiente generados por el sistema económico global. Por otro lado, la mitad de los alimentos que se consumen en el mundo aún provienen del antiguo sistema de producción agroecológico. En Argentina, aunque la superficie cultivada de soja transgénica continúa aumentando, su rendimiento ha disminuido con el tiempo, a la vez que progresivamente requiere más insumos químicos por hectárea. Si bien la agricultura intensiva se ha ampliado en gran parte del mundo, Argentina se encuentra a la cabeza con más del 75% del área implantada por monocultivos genéticamente modificados. Sin embargo, aunque estos sistemas productivos se presentan como los de mejor desempeño económico, son los de peor desempeño ambiental.

El modelo de desarrollo basado en el monocultivo de organismos genéticamente modificados está firmemente establecido en la Argentina y lamentablemente no se avizoran intenciones de cambiarlo, al menos en el corto plazo, por parte de los gobiernos, instituciones oficiales y otros agentes del poder político-económico. Por ello, es necesario y urgente que se internalicen los «costos» de este modelo de desarrollo y se comience a modificar la matriz productiva del campo argentino, así como en el resto de los países del mundo que atraviesan una situación similar, promoviendo la agroecología y la producción diversificada de alimentos. Solo así será posible alcanzar una verdadera soberanía alimentaria y un desarrollo sustentable para las presentes y futuras generaciones.