Años después de la segunda guerra mundial, Hannah Arendt viajó a Israel como corresponsal de la revista The New Yorker para entrevistar Adolf Eischmann, que estaba siendo procesado por genocidio y condenado a muerte en Tel Aviv. En sus conversaciones con este personaje, que reencarnaba el mal, Hannah Arendt, llega a la triste conclusión, que Adolf Eischmann no era una persona perversa, tampoco un antisemita por definición o naturaleza, sino un burócrata perfeccionista habituado a seguir órdenes y hacer las cosas bien para avanzar en su carrera militar.
En esta ocasión, Hannah Arendt, habla de la banalidad del mal y escribe: «En esos minutos finales fue como si el propio Eichmann estuviera resumiendo la larga lección sobre la maldad humana que habíamos presenciado: la espantosa banalidad del mal ante la cual fallan las palabras y el pensamiento».
En muchos casos, cuando se habla de atrocidades humanas, delitos contra la humanidad y genocidio, afrontamos un sistema, que con su lógica perversa, arrastra a hombres incapaces de oponerse a ensuciarse de sangre sin que ellos por disposición o carácter sean malignos, sino más bien, maleables. La maldad está fundamentalmente en el sistema, la organización, en la presión de grupo, el miedo y las ambiciones personales, junto a la apatía y el conformismo.
Por experiencia personal, sé de persona realmente perversas y estas son relativamente pocas. Cuando uno, se hace participe de un crimen una vez, la segunda vez será más fácil y la tercera aún más, hasta llegar a un punto irreversible, donde se excluye toda posibilidad de volver atrás y después, sintiéndose culpable, se buscarán todas las excusas posibles para negar y esconder cualquier tipo de responsabilidad.
El problema en Chile en estos momentos es el reconocimiento del mal causado, asumirse la responsabilidad de atrocidades enormes para poder cambiar. Los ex funcionarios de la dictadura, los viejos torturadores, los violadores en masa, los carniceros de jóvenes inocentes y los políticos comprometidos con ese infierno no aceptarán jamás sus culpas. Inventarán historias inconcebibles para vestirse de humanidad en toda su inhumanidad. Minimizarán sus delitos, dirán que fue culpa de unos pocos, pero nosotros sabemos que el mal estaba en el sistema, en el odio, en las instituciones, en la historia y además en la cabeza desquiciada de unos cuantos líderes que arrastraron consigo miles de otros, convirtiéndolos ante la ley en asesinos.
Adolf Eischmann fue sentenciado a muerte, Alemania cambió su constitución e hizo ilegal la discriminación, el antisemitismo y la participación activa en movimientos fascistas. La pregunta es ¿cómo volverá Chile a ser un país, una nación, un pueblo?, ahora que el pasado ya no se puede ocultar y salen a flotes los crimines y las bestialidades, como cadáveres podridos escupidos por el mar.
Ya han pasado 50 años del golpe militar en Chile y las heridas producidas aún no sanan. El país está dividido por muros invisibles y la remoción del pasado es una estrategia imposible que debilita y paraliza en vez de recrear una comunidad nacional. Los fantasmas del pasado siguen pululando en las calles y ciudades, desuniendo y separando hasta impedir cualquier gesto de recobrada unidad. Un fenómeno que comprendió anticipadamente Nelson Mandela, que impuso un proceso que permitió dejar enterrado en el pasado las atrocidades del «apartheid».
Si los culpables no aceptan sus delitos ni piden perdón, insistiendo en sus «razones», la banalidad del mal se convierte en la negación de un posible bien y esto excluye la capacidad de sanar. Los traumas del pasado se transmiten de generación en generación y lo que fue y no es aceptado como tal, un crimen en contra de la humanidad se transforma en el estigma imborrable de lo irreconciliable. La banalidad del mal existe, como también existe la culpa y la responsabilidad.