Regresar una y mil veces a pensar el fracaso del Estado mexicano. Una y otra vez, la acumulación de malas noticias, las consecuencias de malas decisiones y la activa destrucción del Estado liberal mexicano. Un país gobernado por un partido que choca una y otra vez en sus intentos por imponer un raquítico y pueril modelo político y económico a una realidad que se niega a ser simplificada y volver al México previo a la liberación económica: y las ondas de choque golpean todos los aspectos de la vida pública.
Sin embargo, la popularidad del presidente, el apoyo por parte de la mayoría de los ciudadanos y la fuerte identificación que los votantes guardan con el presidente mexicano y su partido no caen, no ceden. El último fin de semana de julio, MORENA tuvo su elección interna para seleccionar delegados para el Congreso Nacional; fue una elección cargada de violaciones a la ley y actitudes antidemocráticas. Y, aun así, más de un millón de mexicanos salieron a participar con MORENA.
Hoy, MORENA es el único partido político mexicano que no necesita alianzas con otros para ganar las elecciones. ¿Cómo explicar esto a la luz del rotundo fracaso que ha sido el gobierno de López Obrador?
Podríamos encontrar mil y una respuestas. Me quiero enfocar en una: la mezquina y miserable oposición partidista mexicana. Los partidos tradicionales mexicanos están pasando por la misma crisis de legitimidad que otros muchos a lo largo de las democracias en el mundo. El otrora partido oficial del siglo XX, Partido Revolucionario Institucional (PRI); el partido que aglutinó las distintas derechas y siempre peleó por democratizar México, Partido Acción Nacional (PAN); la gran asamblea democrática de todas las tribus de izquierda, Partido de la Revolución Democrática; los partidos de la transición democrática están derrotados, no representan a nadie, carecen del liderazgo, están divorciados de la ciudadanía y carecen de un proyecto de nación.
La oposición partidista en México no existe. No tienen legitimidad. Tiene razón el presidente López, los resultados del 2018 implican una derrota moral y política de los partidos tradicionales mexicanos. Y, de la sombra de esa derrota no han podido escapar, nunca más. Hundidos en la sombra de sus derrotas los partidos tradicionales no se han dado cuenta de la cuestión a la que se enfrentan. Son como el caballo que al jalar trae la vista bloqueada, sin la capacidad de ver más allá de lo poco que las barreras le permiten.
¿Qué les pasó? ¿Cómo llegaron al estado en que se encuentran?
PRI, PAN y PRD son los partidos de la transición democrática. En la década de los años 70, el modelo político mexicano, de partido único, omniabarcante y economía cerrada dio de sí y fue necesario cambiarlo. Poco a poco, a base de negociaciones, presiones internas, el fortalecimiento de la sociedad y propuestas civiles, el modelo mexicano fue cambiando, transformándose, reformándose. La transición democrática y la apertura económica trajeron un mejor país, más próspero y libre; es quizás la mejor época en esos sentidos en México. Sin embargo, no ha sido una etapa impoluta en nuestra historia y sin grandes fracasos. De hecho, el triunfo de MORENA y López Obrador en 2018 fue resultado del hartazgo popular por las pifias y valencias de los últimos años.
El primero de esos pecados es la imparable corrupción en el sistema político mexicano. En la vida pública mexicana la corrupción es el lubricante que mantiene al punto a la maquinaria. A falta de una vida institucional o pública madura, la corrupción es una herramienta del gobernante para premiar y enriquecer a su corte, a los leales y a quienes lo apoyan. La corrupción es una herramienta del gobernante, que solo lo beneficia a él y a los suyos. En México, como en muchas democracias emergentes la corrupción se volvió una constante, un cáncer que mermó la eficiencia del sistema para procurar libertad y prosperidad; que erosiona su legitimidad, pues la corrupción es un atentado a la igualdad entre ciudadanos y ante la ley sobre la que se apoya la democracia.
Aunada a la corrupción, en México, a pesar de la apertura económica, del crecimiento de la clase media, de la diversificación de las exportaciones mexicanas, de volverse un hub para la manufactura y la producción; la pobreza sigue siendo el gran lastre mexicano. Para el 2018, según el Consejo Nacional de Evaluación de las Políticas de Desarrollo Social (CENEVAL) el 41.9% de la población estaba en estado de pobreza.
El tercer gran problema es el incremento de la violencia, el poder del crimen organizado y la desgarradora impunidad en México. Desde la imprudente declaración de guerra al narcotráfico y la incorporación de las fuerzas armadas a la seguridad pública, el número de asesinatos, el poder de las organizaciones criminales y su control e infiltración en todos los aspectos de la vida mexicana son una herida abierta.
Los partidos de la transición democrática y de la liberación económica cargan con estos pecados. Ellos son los principales responsables y han sido incapaces de quitarse ese estigma y de presentar solución a esos problemas. Llevan consigo la mala fama de sus crímenes, errores, hipocresía e ineficiencia de sus dirigentes.
PRI, PAN y PRD han entrado, culpa de sus malos resultados, de su cinismo, en un proceso de vacío ideológico, donde han dejado de significar algo. Son cajones vacíos y transparentes, sin profundidad ni base social que los apoye. Son apenas un cascarón, una etiqueta irrelevante: marcas de commodity. Irrelevantes. Apenas unas sombras.
El efecto corruptivo causó que su ideología se fuera desvaneciendo hasta quedar reducidos a espectros. Siendo visibles, apenas tangibles por sus colores y logotipos.
No representan a nadie, tienen un divorcio con ciudadanos que los ven como un peor es nada. En su arrogancia, inmerecida, en su nefasta torre de marfil han sido incapaces de hacer un necesario examen de consciencia para darse cuenta de sus errores.
Son responsables de la tragedia que hoy vivimos. Los pestilentes lodos de hoy vienen de las corrompidas cenizas de ayer. Para complicar la crisis de partidos políticos que vive la democracia mexicana, nuestras leyes hacen muy complicado el surgimiento de nuevos partidos, de nuevas opciones que compitan y que renueven las alternativas que tiene el ciudadano. Esto no es casualidad, es un mecanismo de los partidos políticos para mantener su poder y no enfrentar rivales que los pongan en riesgo. Pero su barrera de entrada se ha convertido en la prisión del sistema político mexicano
¿Qué les queda hacer? Ganar la elección presidencial en 2024, en alianza, transformar el sistema de partidos que permita el surgimiento de nuevas fuerzas y partidos políticos mexicanos y morir en la hoguera de la historia. Quizás inmolándose por un nuevo México del cual no pueden ser parte.