En nuestro interior hay un espacio interestelar donde duermen ciertas palabras, que un día despiertan y quieren ser poema al llegar el crepúsculo o novela para soñar con otros mundos. Entonces, se alían con la imaginación y brota lo que conocemos como una historia, que pide ser contada y busca a alguien que haga de mediador. Así, surge lo que lo que se conoce como el escritor.
En un mundo tan codicioso como el nuestro, si el escritor quiere mostrarla se verá obligado a vender sus sueños. Además, debe tener una voz literaria propia que le distinga y, en su interior, sentirse creador y gritar convencido como James Whistler: ¡El arte sucede!
Sin embargo, su labor no estará completa hasta que no pueda publicar para que las personas acaricien el libro, lo huelan, lo amen, lo lleven por la noche a su mesilla... lo hagan suyo y compartan sueños.
También, es posible que nunca divulgue su obra y que el manuscrito quede olvidado en un cajón de algún mueble de la casa donde tanto amó. Pasada una vida, el mueble acabará siendo pasto de las llamas una noche de San Juan con el original dentro, como un embrión yermo.
Tal vez, otro escritor pensará que puede dar una segunda vida a esa historia que se llevó el fuego. Y gritará: Art happens!
¡El arte sucede, el arte ocurre! ¡El arte es un pequeño milagro!
Entonces, él también escribirá para que aquellos sueños lleguen a otras personas, que los harán suyos e imaginarán nuevas historias.
Pero hay otras historias reales a nuestro pesar. Esta tarde, mientras la quimio la quema por dentro y piensas en la fragilidad de la vida, llega el crepúsculo al bar del hospital y sabes que el sol se va para renacer, porque la vida es obstinada. Que mañana será otro día. Que la belleza está ahí y solo hay que querer verla.
He vuelto con ella muchas veces al hospital, que poco a poco ha ido perdiendo el aspecto tétrico que sentí cuando lo vi por primera vez debido al recubrimiento cerámico de color entre azulado y gris que cubre parte de su fachada. Parece como si los arquitectos que lo proyectaron hubieran querido desde el primer momento indicar que aquello era un recinto para el dolor.
Hoy, treinta y uno de diciembre, ya anochecía, le han dado la última sesión. Había pocos enfermos y los profesionales tenían una sonrisa forzada y tristona cuando te deseaban un feliz año nuevo. Seguro que estaban pensando en llegar pronto a sus casas; algunas, la mayoría son mujeres, pasarán la nochevieja con los dolientes.
Al salir, por un momento, el recinto, ha recuperado el aspecto tétrico. Parece como si quisiera recordarme que sigue allí y nos espera con esa extraña sensación de que, a pesar de todo, le tenemos que estar agradecidos.
Entonces, recuerdo en estas luces que escapan, a Carlos Sahagún:
Aquí quisiera hablar, abrir un libro —aquí
en este instante solo—,
de aquel poeta puro que sin cesar cantaba:
«El mundo está bien hecho, el mundo está
bien hecho, el mundo
está bien hecho…» —aquí en este instante solo.