¿Qué fue lo que más te gustó de tu viaje a Colombia? Tanto, el verde, los paisajes, las ciudades coloniales, la gente, la diversidad de la naturaleza y los climas que cambian de región a región, la historia, los ríos y valles, el mar, la presencia visible y reconocida de los pueblos y la cultura autóctona, las montañas, las tradiciones musicales, el arte, la fruta, la serenidad antes de la tormenta y la sensación de estar en un país, que aún no tiene una identidad bien definida y por eso un futuro tan lleno de sorpresas. Colombia es un libro que no tiene final, una historia inenarrable entre espontaneidad, delirio y caos.
Creo haber entendido más a Gabriel García Márquez visitando su país, su tierra que sin hacerlo. He percibido la lógica de sus textos en situaciones de vida real y después, he comprendido que Gabriel García Márquez representa el imposible espíritu de Colombia, como lo hace también Botero y en cierta medida Andrés, del restaurante Andrés carne de res y muchas de las personas que encontré en mi viaje. En Colombia, la realidad y el sueño se mezclan en algo inconfundiblemente nuevo, que se articula en una lógica multidimensional, que no está subordinada a una secuencia precisa ni a una causalidad vulgar. Desde una situación concreta todo es posible a nivel de diálogo y de continuidad. La sorpresa está siempre presente y lo inexplicable es intrínseco a la cotidianidad, de modo tal que nadie busca explicaciones, porque las explicaciones son una camisa de fuerza demasiado estrecha para contener el mundo que hay que explicar.
Entrando a un mercado, uno no puede anticipar en detalles lo que encontrará o no encontrará y, en una cierta medida, al entrar se abre una puerta invisible al misterio y Colombia toda es un mercado sin límites, habitado por millones de personajes, donde cada uno tiene su historia y un rol completamente personal. Colombia es como un vallenato que se reinventa a sí mismo, donde la música de los instrumentos converge y diverge y la letra no es más que una excusa para cantar, reír y llorar. En Colombia se vive al borde del tiempo y del caos. Los matices son infinitos y el espectro de colores cambia constantemente y sin advertencia.
La capital de Colombia no es Bogotá, sino Macondo. Una cuidad invisible que se extiende por todo el territorio nacional, confundiendo sus límites con lo imaginario, mezclando lo concreto y lo real con lo mágico e irreal. Siempre pensé que Macondo era un sueño, pero me equivocaba, Macondo es una realidad ligeramente imaginaria, que está presente en todas partes y en cada rincón del país, porque el imposible sólo se puede describir con la imaginación. El país es un laberinto sin fin, como el espacio en el restaurante «Andrés carne de res», que es una metáfora de la realidad nacional.
Al aterrizar en el aeropuerto de Bogotá, El Dorado, se veían, desde el avión, montañas de ambos lados, un verde que más verde imposible. Las nubes atracadas a los valles y una ciudad que se abre y cierra como un abanico y en cada calle, miles de personas, que viven una vida suspendida en un tiempo que no tiene principio ni final. En Colombia no se vive, se muere lentamente a golpes de café, de sueños improbables, de sabores sin nombres y al ritmo de una música, que une en sus notas los ecos de cada suspiro, de cada lamento de amor. La trágica existencia en las calles de sus ciudades y pueblos se vuelve alegre y triste a la vez. La gente espera, camina tranquila sin buscar una razón, sin preguntarse un por qué y el único sentido de la vida es vivirla sin un mañana lejano y en un presente que se impone y es siempre aceptado. Uno se pierde en Colombia y no sé si se vuelve a encontrar.