Ese invierno, el frío en Estocolmo calaba como nunca los huesos. Aún no me acostumbraba a soportar los 10 o 12 grados bajo cero y tener que asistir a clases de idioma sueco. Era la misma rutina de todos los días. Llegar a la estación de Jakobsberg, a esperar el paso del metro-tren y emprender rumbo al centro de la capital. Debo reconocer que, si no hubiera sido por mi apreciado y recordado calzón largo de cachemira color azul, seguramente no habría podido mantener la disciplina en el aprendizaje del complejo idioma sueco. Era un verdadero sacrificio viajar con ese inhóspito clima.
Cursaba mi primer año de estudio, oportunidad que el país nórdico nos ofrecía gratis, e incluso, nos pagaban durante el aprendizaje. Éramos una veintena de alumnos de diversos países; muchos latinos, africanos, turcos y asiáticos.
Era común que alguno de nuestros compatriotas, a propósito, repitiera curso. De esta manera, seguían recibiendo dinero gratis del Estado y alejaban el momento de tener que ir a lavar baños en hospitales, o limpiar supermercados. Mi segundo año de aprendizaje del idioma fue en 1979, en la Universidad de Estocolmo, requisito fundamental para estudiar cine en el Dramatiska Institutet.
Pero esa mañana, algo insospechado rompió la rutina; era una pequeña y extraña figura, que emergió lentamente desde la escalera del túnel de acceso al andén. Aquello que caminaba en mi dirección, más que persona, era un objeto no identificado, un auténtico troll. Un verdadero personaje de cuento nórdico. Esos seres pequeños que habitan los nevados y solitarios bosques de Laponia en el extremo norte sueco. El curioso personaje era de no más de un metro cuarenta de estatura; a su lado, yo parecía vikingo. Su cabeza, desaparecía totalmente al interior de un desproporcionado ushanka, aquel típico gorro de piel ruso, en el cual destacaba una estrella roja y en su interior, la típica hoz y el martillo. El gorro hundido hasta más abajo de sus cejas, seguramente le limitaba y filtraba parte de la visibilidad, quizás también de su futuro; solo una larga cabellera negra sobresalía de ese auténtico panda posado sobre su cabeza. Como si esto no fuera suficiente, el engendro aquel lucía un tremendo mostacho negro, que seguramente estaba teñido, pero que la humedad de su respiración, al congelarse, había pintado de blanco. Su cuerpo o superficie estaba cubierto con un largo abrigo de piel, tan exageradamente grande, que parecía una capa que iba dejando surcos en la nieve. Después de un par de pasos, se detenía, y miraba en la dirección por donde debía aparecer el tren. Repitió esto varias veces, y así nos fuimos acercando lentamente. Solo cuando caminaba era posible ver parte de su calzado, era el típico par de bototos negros de milico. Ver esa extraña figura acercarse era como estar en el plató durante el rodaje de alguna escena de Fellini. Experiencia que con toda seguridad nadie quisiera perderse.
Yo aún llevaba muy poco tiempo viviendo en Suecia, como para haberme mimetizado con sus hábitos o cultura. En otras palabras, no supe hacerme el sueco, aunque con el tiempo pude lograrlo. Caminé hacia el objeto u objetivo, para indagar e intentar saciar mi curiosidad. Ya a su lado, al auscultarlo como con lupa, sufrí un flashback que me congeló. El inesperado descubrimiento no era posible, no era creíble.
Aún faltaban dos minutos para la llegada del tren, tiempo que me permitió seguir observando el objeto. Finalmente, me convencí. No tuve dudas que el personaje que habitaba aquel disfraz, era, ni más ni menos, el chico Jaramillo, Hugo Jaramillo, gran director de cine, a quien no veía desde el día anterior al golpe de Estado de 1973. Ambos trabajábamos en Chile Films; el chico, como director de un film de animación; yo, como asistente de cámara, entre otras cosas.
Recuerdo que los protagonistas del film eran unos marcianos, esos seres cabezones conducían un platillo volador. En las pantallas de la sala de comando observaban el planeta tierra y decidían hacer zoom in en Chile, así se enteraban que ocurría en ese curioso país. Esto sucedía durante los años del gobierno de Allende. El chico Jaramillo, luego del triunfo de la Unidad Popular, había regresado desde Cuba, y se integró a Chile Films.
Del chico Jaramillo se contaban sabrosas historias. Una de ellas era de cuando estudiante de la escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Repentinamente abandonó sus estudios y decidió partir a Cuba. La razón de esto fue la de enrolarse en el ejército revolucionario de Fidel, que hacía poco había derrotado a Batista.
Cuentan que cuando Volodia Teitelboim visitó por primera vez Cuba, mientras junto a Fidel recibía los honores de las tropas revolucionarias, al poco andar, fijó su mirada en un pequeño soldado, cuyo fusil con bayoneta sobrepasaba su diminuta estatura. Saliéndose del protocolo, Volodia se acercó, y le habría dicho: ¿Qué hacís aquí chico?
Hugo Jaramillo fue arrestado y torturado durante los primeros días del golpe militar, pasó por varios campos de concentración; la causa principal fue debido a su periplo por Cuba, finalmente, el chico aterrizó en el territorio sueco. En el país nórdico, rápidamente se integró en las actividades culturales que realizaban diversos grupos artísticos chilenos, principalmente como escenógrafo.
Cuando lo reencontré en Estocolmo, el chico transitaba cerca de los 65 años de edad. Era comentario general su agilidad y destreza para montar los telones y las escenografías, subía sin ningún problema por las cuerdas que cuelgan de las parrillas de los teatros, como el mejor trapecista del Circo du Soleil.
Como en todas partes, los mal hablados comentaban que se alimentaba solamente con kefir, una especia de yogur ruso, pero más líquido, el cual mezclaba con frutas secas. Decían que esa alimentación era para mantenerse en forma, debido a que próximamente llegaría su mujer cubana, madre de su único hijo, quien era veinticinco años menor. Solo faltaba terminar de regularizar unos papeles con extranjería para su arribo, pero el chico no llegó solo a Suecia, había traído a su longeva madre. Vivían en un pequeño departamento de un sector de Jakobsberg. Según mis amigos, los hermanos Nazar, chilenos exiliados, y vecinos del chico, contaban que acostumbraban verlo sacar a pasear a su madre sentada en la parte trasera, en una vieja bicicleta de mujer, que seguramente había recogido en un contenedor. Los suecos son muy dados a cambiar muebles y de todo, y van dejando en esos contenedores sus desechos. Según los Nazar, hacía mucho tiempo que el chico acostumbraba sacar cosas de ellos, principalmente palos y trozos de madera. Todos sospechaban que estaba construyendo su anhelado nido de amor.
Fue después de varias colectas y eventos especiales, que se logró reunir el dinero suficiente para comprar el pasaje de su enamorada, y así cumplir con el derecho humano de lograr la reunificación familiar. Los chistes sobre la resistencia de la cama que debió soportar nunca lo hicieron perder el humor y menos aún su objetivo.
La comunidad chilena en Jakosberg, no era pequeña. Más que preocuparles la caída de Pinochet, parecían más sensibilizados con la problemática del chico, y su lucha con las autoridades de inmigración por lograr finalmente el anhelado reencuentro con su amada. Finalmente, ese día llegó. No fueron pocos los amigos, vecinos, compañeros y sapos de costumbre que lo acompañaron al aeropuerto de Arlanda esa histórica jornada. La policía sueca, al ver llegar a tanta cabeza negra cantando y haciendo barullo, se activó inmediatamente; pensaron que se trataba de alguna manifestación de algún grupo político latinoamericano; ellos no saben que en nuestro continente iba todo el barrio a despedirte o a recibirte.
La sorpresa fue mayúscula, cuando los pasajeros comenzaron a salir, todos la vieron y quedaron sin respiración, el corazón les dejó de latir. La media naranja venía podrida, no venía sola, caminaba tomada de la mano de su enamorado cubano. Un mulato de casi dos metros, con una cuerpada que yo la quisiera. Profesor de educación física, parecía un monumento tallado en ébano. El pobre chico Jaramillo nunca se pudo recuperar de ese fatal jaque mate. Dicen que el chico, durante mucho tiempo, durmió junto a su madre, mientras que en el cuarto de al lado, estaban ellos. Gracias a la ley de reunificación familiar.
Pasaron algunos años, cuando en uno de mis viajes de vacaciones de Mozambique a Suecia, paseaba por el bello sector de Nybroplan, lugar de importantes museos, también del emblemático Gran Hotel y el famoso Teatro Dramaten. De pronto, me vino algo como un déjà vu o un flashback, no sabría exactamente cuál, pero lo que vi frente a mí, a un costado del Dramaten, era una figura conocida. Parecía ser el mismo objeto desconocido de hacía unos años, pero ahora vestido con una larga cotona blanca. Podría representar un médico, me detuve a unos metros evitando que me viera. Tenía con él un coche de guagua, pero adaptado. En lugar del asiento del bebé, había un recipiente de acero, en cuyo costado colgaba un letrero escrito a mano alzada que decía: chilenska varmkorvar (salchichas calientes chilenas/hot-dog).
Luego de abrazarnos calurosamente, nos sentamos en un escaño próximo. Después de oír el triste final de su historia con la caribeña, saqué de mi billetera un trozo de film de 35 milímetros, que guardaba hace algunos años, seguramente esperando este momento. En los fotogramas sobresalían dos figuras vestidas de negro y con casco blanco.
Días después del golpe militar publicaron un bando, que informaba que debíamos presentarnos en el lugar de trabajo. La fila en calle La Capitanía era larga. Nos mirábamos de reojo, nadie conversaba con nadie. Todos sabíamos que algunos vecinos nos habían bloqueado la salida de Chile Films para que los militares nos detuvieran. Ese 11 de septiembre pudimos escapar gracias a una pequeña metralleta, no sé si falsa o no, que, en manos de un colega provocó la estampida de los vecinos. Fue así que retiramos los escombros y logramos que nuestros vehículos escaparan bajo una lluvia de balas de las escopetas de los vecinos que ahora veíamos cómo nos observaban a través del visillo. La espera había activado mi deseo de ir al baño. Una vez que el soldado apuntó mi nombre, y yo firmé, solicité permiso. Mientras caminaba rumbo al toilette, me llamó la atención un trozo de película botado en el camino. Era lo más normal ver pedazos de film por todas partes. Sin que el soldado me viera, me agaché y lo recogí. Al observarlo a contraluz, rápidamente reconocí que una de esas figuras negras era yo. Eran fotogramas de la escena en la cual simulábamos ser miembros del movimiento Patria y Libertad, grupo armado que complotaba contra Salvador Allende, llamando a la insurrección armada. La escena suponía que estábamos en la azotea de un edificio tirando bombas molotov a los partidarios del gobierno de Allende que manifestaban su apoyo. Rápidamente lo enrollé y me lo guardé como si fuera supositorio.
El chico Jaramillo, sonriendo, me interrumpe y comenta: «Cómo sufríamos con el camarógrafo mientras filmábamos aquella escena debajo de ustedes, y veíamos volar sobre nuestras cabezas esas botellas con agua mezclada con tierra». Este trozo de film, es lo único que quedó de tu film con los marcianos. El silencio nos dominó unos segundos. Luego, el chico caminó hacia su coche. Yo observaba aquella escena como en cámara lenta. De telón de fondo colgaba un pendón que destacaba el nombre de Ingmar Bergman en el Dramaten. Juntos nuevamente, tomo el trozo de film, lo divido y entrego una mitad al chico. Debo reconocer que sus perros calientes no tenían mal sabor, igual nos hizo recordar un poco de Chile.