«Ataques cibernéticos ofensivos, ya sean disruptivos o de depredación, se han convertido en acontecimientos diarios», escribió a comienzos de este año Frank Gardner, corresponsal de temas de seguridad de BBC World, en un reportaje que analiza las características que tendría hoy una guerra entre súper potencias.
Poco antes, en diciembre de 2021, el exdiplomático francés Laurent Dominati, difundió un artículo bajo el título Bruits de bottes, guerres sans bruit (Ruidos de botas, guerras sin ruido), donde da cuenta de la multiplicación de los ciberataques de distinto signo, que conviven con conflictos abiertos o larvados en un escenario de retorno de la Guerra Fría en Europa, el Medio Oriente y África.
El tema no es nuevo, aunque crece en intensidad. En marzo de 1997, el periodista Luis Córdova publicó en la desaparecida revista chilena Interr@ un apasionante reportaje: El arte de la infoguerra. Allí destacó un renacido interés entre los estudiosos de este fenómeno por el general Sun Tzu, el oficial chino que hace 2.500 años escribió El arte de la guerra, tal vez el más antiguo tratado de estrategia militar o, por lo menos, el más vigente.
Para los «cientistas» políticos e historiadores de hoy, el estudio del griego Tucídides ha pasado a ser fundamental, no solo para entender, sino también para aplicar a conflictos contemporáneos sus categorías de análisis de las guerras entre Atenas y Esparta. Se podría decir que, del mismo modo, el repaso de la obra de Sun Tzu permite a analistas y consultores bélicos refrescar sus tesis acerca de los múltiples aspectos de la estrategia y la táctica militar.
Con ojos de ahora, el general de la China milenaria introdujo junto al elemento de la fuerza, el desgaste psicológico y, si se quiere, la propaganda y la desinformación como armas también fundamentales para abatir a un adversario y conquistar territorios. El ejemplo contemporáneo más claro es el del general vietnamita Vo Nguyen Giap, considerado el discípulo más aventajado de Sun Tzu, que venció a dos ejércitos invasores: el francés en 1954 y el estadounidense en 1975.
En su antológico libro sobre las guerrillas, La guerra de la pulga (The war of the flea de 1965, publicado en español en 1967), el periodista norteamericano Robert Taber rescató igualmente a Mao Zedong como seguidor de las enseñanzas de su antepasado chino, gracias a las cuales derrotó en un largo conflicto a las tropas profesionales del nacionalista general Chiang Kai-shek, quien terminó expulsado del territorio continental y refugiado en Taiwán.
Si el enemigo avanza, retrocedemos; si se detiene, lo hostigamos; cuando se cansa, lo atacamos; si huye, lo perseguimos. Con base en estas fórmulas, Mao llevó a cabo una exitosa guerra de guerrillas, con contingentes campesinos que siguieron estas consignas del líder comunista, cuyo principio fundamental era buscar siempre superioridad numérica y una ventaja táctica para entrar en combate.
La analogía de la pulga con la guerrilla se completaba con otra comparación: la del Estado enemigo (o Estado burgués en la terminología marxista) con un perro. Los destacamentos de pulgas guerrilleras, que se irían multiplicando y distribuyendo en todo el cuerpo del perro, lo picarían incesantemente, absorbiéndole la sangre (léase fuerza militar, territorio, recursos económicos y servicios básicos), hasta convertirlo en un Estado burgués anémico que terminaría derrotado.
Más que a una conflagración convencional de masivas movilizaciones de tropas y equipos bélicos, la ciberguerra puede asimilarse a un conflicto irregular con fuerzas guerrilleras. Con Sun Tzu como paradigma, esta guerra virtual buscaría alcanzar la mayor de las máximas del legendario general chino: «Un líder hábil es el que logra derrotar las tropas del enemigo sin luchar, el que captura ciudades sin sitiarlas».
Hace veinticinco siglos este estratega puso ya sobre la mesa otros requerimientos que han acompañado la historia de los conflictos y cuya relevancia se conserva y hasta se magnifica en la conjunción de Internet con la guerra: el desgaste del enemigo, la capacidad de engañarlo y los medios para sorprenderlo. Por eso, se habla igualmente de infoguerra o guerras de (des)información.
Si se recuerda que los orígenes de la red de redes se remontan a 1972 con Arpanet, el proyecto de enlace de computadoras encargado por el Pentágono, tal vez no debería sorprender esta recalada en la cuestión militar. Y para seguir con Sun Tzu, otra de sus máximas con un futurismo premonitorio del ciberespacio: «… si conoces a los otros y te conoces a ti mismo, tu victoria no se verá en peligro. Si conoces el Cielo y la Tierra, tu victoria será completa».
El vasto terreno virtual es escenario cotidiano de todo tipo de ataques con virus u otras municiones virtuales, desde operaciones delictuales asociadas a estafas y extorsiones, hasta mensajes seriados de odio o de inducción maliciosa para influir en conductas electorales. La posibilidad de que penetraran en él las cuestiones bélicas estuvo siempre presente, ya fuera en la ficción o en la mente de los expertos en Defensa.
Luis Córdova recordó en su reportaje la película Juegos de guerra, de 1983, en que un adolescente aficionado a las computadoras, llevado por la curiosidad, logra penetrar los sistemas informáticos para el lanzamiento de los misiles del Pentágono y está a punto de desatar el holocausto nuclear. Un tema acorde con los temores que atravesaban al mundo en esos años ante la fragilidad de una paz basada en el terror atómico.
Con la disolución de la Unión Soviética y el fin de los socialismos reales se pensó que finalizaba la Guerra Fría. Terminó como competencia por la hegemonía entre comunismo y capitalismo, pero ha recobrado actualidad en los últimos años en cuanto a la disputa de zonas de influencia en Europa y Medio Oriente entre Estados Unidos y Rusia, con sus respectivos aliados, mientras China está a la expectativa.
Así, las claves con que ahora se trazan escenarios de conflagraciones llevan a analizar los alcances de la ciberguerra de la mano de enfrentamientos convencionales. Tanto el reportaje de Frank Gardner en BBC World, como el artículo de Laurent Dominati en Lesfrancais.press, aludieron a la tensión en la frontera de Rusia con Ucrania y los riesgos de involucramiento de Estados Unidos en una eventual conflagración en esa zona.
Tensiones también constantes en la inacabada guerra civil de Siria, entre Israel e Irán, disputas de Argelia con Marruecos, conflictos internos sangrientos en Etiopía, Yemen y Nigeria y un largo etcétera de crisis humanitarias, donde el Afganistán de los talibanes aparece como el prototipo del «juego inútil de la guerra», como diría el cantautor napolitano Eugenio Benatto. Un juego inútil, pero eterno.
Gardner advierte que en materia de tecnologías bélicas sofisticadas, China y Rusia han avanzado para igualar la capacidad de Estados Unidos. Los rusos cuentan con cohetes capaces de alcanzar objetivos en la estratósfera, mientras los chinos probaron con éxito misiles hipersónicos que se desplazan a varias veces la velocidad del sonido para impactar blancos en cualquier punto del planeta.
Junto a esta creciente sofisticación de armas nucleares de gran alcance, las súper potencias buscan una mayor especialización y capacitación en la ciberguerra. Un virus informático inyectado en los sistemas computacionales que controlan el suministro eléctrico o de agua potable en una gran ciudad puede ser más efectivo que un cohete nuclear para someter al enemigo.
En los diseños de fuerzas militares seguirán influyendo sin duda los números, en términos de la masividad de ejércitos para invadir y ocupar territorios, así como las armas convencionales con que actúen. Pero tienden a ser tan importantes como ellos, destacamentos de piratas o hackers informáticos.
El Rambo con características de súper hombre será menos relevante que jóvenes de aspecto hiper intelectual, quizás vestidos con descuido o estrafalariamente, que dominen los secretos más profundos de la informática y sean capaces de penetrar las computadoras del enemigo.
¿Esto hará a las guerras menos sangrientas? ¿No será también terrible sitiar virtualmente a una ciudad condenando a sus habitantes a carecer de agua o electricidad? ¿Cuántas víctimas causaría la introducción del caos por la vía de un virus en los ferrocarriles o metros urbanos? Las preguntas quedan abiertas.