Razones, no de Estado, sino de establo.
(Baltasar Gracián, «El Criticón»)
¿En qué momento los Estados Unidos de América perdieron su futuro?
Es difícil responder a esta pregunta. Tal vez, en el decurso de la Historia, una serie de acontecimientos con un denominador común constituya un hito a partir del cual ya no exista la posibilidad del retorno y comience, a partir de ahí, la decadencia de las naciones. En general, la expansión de los imperios suele chocar no tanto con un obstáculo externo cuanto con una contradicción o disyunción interna.
Por supuesto, cuenta, y mucho, la naturaleza del obstáculo o resistencia externa, singular y objetiva. Sin embargo, la división causada por toda suerte de conflictos en el suelo patrio suele ser el motor que acelera la descomposición del propio tejido social, político, cultural… con resultados catastróficos. Así, por ejemplo, la guerra de Vietnam sembró, en el interior de los Estados Unidos, la semilla de la discordia entre los distintos componentes que articulan la sociedad civil norteamericana.
La razón de Estado exigía entonces —como ahora y siempre— el sacrificio de unos principios «sagrados» en aras de unos fines prácticos que no pretenden otra cosa que garantizar el statu quo «por el bien de todos». Argumento muy manido que, sin embargo, resulta convincente para una mayoría, la cual opta por callar ante los desmanes cometidos por no importa qué clase de gobierno situado al frente de la nación.
«Quien calla otorga», dice el refrán; y tal parece que los aparatos de Estado no hacen sino aplicar este principio en la formación de una «mayoría silenciosa» que, en la vida diaria, legitima la hegemonía de una «minoría tenebrosa» cuyos intereses priman frente a cualquier otra consideración. Así, derechos y libertades son pisoteados, criminalizados incluso, porque los mismos atentan directamente contra la sacrosanta razón de Estado, ante la cual nada pintan ya principios que son el pilar sobre el que reposa cualquier Constitución o pacto social que garantice la libertad y el bienestar de todos los ciudadanos. Lo vimos durante los largos años que duró la guerra de Vietnam. Estudiantes, intelectuales, artistas, escritores… y todo aquel que osara cuestionar los criterios del gobierno norteamericano sobre el conflicto que devastó buena parte del sudeste asiático fue objeto de persecución y escarnio, cuando no eliminado de forma expeditiva. Lo hemos visto después en las sucesivas «guerras del Golfo», asolando Irak con la excusa de la existencia de «armas de destrucción masiva» que comprometían la continuidad de la paz en Occidente. Y el mismo argumento —aunque mejor fabricado para lo ocasión— lo han desplegado para justificar las guerras de Afganistán, Siria, Libia o para seguir amenazando a Irán. Carece de importancia la ocasión elegida o el lugar designado por la implacable razón de Estado: el argumento siempre será idéntico o parecido y las pruebas, sean reales o inventadas, servirán para arrasar cualquier territorio y retrotraer al ciudadano a la condición de súbdito. Y todo ello, por supuesto, en nombre de la democracia universal, de dudosa aplicación en civilizaciones o culturas que nada quieren saber de nuestras particulares formas de gobierno.
Estados Unidos, que desde su fundación encarnó una promesa de futuro, basada en una libertad radical y en un conjunto de poderes que se compensaban entre sí para mejor desarrollar tanto su expansión cultural como su acción de gobierno, lo perdió en estas y otras batallas imposibles que, como en América Latina, mostraron su verdadera faz: la rapacidad, la mentira, la represión despiadada y cruel del oponente. Un comportamiento que ha convertido en papel mojado los principios fundamentales de su Constitución. ¿Ejemplos? Chile, Argentina, Brasil, Uruguay… aún muestran las marcas indelebles de tales prácticas.
No obstante, la Carta Magna americana ha sido, a pesar de tantos crímenes y errores cometidos, un botón de muestra, un punto de referencia para todos los demócratas que, con buena fe, han sostenido valores fundamentales en la cultura política de Occidente.
Ahí queda, como modelo a seguir, la sentencia histórica que el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictara en 1984 y según la cual no es delito quemar la bandera americana en el transcurso de un acto público, siempre y cuando la manifestación de esa disidencia se efectúe de forma pacífica. Para el alto tribunal estadounidense la libertad de expresión, como logro y principio universal, está por encima del símbolo en cuestión, porque ese derecho, protegido por la primera enmienda de la Constitución americana, es, en esencia, el alma misma de la Carta Magna.
Uno de los jueces de dicho tribunal, el conservador Anthony Kennedy, lo expresó en estos términos: «Mucha gente, incluso aquellos que han tenido el honor singular de llevar la bandera en el combate se mostrarán consternados con nuestra decisión… Pero hay veces que es necesario tomar decisiones que no nos gustan. Es irónico y a la vez fundamental que la bandera debe también proteger a aquellos que no la acatan».1
Si a los Estados Unidos aún les queda una posibilidad de reconstruir su hegemonía en este mundo, solo en base a esta filosofía política podrán hacerlo. Porque la misma ha sido la que ha guiado a los partidarios de la libertad a denunciar los abusos y atropellos de no importa qué poder al precio incluso de pagar con su propia vida el acto de hacerlo. Cuando la razón de Estado no sirve sino para ocultar apetitos e intereses inconfesables, uno no puede más que recordar a Gracián en estas sus palabras: «pero está ya el mundo tan depravado, que los mismos remediadores de los males los causan en todo género de daños… ellos popan al enemigo, porque papan de él».2
Esta, y no otra, es la clave para entender cuanto ocurre en nuestro mundo. La guerra ya no es la continuación de la política por otros medios, sino la condición necesaria para que un capitalismo sin freno ni medida siga creciendo hasta su propia extinción por agotamiento. Muchos periodistas lo saben; lo han comprobado sobre el teatro de operaciones de cuantos conflictos hayan cubierto. Lo sabemos, también, los peatones de la Historia, que sufrimos las consecuencias de decisiones sobre las cuales ya no tenemos ningún control. Y lo sabe, mejor que nadie, Julian Assange, que, prisionero en una cárcel de alta seguridad en Inglaterra, purga —sin juicio ni condena alguna— la osadía de haber puesto a disposición de quien quiera consultarlos más de 70,000 documentos «confidenciales», clasificados, que muestran las entrañas vivas del imperialismo norteamericano. En esos documentos no hablan las palabras, sino los hechos: crimen, corrupción, mentira, conspiración, saqueo. Y todo ello cubierto por un espeso manto de silencio, que, quien se atreva a romperlo, seguirá la estela de los pasos de Assange y otros periodistas puestos a buen recaudo para que nada se sepa de cuanto real y verdaderamente «se está cociendo».
El Imperio habla de traición, de ataque encubierto, de colaboración vergonzosa con el «enemigo», de revelación de secretos que afectan gravemente a la «seguridad nacional». La verdad es muy otra: la razón de Estado, o por mejor decir, de establo, ha prevalecido frente a la libertad de expresión, la cual ha puesto al descubierto las maquinaciones, los tejemanejes y enredos, las infinitas variantes que adquiere la corrupción del poder. De un poder que a nadie tiene que rendir cuentas, pues goza de total y absoluta impunidad.
De todo ello hemos podido hablar recientemente con el juez Baltasar Garzón (coordinador de la defensa internacional de Julian Assange) y con Clara López Rubio, correalizadora, junto a Juan Pancorbo, de la película Hacking Justice, narración pormenorizada del calvario que sigue sufriendo, desde hace diez años, el periodista Assange por difundir —a través de la plataforma WikiLeaks— verdades que muchos preferirían mantener en un insondable silencio.
En efecto, asociaciones culturales, medios de comunicación, abogados, profesionales de la salud e instituciones de la ciudad de Aviñón (Francia) organizaron recientemente (jornadas del 8 y 9 de octubre de 2021) un encuentro con el juez Baltasar Garzón, purgado de la carrera judicial en España por investigar crímenes de lesa humanidad cometidos por el franquismo a lo largo de cuarenta años de ignominia. Buena parte de esas jornadas se dedicó a tratar de la indefensión en la que se vive Julian Assange, reclamado por el gobierno de los Estados Unidos para ser juzgado por el «delito» de revelar secretos oficiales a los que cualquier ciudadano al corriente de sus impuestos tiene derecho de acceso, por mucho que cualquier poder ejecutivo diga lo contrario.
Gracias a la película sobre su caso (Hacking Justice) y a las informaciones suministradas por el juez Garzón, el público aviñonés pudo conocer de primera mano el estado de postración en que se encuentra Julian Assange, y, con él, la libertad de expresión. Una libertad herida de muerte por actos que nada tienen que ver con la democracia que tanto se predica y exporta. Más bien la «democracia» sirve —tal y como algunos la entienden— para ocultar, tras una trama inextricable, asuntos y negocios que atentan directamente contra la soberanía popular, la transparencia y la ética a la que debe estar sujeto cualquier miembro de no importa qué gobierno.
Así pues, y si bien los grandes rotativos internacionales no se posicionan sobre lo ocurrido alrededor de la plataforma WikiLeaks —como si la causa que defiende el periodista Assange no fuera con ellos—, hemos visto que tanto el gobierno de México como la sociedad civil de la ciudad de Aviñón y de otras ciudades del mundo, tienden una mano abierta y solidaria para reclamar no solo la excarcelación del periodista, sino la plena libertad de expresión cuando esta sirve para denunciar los desafueros de la razón de Estado. Ello, claro está, se concreta en una oferta de asilo político para Julian Assange, expulsado —como todo el mundo sabe— de la embajada de Ecuador en Londres, cuando el poco leninista Lenin Moreno inclinó la cerviz ante Donald Trump, que en aquel entonces ejercía poco menos que de dios del Olimpo.
Estos que vivimos no son sino tiempos revueltos; ¿pero acaso no lo fueron siempre? Los derechos que con tanto esfuerzo hemos conseguido a lo largo de una larga lucha histórica en pos de la libertad y el compromiso están siendo cuarteados o directamente suprimidos, y la doble pregunta que muchos nos hacemos no es otra que esta:
¿Ha de someterse la libertad de expresión a la razón de Estado? ¿No es esta última la que ha de dar cuenta, sin trampas ni cortapisas, de todos y cada uno de sus actos ante los ciudadanos?
En la respuesta se encierra el destino del Estado moderno y de la democracia que, a pesar de todo, seguimos defendiendo.
Notas
1 Carlos Mendo. El País, Crónica enviada desde Washington el 23 de junio de 1989.
2 Baltasar Gracián, El Criticón. Biblioteca Castro, Turner. 1993, p. 82.