Imaginemos por un momento la Cuba que quieren las personas cubanas y, también, las no cubanas que nos sentimos cercanas a la isla. Y que no son, ni somos, extremistas que sueñan con una invasión de los marines, ni fundamentalistas del comunismo antediluviano opuestas a cualquier cambio —por las razones que sean, incluyendo el miedo a que pueda cuestionarse su poder o sus privilegios.
Imaginemos que estamos en julio de 2024, tres años después de las manifestaciones que reunieron a miles de personas en San Antonio de los Baños y en Palma Soriano y que se extendieron a La Habana, Santiago, Santa Clara y otras ciudades. Así que, han pasado tres años desde aquella primera reacción del gobierno ante los atrevidos que gritaban «libertad», cuando llamó a todos los revolucionarios a tomarse las calles e impedir esas «provocaciones»; y ha transcurrido también un tiempo suficiente como para que la nueva dirigencia cubana pudiera digerir con calma lo sucedido, actuar con prudencia y tomar un conjunto de medidas sensatas.
La nueva dirigencia partía de dos ventajas para analizar correctamente la situación. La primera: formaba parte de una generación que no había combatido en Sierra Maestra ni enfrentado aquel desembarco calamitoso organizado por la CIA con el exilio cubano en Playa Girón. No estaba presa, por tanto, por el lema «Patria o muerte», que había convocado y unido a la generación anterior; y no lo estaba, no ciertamente porque EE. UU. hubiera cedido en aquel momento en su acoso a la isla, sino porque las posibilidades reales de una invasión gringa eran ya demasiado remotas como para determinar la política doméstica. Al contrario, la nueva dirigencia, antes incluso de los sucesos acaecidos tres años atrás, ya estaba convencida de que la mejor manera de enfrentar la hostilidad gringa era elevar el nivel de vida del pueblo. La mejor y la única. El lema «Patria y vida», coreado por los manifestantes aquel julio de 2021, era compartido por la nueva generación de dirigentes, lo admitiesen o no.
Segunda ventaja: la nueva dirigencia tenía derecho a una oportunidad para demostrar su voluntad de cambio. Al cabo, no había cumplido ni dos años al frente del país cuando estallaron aquellas protestas. ¿A quién, mientras no cometa asesinatos y masacres contra su pueblo, se le pueden negar al menos cinco años de ejercicio de gobierno para que pueda mostrar la validez de sus planteamientos?
Los nuevos dirigentes, hay que señalarlo, no eran para nada recién llegados a la política, sino que habían tenido la oportunidad de foguearse cerca del poder. Sin duda compartían las decisiones tomadas por Fidel entre 1959 y 1989 cuando, después de vencer a Batista, EE. UU. no cejó en su acoso mientras la URSS tendía una mano amiga. ¿Qué otra salida quedaba, en plena Guerra Fría, que estrechar lazos con la Unión Soviética? Pero, tras la caída del Muro de Berlín, fueron más críticos, abierta o veladamente, cuando Fidel y sus allegados pusieron tantas trabas a las reformas que requería el sistema económico. Si el mundo se había transformado tanto, ¿cómo iba a dejar Cuba de adaptarse a esos cambios?
Cierto que el poderío norteamericano trataría de aprovechar cualquier rendija liberalizadora para «colar» su sistema, pero, aunque esa era una razón de peso para evitar las reformas, había otras de mayor calado para aplicarlas. La primera: elevar el nivel de vida del pueblo, como habían logrado en Vietnam o en China.
Fidel, durante el período especial, había llegado a autorizar cierta apertura, permitiendo los llamados mercados libres campesinos y determinadas actividades por cuenta propia, junto con la promoción del turismo y la autorización para que la gente pudiera recibir remesas en divisas; pero esas medidas las tomó a regañadientes. En cuanto Chávez garantizó el suministro de petróleo venezolano a buenos precios y otorgó así un respiro a la isla, el Comandante «mandó parar» el proceso reformista.
Cuando en 2008 Raúl sucedió a Fidel, las reformas experimentaron un nuevo empuje. Coincidió con aquel momento dulce que creó Obama, cuando los turistas de EE. UU. se multiplicaron por cinco y las restricciones al envío de remesas desde el lado estadounidense fueron eliminadas. Entonces se abrieron nuevos hospedajes y «paladares», se permitió un incipiente mercado inmobiliario, se aprobaron nuevos trabajos por cuenta propia y se autorizó a los cubanos a viajar libremente fuera del país. Y algo muy importante: en 2016, durante el VII Congreso del Partido Comunista, se aprobó sobre el papel la propiedad privada de los medios de producción. Quedó recogida en el documento «Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista». Los propietarios, cubanos o extranjeros, podrían constituir pequeñas y medianas empresas (PYMES). Pero Raúl no se atrevió a ir más lejos y se perdió aquella penúltima oportunidad de dar un gran empujón al desarrollo económico cubano —y, seguramente, la de firmar a un pacto honorable con EE. UU.
Así que, las nuevas autoridades, conscientes de que las manifestaciones de julio de 2021 expresaban sobre todo el hartazgo del pueblo por las penurias económicas, y conscientes también de que el tiempo se agotaba y de otros graves problemas, como que la tasa de inversión en Cuba era de las menores de América Latina, o de que los niveles de pobreza y de desigualdad eran comparables a los promedios de la región, se puso manos a la obra: autorizaron las PYMES privadas —decreto Ley número 46 en la Gaceta del 19 de agosto de 2021— y en los siguientes años las promovieron, permitiéndoles acceder a créditos, contratar mano de obra, realizar operaciones bancarias, importar insumos e invertir en I+D y en innovación; además, multiplicaron la cesión de tierras estatales ociosas para su cultivo, liberalizaron los precios de los alimentos —aunque mantuvieron «la libreta» para las personas con menos recursos—; autorizaron la inversión extranjera en sectores que hasta entonces no habían sido contemplados y ampliaron aún más el trabajo por cuenta propia. Numerosas trabas absurdas en las que nada tenía que ver el bloqueo norteamericano, fueron eliminadas.
Cierto que había preocupaciones. La primera: que al liberalizar la economía podría incrementarse más la desigualdad. La segunda, que cuando la población tuviera más independencia económica, la contestación al régimen podría aumentar. Pero sin acelerar las reformas, el riesgo era mucho mayor: otro levantamiento popular, tal vez superior al de julio de 2021. El crecimiento del PIB de los años previos a las protestas había sido prácticamente nulo, cuando no negativo. Urgía la legitimidad que traería el éxito económico o, de lo contrario, Cuba podría acabar como la Nicaragua de los Ortega: otro estallido social, un desborde de las fuerzas policiales, la entrada en escena de paramilitares, muertes por centenares y un líder que en su día fue progresista convertido en un tirano. Y entonces sí, los sacrificios realizados durante 60 años para construir una sociedad que devolviese la dignidad al pueblo cubano y que lograron avances tremendos en salud, en educación o en el desarrollo de la biotecnología o del deporte, habrían sido en vano.
Y, sobre las desigualdades, la realidad es que en 2021 habían llegado a un punto en el que eran inaguantables. La isla hacía tiempo que había dejado de ser un modelo de igualdad social. Lo que correspondía ahora era que el Estado utilizase todas las palancas a su alcance para redistribuir la riqueza que fuese generando el crecimiento, comenzando por una política fiscal progresiva y una política presupuestaria de calidad.
Cambios políticos
Claro que había otra vía para ganarse la legitimidad: someterse a unas elecciones. Pero, ¿era esa la respuesta más oportuna ante la demanda de cambios políticos de parte de la población? Parecía poco inteligente arriesgarse a transformar el modelo político a la vez que el económico. Lo primero era salvar la economía. Además, los más conservadores del régimen, esos que tantos palos habían puesto en las ruedas de las reformas hasta julio de 2021, se opondrían frontalmente. Pero, por otra parte, ¿no había reconocido la Constitución de 2019 derechos humanos fundamentales, como la libertad de reunión, asociación, opinión, expresión y manifestación?
Después de abrir vías de diálogo con distintos sectores sociales, los artistas, el mundo de la cultura, el campesinado, las mujeres, los trabajadores/as, el estudiantado… la nueva dirigencia tomó algunas medidas impostergables. La primera: dejar en libertad sin cargos a las personas detenidas en los sucesos de julio de 2021. Toda protesta pacífica, de entonces en adelante, sería permitida. Así que, se ampliaron las libertades individuales, pero sin tocar la estructura política; las asambleas del poder popular, la preeminencia del partido único, quedaron, de momento, como las dejó Fidel.
El gobierno sostuvo conversaciones discretas con la oposición moderada, tanto de Cuba como de Miami. Tanteó: ¿estaría dispuesta a dar una tregua, a apoyar las reformas, a invertir en Cuba y, sobre todo, a clamar contra el embargo a cambio de un referéndum, más adelante, en el que se preguntaría al pueblo, con todas las garantías, si deseaba continuar con un régimen de partido único o si prefería un sistema similar a las democracias occidentales?
Los sectores extremos, tanto del régimen como del exilio, se soliviantaron, pero la pinza que tantas veces había funcionado entre aquellos que se alimentaban mutuamente, esta vez quedó desactivada. La nueva dirigencia y la oposición moderada sabían que las cosas empeorarían con más intransigencias. Y aunque la derecha irredenta, la de Miami y la internacional, intentó capitalizar el descontento popular en Cuba en estos tres últimos años, no lo consiguió. En cuanto la pandemia originada por la covid quedó bajo control, las medidas económico-monetarias tomadas en 2021 quedaron listas para surtir efectos positivos, aunque se necesitaba con urgencia multiplicar las divisas que entraban en el país para que el éxito se materializase. El ajuste monetario, sin un buen colchón de reservas, dejaba un costo social enorme.
El apoyo de la comunidad internacional
El gobierno pidió entonces apoyo a la comunidad internacional para respaldar y culminar su plan de reformas. Una opción era contar con financiación de los organismos financieros internacionales en cuyos directorios se sentaban, sobre todo, representantes de los países ricos. Europa —con España al frente— no lo dudó y EE. UU., con Biden al frente, sopesó cuidadosamente las alternativas. Por un lado, era una buena oportunidad para buscar una salida digna a uno de los pocos diferendos que quedaban pendientes de la Guerra Fría. Además, el acoso nunca había dado resultado. Pero, por otro lado… la liberalización buscada por los cubanos, EE. UU. bien lo sabía, aunque pretendía construir algo diferente al sistema socialista centralizado que no había dado resultados en 60 años, buscaba también un sistema distinto al capitalismo neoliberal, depredador, privatizador, excluyente y dependiente que había campeado por América Latina, si acaso con un par de excepciones como Uruguay y Costa Rica. En suma, los cambios no pretendían para nada emular el modelo norteamericano.
China, que había sacado a 800 millones de personas de la pobreza en los últimos 40 años, dejaba algunas enseñanzas: ¿acaso no conservaban allí empresas de propiedad estatal que mantenían un gran poder en sectores clave, como las comunicaciones, la energía, o el sistema financiero…? Entonces, ¿por qué no revisar en Cuba lo que se quería mantener en el área pública y lo que podía privatizarse? La sanidad, por ejemplo, no habría ni que preguntarlo. O la educación. Pero, los restaurantes, las discotecas, los pequeños hoteles, las compañías de taxis, el comercio minorista… ¿por qué desgastar las energías del sector público en actividades que el sector privado podía llevar a cabo perfectamente?
Finalmente, Biden consideró absurdo ahondar en la crisis cubana. Un mal cálculo podría disparar por cuarta vez, después del triunfo de la revolución, el éxodo del Mariel y la crisis de los balseros, la llegada de docenas de miles de emigrantes a las cercanas costas de Florida. Así que, a la vez que Cuba obtuvo financiación multilateral para su reforma, Biden anuló de un plumazo las más de doscientas regulaciones que había aprobado Trump para retorcer, sin conseguirlo, la voluntad cubana. De nuevo, se podrían enviar remesas familiares sin restricciones —con las que mejoraría el consumo familiar y la inversión de las PYMES—; el turismo podría visitar la isla; y se suspendía la aplicación del título III de la Ley Helms Burton, mientras el Congreso tramitaba su derogación completa. La entrada de divisas no se hizo esperar.
¿Cómo el inmovilismo autoritario de un modelo leninista de partido único pudo llegar tan lejos? Pues, simplemente, haciendo de necesidad virtud. Lo indiscutible era que la juventud cubana, con un elevado nivel formativo y grandes expectativas sobre su futuro, solo había conocido la precariedad material y la falta de libertades ciudadanas. Quería más, mucho más, o seguiría rebelándose o huyendo de la isla. El cambio, por las buenas o por las malas, era inevitable.
¿Un final feliz? ¿Veremos aquello que tantas personas y organizaciones progresistas, de Cuba en primer lugar, desearon siempre para la isla, un modelo de justicia social y de libertades ciudadanas? Nadie dice que sea fácil, pero la esperanza es lo último que se pierde. La nueva generación de dirigentes tiene la palabra.