Corría el año 2001. Volver a Chiloé, por tercera vez, representaba un desafío aún mayor que las anteriores visitas. El viaje a esta mágica isla era en compañía, nuevamente, de mi querido amigo de juventud en el Liceo Aminátegui, Hiranio Chávez. Hiranio es un destacado etnomusicólogo, ex director artístico del Ballet Folclórico Nacional de Chile (BAFONA). Habíamos acordado hacer este nuevo viaje con diversos propósitos. Hiranio tenía como objetivo realizar una investigación etnográfica y etnomusicológica con el maravilloso Canahue, personaje ícono de la cultura chilota, quien consideraba a Hiranio como su hijo. Yo, buscaba encontrar algún barco encallado en el cual realizar algunas escenas de mi proyecto cinematográfico titulado Horcón, al sur de ninguna parte. Otro de mis propósitos era visitar Quemchi, y encontrar el lugar donde había nacido Francisco Coloane, a quien conocí en Mozambique, con quien mantuve una bella amistad y colaboración. Aún tengo pendiente la realización de un audiovisual sobre Coloane, aprovechando el maravilloso material grabado que conservo como hueso santo.
Con el tiempo he llegado a comprender que el documental que resultó de este viaje, titulado Canahue, de Calen, resultó ser un verdadero homenaje a la destacada labor de investigación que Hiranio ha desarrollado, incansablemente, a lo largo de su fecunda trayectoria. Cómo olvidar el privilegio que tuvimos con Guido Cirano, quien fue parte de esta aventura, de vivir y presenciar momentos mágicos que nos ofreció Hiranio, cuando entrevistó a su comadre Ruperta Vásquez; o cuando grabamos parte de un novenario en recuerdo de un chilote fallecido en Punta Arenas. Para qué decir de la fantástica conversación con Canahue, cuando cuenta: «Fui a Dalcahue y me robaron la guitarra que tenía. No sé si me la robaron o escondieron, no lo sé. Y de ahí que tengo una guitarrita mala que tiene cuatro cuerdas, pero...»
-Hiranio: ¿Oye, y ahora cómo la afinas?
-Canahue: «Esté así, qué sacamos con afinarla, si le falta la primera, le falta la segunda».
Mi segundo desafío por la ruta al sur, rumbo a la isla, fue en 1977, en compañía de mi ex esposa sueca y una amiga de su embajada. Me preguntaron si sabía manejar. Obvio, respondí de inmediato. Hasta ese momento la única vez que había conducido un vehículo, fue apenas una vuelta a la manzana de nuestra calle Ladrillero, en Quinta Normal, en una vieja citroneta que mi hermano Fernando había comprado. Fui donde mi amiga Ana María, que trabajaba en la Municipalidad. Le conté lo del viaje, y le aseguré que sabía manejar. Siempre pensé que eso era solo cuestión de tenerse confianza. Ante mi insistencia, Ana tuvo que ceder y me consiguió el carnet de conducir sin pasar por ningún examen, pero rogándome que, si me pasaba algo, no se me ocurriera aparecer por la Municipalidad de Quinta Normal. Durante el viaje, las suecas aprovecharon de hablarlo todo, en ese extraño idioma que años más tarde yo aprendería. Recuerdo que el único inconveniente que tuve fue cuando se me ocurrió ir al mercado de Chillán a comer un rico puré picante con longanizas y tuve que estacionarme en marcha atrás en un espacio bastante reducido. Hice un par de intentos sin éxito, mientras unos taxistas reían sin disimular. Fue finalmente mi mujer quien logró parquear el escarabajo.
Mi primer viaje a Chiloé fue también con Hiranio; éramos parte del Ballet Folclórico Nacional. Hiranio, como director artístico y yo, como parte del staff técnico. Este viaje fue unos meses después de la participación del ballet en el Festival de Viña del Mar, en el verano de 1974. Viajamos en un incómodo bus de carabineros. El ballet pertenecía al Ministerio de Educación. Eran los primeros años de la dictadura militar y todos los integrantes del elenco caían bajo la sospecha de ser izquierdistas. Un gran número de ellos eran docentes. En el bus íbamos custodiado por guardias armados que viajaban junto al elenco y, como privilegio adicional, contábamos con la presencia de un jeep militar, que amablemente nos abría camino. Todos sabíamos que el chofer escuchaba y reportaba. Recuerdo que, en Chillán, el alcalde o jefe de zona, era un joven militar que había decidido retomar la oficialidad días antes del golpe de Estado. Nos pasó a buscar al hotel para llevarnos a conocer parte del paisaje de la zona. Conducía a gran velocidad su bello Mercedes Benz. Yo intentaba descifrar qué se traía entre manos.
Hiranio, que viajaba de copiloto, iba casi inmóvil. Finalmente, llegamos a Nahueltoro, lugar cerca de la cordillera. El objetivo del viaje era mostrarnos una vieja casona que él identificaba como una ex escuela de guerrilla. Recuerdo que en un gran salón señorial había una enorme pizarra donde se lograba ver algunos dibujos o mapas que, supuestamente, dibujaron los guerrilleros imaginarios. De regreso a la ciudad nos relata que el día anterior al golpe de Estado pusieron droga en la comida de un grupo de conscriptos a los cuales, esa noche, transportaron semidormidos rumbo al centro de Santiago. Hiranio, casi no respiraba; yo, desde el asiento trasero miraba al sujeto a través del espejo retrovisor, mientras seguíamos escuchando su historia. «Me van a creer», decía. «Yo siempre pensé que disparar a matar era algo terrible, que me atormentaría el resto de mi vida. Pero la verdad es que no sentí nada».
Con Hiranio no hacíamos ni el más mínimo gesto. Teníamos claro que nos estaba poniendo a prueba. La siguiente provocación, que inocentemente pensamos que habíamos salvado, fue cuando nos hicieron actuar para los presos políticos en la isla Quiriquina. El gran final estaba reservado para el viaje al extremo norte del país. Era mediados de 1975. Esta vez, nuestro medio de transporte era nada menos que el Aquiles, barco transporte de la Armada Nacional. Embarcar en Valparaíso y tener que navegar cerca de 1700 kilómetros con toque de queda, era algo insólito, o al menos surrealista. Realismo mágico del mejor.
El primer conflicto se presentó cuando Hiranio se planteó realizar un ensayo de las coreografías que se presentarían en Arica e Iquique. Citó al cuerpo de baile muy temprano. Ordenadamente, el elenco comenzó abordar parte de la cubierta en la proa del barco. Bajo un sol radiante salían tras bambalinas, rigurosamente vestidos con sus típicas mallas negras. Todos muy alegres, esbozaban una leve sonrisa e iniciaban los primeros movimientos coreográficos, cuando se escucha de pronto un pito que sacudió los tímpanos de todos. Desde un altavoz se escucha la orden de abandonar inmediatamente la cubierta. Todos quedamos desconcertados, nadie entendía el motivo. Hiranio, al salir del despacho del comandante, nos relató la razón de aquella insólita orden. La explicación que esgrimió el comandante fue que las bailarinas, al usar esas mallas, podían alterar la conducta de la tropa. Pero ese no sería el último episodio conflictivo de esa «fellinesca» travesía náutica. El momento más complejo, fue cuando zarpábamos desde Arica rumbo al sur.
Unas horas antes, cuando el sol se posaba en el horizonte, tres integrantes del elenco solicitamos autorización para descender de la nave. La razón que dimos al guardia fue que debíamos realizar una corta presentación musical en una especie de peña folclórica, en el centro de la ciudad. Luego de casi una hora, retornamos al puerto para abordar nuestra nave. No fue tarea fácil subir la escalera del barco manteniendo el equilibrio, sin despertar sospechas de la guardia.
Esa noche, cuando ya navegamos de regreso, y bajo el toque de queda, nos reunimos en uno de los camarotes, un grupo de no menos de quince integrantes. Fue en ese momento que los tres estuches de las guitarras que habían bajado vacíos, hacían su aparición, repletos con latas de cerveza.
El toque de queda nos obligaba a un volumen bajo en nuestra conversación. Todo terminó abruptamente por el estruendo de una feroz patada en la puerta que interrumpió el grato momento. Tres enormes marinos, armados como comandos, a punta de insultos y cañón amenazante, nos hicieron abandonar el camarote. A Hiranio y la directora general del ballet, la señora Silvia Ruz, reunidos con el comandante, desde las 8:00 de la mañana, les resultó casi imposible hacerle entender al alto oficial que, entre los bailarines, hombres y mujeres, era lo más normal estar con poca ropa, que eso no significaba partusa. Finalmente, el comandante aceptó no desembarcarnos en Iquique. El final de ese surrealista viaje, fue el despido del noventa o más porciento de los integrantes del ballet.
Las hermosas experiencias vividas con mi hermano Hiranio se remontan a las increíbles peripecias de aquellas famosas tomas del Liceo Amunategui, a finales de los años sesenta. Cuando nuestra lucha estudiantil era por conseguir la construcción de un nuevo local para nuestro viejo y glorioso liceo. Una autentica metáfora de la lucha que en ese mismo instante se daba a nivel país. El más reciente trabajo fue cuando Hiranio me ayudó con la coreografía de unas escenas muy locas de mi largometraje Horcón, al sur de ninguna parte. Escenas mágicas, con el magnífico y multifacético Francisco Copello, con el gran actor nacional Jorge Rodríguez, con el destacado Alejandro Castillo, Juan Pablo Sáez, Patricio Branbilla, François Soto, Julia Beerhold, Claudio Viancos, Zita Pessagno, Eugenio Morales, y Radomiro Spotorno. Film que cuenta el sueño frustrado de una sociedad por causa de un golpe de Estado.
Cuando escribo estas letras, en junio de 2021, sufrimos una pandemia que ha puesto a todo el mundo en alerta y a reflexionar que debemos hacer algo distinto con nuestras vidas. Que no podemos continuar dominados por el individualismo, el egoísmo, el consumismo, por las inequidades existentes en todo el planeta. La falta de diálogo impide lograr un consenso que permita que surja una sociedad donde todos se sientan con el derecho de coexistir con sus diferencias. Se me vienen a la mente imágenes del documental Canahue, de Calen; film sobre ese viejo maravilloso chilote, lleno de sabiduría y de todo aquello que hace mágica a esa isla. Ese espíritu de comunidad, de solidaridad, que se manifiesta en el curanto, en las novenas, y principalmente, en las mingas, donde el individuo es un eslabón más del trabajo comunitario, compartido con alegría y esperanza. Espíritu que tanto necesita el mundo hoy.