Ocurrió que, a principios de 1665, la Royal Society, en ese momento la única agrupación filosófica de su tipo, publicó un texto que llamó la atención de toda persona que tuviera tan solo un poco de curiosidad por los nuevos conocimientos. En virtud del asunto tan novedoso del que trataba, el texto cautivó también a quienes eran ajenos a los intereses más finos por la naturaleza. Gente de toda clase dentro y fuera de las disciplinas científicas quedaron sin palabras ante él. Artistas y mercaderes, músicos y escritores, aventureros y monarcas, todos fueron encantados por aquella pequeña gran maravilla. Samuel Pepys, quien hizo mucho más que escribir solo diarios, lo llamó el libro más ingenioso jamás escrito. Baruch Spinoza, que hablaba hebreo y holandés junto al castellano y el latín, pero ignoraba lo mínimo del inglés, hizo un berrinche por no poder leerlo.
Se llamaba Micrographia, y para ese entonces Robert Hooke, su autor e ilustrador, ya era considerado uno de los personajes más brillantes del momento. Frágil y enfermizo durante la infancia, el sacerdote anglicano que fue su padre se encargó de llevarlo por lo que le pareció el buen camino; un asunto doméstico en el que se le inculcó el amor por la Corona inglesa y la humildad ante el Trono de los Cielos. Maestro para los idiomas y la geometría, con manos hechas para la música y la pintura, Hooke se interesó, además, en las ciencias y la mecánica. Estudió en Christ Church, Oxford, luego de que la muerte del padre le diera un respiro, y fue ahí donde conoció a Robert Boyle, de quien fue asistente en la construcción de bombas de aire y elaboración de principios sobre la expansión de los gases. Hizo fortuna como arquitecto y urbanista después de que Londres ardiera en 1666; discutió como una comadre contra Isaac Newton por el derecho a la autoría de la Ley de Gravitación Universal. Su nombre fue conocido y grande por participar en la fundación de la Royal Society y elevarla en prestigio tras la publicación de su Micrographia.
Aquel libro nació del interés que los filósofos naturales sentían por los lentes de aumento, en especial los que permitían inmiscuirse en los mundos más diminutos. Aunque estos ya existían previos al siglo XVII, solo hubo que esperar poco tiempo para que alguien introdujera innovaciones en el proceso de tallado de lentes convexas y diseñara los primeros microscopios después de que Galileo apuntara el cielo con su telescopio. Hooke no fue el primero en observar insectos, pastos, musgos o muestras de orina y esperma a través de su microscopio. Lo hicieron Christian Huygens y Antoni van Leeuwenhoek en Países Bajos. Lo mismo también incontables otros en toda Europa, ninguno de los cuales tuvo la iniciativa de Hooke en preservar lo visto como ilustraciones de gran formato.
No se trataba de cualquier tipo de ilustraciones. Hooke dibujaba con la misma destreza con la que construía los instrumentos científicos de Boyle; un matrimonio de talentos que en esos años era más bien deseable en lugar de curioso. El propio Galileo tenía entrenamiento en las habilidades de los artistas que se aprecian. Sabía utilizar el lápiz y el pincel, conocía las teorías de perspectiva, luz y sombra que se impartían en los talleres de los maestros pintores, y fue así como dedujo la existencia de irregularidades en la superficie de la Luna mientras que otros tantos sabios de entonces la consideraban lisa como un lienzo. Hooke presentó al mundo un texto técnico y artístico que maravilló y conmocionó. Cuidadas todas las minucias, los suyos fueron los primeros dibujos claros y precisos de lo que se encuentra en reinos tan pequeños que no pueden ser apreciados. Hormigas, pulgas y mosquitos del tamaño de láminas que se pliegan dentro del libro, ojos de mosca detallados como si fueran la cristalería pintada de una catedral, minerales y granos, cortes transversales de plantas y corchos. Los insectos, esa escoria de mataderos y lodazales, ahora desfilaban no como parásitos, sino como otro de los prodigios de la naturaleza. Flemas y orina, la materia más vil y corriente, se mostraban como entramados que probaban que la red de complejidades con la que se teje el universo podía encontrarse también en las escalas más humildes.
Para la Royal Society, Micrographia fue un sello de éxito en el que se concentraron todos los ideales modernos que ella representaba: observación, estudio y conocimiento a base de la experimentación. A solo cinco años de haber sido fundada, y ennoblecida por decreto de Carlos II de Inglaterra, el libro la enmarcó en la consciencia inglesa y continental como la más importante institución encargada de velar por el progreso de la ciencia, acercándola más al humanismo que comenzaba a estar en boga.
Fue también un panfleto de propaganda técnica. Junto con el telescopio, el microscopio demostró que existían realidades complejas y dignas de estudio en las escalas más allá de lo perceptible. De pronto, el viejo debate sobre la fiabilidad de los sentidos volvía a ser relevante. Si la mirada por ella misma era incapaz de abarcar lo más grande y lo más minúsculo sin la ayuda de los instrumentos necesarios, entonces ¿cómo se podía afirmar que para conocer la totalidad de lo real tan solo era necesario valerse del razonamiento y la información obtenida por los órganos sensoriales?
La idea colgaba ya del aire desde las primeras tentativas hechas con lentes de aumento, pero no fue sino hasta la aparición de Micrographia que tomó fuerza. No era lo mismo escuchar a alguien hablar sobre la estructura del exoesqueleto de un saltamontes, que apreciarla uno mismo en un grabado rico en detalle, grande como un cachorro pekinés. En pocas semanas, el libro de Hooke se convirtió en el primer bestseller científico.
Previo a su publicación, solo un puñado de hombres tenían acceso a telescopios y microscopios, los últimos mucho más complicados de fabricar. Aunque existían negocios que se dedicaban a su venta, los precios estaban por encima del presupuesto de muchos juristas, doctores e incluso otros filósofos naturales, ya no se diga de un mero aficionado. Común era que los mismos estudiosos pulieran sus propias lentes, fabricaran arneses y montaran instrumentos caseros, casi siempre utilizando técnicas artesanales que no salían de sus libretas de notas. Si alguien deseaba mirar por el objetivo de alguno de estos aparatos, lo común era encontrarse con sus dueños; hacerles una visita social, charlar un poco, beber otro tanto, observar el infinito en un trozo de cielo o en una gota de agua.
El panorama que ofrecía la nueva tecnología enalteció el ateísmo de quienes encontraban bajo las lentes grados más profundos de organización material y biológica, así como la espiritualidad de quienes veían ahí la firma de un artista refinado. Los teístas razonaban que, si Dios se había tomado el tiempo en hilar las celdas de un pedazo de corcho, las fibras del pasto, o los ojos compuestos de las moscas, en embellecer a las criaturas más insignificantes y armonizar las lunas de Júpiter y las más lejanas estrellas, entonces su obra no solo era más vasta de lo que cualquiera pudiera imaginar, sino más misteriosa, y solo podría desentrañarse con la herramienta adecuada. Era un argumento con el que el creciente puñado de pensadores seculares coincidió solo en su practicidad: se necesitaban mejores instrumentos para hacer nuevas y más exactas investigaciones.
La evolución que los instrumentos técnicos han sufrido desde entonces sigue, en cierta forma, esos pasos teológicos. La historia de la filosofía, que devino en ciencia, siempre ha ido de la mano del misticismo y de lo oculto, y no fue sino hasta el siglo XIX cuando se trazaron fronteras bien definidas entre ambos países de la experiencia humana, nada de lo cual ha evitado que, a lo largo de los años, ciertos luminarios se interesen en materias de la noche. Isaac Newton, que en 1703 presidió la Royal Society tras la muerte del molesto Robert Hooke, invirtió gran parte de su esfuerzo en la alquimia y la especulación profética de las Escrituras. Marie y Pierre Curie gustaban de participar en sesiones de espiritismo, Max Planck se interesó en los fenómenos de la percepción extrasensorial y, ya en días modernos, gente como Freeman Dyson han hecho otro tanto de lo mismo. La cantidad de intelectuales que se ocultan aun en el baúl de lo anómalo es considerable, y muchas veces solo se necesitan de dos o tres bebidas para que salgan a sincerarse. Arthur Koestler apuntó hace tiempo que el progreso científico está lleno de caprichos, duendes y sombras, que no es tan racional como le gusta pavonearse y que el propio acto del descubrimiento, al igual que la creación artística y literaria, requiere de esos momentos de divina locura para llevarse a cabo.
Aunque siglos antes Demócrito había especulado sobre los componentes que forman la materia, el atomismo, no fue sino hasta la aparición del microscopio que la posibilidad de estudiar escalas menores gracias a la tecnología se hizo una obviedad. Los microscopios de electrones y fuerza atómica, esos con los que hoy se aprecian objetos más pequeños que la longitud de onda de la luz, son los descendientes sofisticados de los instrumentos que Robert Hooke utilizó para escribir y dibujar su Micrographia. Junto al Modelo Estándar y los descubrimientos de los aceleradores de partículas, alimentan la vieja idea de un «suelo», una base sobre la que se construye la realidad.
Pero como toda tecnología, las ideas también tienen sus límites y grietas. Físicos del laboratorio Fermilab, luego de un experimento llamado Muon G-2, piensan que han llegado a confirmar una de varias desviaciones entre lo observable y el Modelo Estándar de la física de partículas; un asunto de campos magnéticos que no se comportan como deberían comportarse alrededor de los muones, partículas casi 200 veces más masivas que los electrones, pero aun así de increíble pequeñez. Hay quienes piensan que esto sugiere solo una revisión al Modelo; otros hablan de una física nueva. La matemática, por lo general, no miente. El espíritu humano, en cambio, lo ve todo según la mitología de su época, y la nuestra se escribe con los códigos de la medición y la finitud.
Dentro de las muchas historias apócrifas de la ciencia, se dice que en una ocasión un sabio, según Stephen Hawking en su Breve Historia del Tiempo se trataba de Bertrand Russell, dio una charla sobre cosmología moderna en una universidad o sala de prestigio. Al final de la conferencia, una mujer le replicó que todo eso de lo que acababa de hablarles era muy interesante, pero falso, pues el mundo, era obvio para cualquiera, descansaba sobre el caparazón de una tortuga. El intelectual, puede ser que con una sonrisa, le preguntó a la ingenua que, si ese era el caso, entonces ¿sobre qué descansaba la tortuga en el vacío? La señora, muy ufana ella, contestó que, desde luego, sobre otra tortuga. Y esta sobre otra más, y así hasta el infinito.
Tal vez no se equivocaba; su único pecado fue expresarse con otra clase de símbolos y metáforas. Si suponemos que el universo es infinito, y por el momento no hay manera de asegurar que no lo es, también es válido pensar que los cimientos de su edificio lo son. Las partículas más elementales, esa espuma de «algo» que solo puede describirse en ecuaciones, se consideran la base sobre la que descansa la realidad material, pero bien podrían ser tan solo el límite al que la imaginación humana, y los instrumentos que la nutren, llega en este momento. Puede ser que, en algunas décadas, y con el refinamiento de modelos teóricos y los instrumentos necesarios para llevarlos a la prueba, se descubra que por debajo del suelo existen cimientos más profundos, enterrados unos sobre otros bajo las arenas de la eternidad.
Evidentemente, tortugas sobre tortugas.