No tenemos tanta necesidad de ayuda de parte de los amigos, cuanto de la certeza de la ayuda.
(Epicuro de Samos)
No debería ser una pregunta retórica o de ocasión, estos 16 meses de pandemia, las complejas y muchas veces contradictorias relaciones entre la ciencia y la política y, sobre todo, el futuro más previsible para nuestro planeta nos deberían interrogar con mucho rigor sobre este tema.
Desde que existe la política y la ciencia aún en sus formas más elementales o algo que se le parecía, es decir la relación entre el jefe y el brujo o el curandero, siempre representaron momentos de extrema tensión, política y cultural.
A estos dos factores más tarde se agregaron nada menos que las religiones y su atormentada relación con ambas, con el poder y con el saber. Hoy, en medio de la peste, el problema central ha sido en cada país y a nivel internacional la relación entre los científicos y el poder político y, en todos los casos, de cómo se resolvió y fue cambiando en sentido positivo o negativo esta relación dependió y depende la situación de la crisis. No hablamos solo de los aspectos sanitarios, sino de su fuerte impacto social, económico y emocional.
En América Latina, el dialogo entre los científicos y los poderes públicos era débil y siguió siendo débil, con pocas excepciones. Una de esas, fue, al inicio de la peste, el Uruguay cuyo gobierno designó un Grupo Asesor Honorario (GACH), integrado por decenas de científicos, médicos, estadísticos, epidemiólogos y hasta ingenieros. Y los resultados fueron visibles y concretos, durante los primeros ocho meses. El Uruguay ocupó las mejores posiciones a nivel mundial, en todos los indicadores: contagiados, internados en unidades de tratamiento intensivo y muertos. Pero todo cambió y también el impacto se hizo evidente. Hoy Uruguay ocupa los primeros lugares por número muertos por millón de habitantes, por cantidad de contagios diarios y por contagios totales. Los últimos tres meses han sido devastadores. Es inútil hundirnos en cifras, sobre los datos nadie tiene dudas, ni sobre la gravedad de la situación.
La fractura entre los poderes públicos y el GACH y numerosos científicos se debate y se sufre desde hace varios meses, y los resultados son evidentes: el total fracaso del poder político en el combate a la pandemia. Esta grave crisis se produce desde hace tres meses en el país de América (incluyendo EE. UU. y Canadá y con excepción de Cuba) que tiene más médicos por 1,000 habitantes, la mayor cantidad de ambulancias completamente equipadas y una proporción altísima de camas hospitalarias y de CTI. Un capital sanitario acumulado durante muchas décadas. Uruguay tiene además un formidable aparato y tradición de vacunas. Pero las cifras han demostrado lo que los científicos adelantaron e insistieron muchas veces, no alcanzan las vacunas, se necesitan otras medidas y estas no se adoptaron.
En ese marco, ocupamos los peores lugares del mundo en esa fase de la pandemia. La causa principal es el quiebre total con la ciencia, camuflado debajo del argumento de siempre, la última palabra, la que supuestamente tiene una visión global de la situación es de los políticos. La ciencia está para asesorar, el presidente y el gobierno, llegado el momento mandan, resuelven y fracasan estrepitosamente. Hace más de un mes que somos el país con más muertos por habitante de toda la Tierra.
La pandemia, los peligros climáticos que ponen en discusión el equilibrio entre los seres humanos y fuerzas naturales y biológicas extraordinariamente poderosas y peligrosas, sitúan la ciencia a otro nivel, con otras responsabilidades y frente a nuevas necesidades. Pero en lugar de aprender que la política debería incorporar con mucha más fuerza a la ciencia entre sus referencias fundamentales, para afrontar los nuevos problemas, la política mediocre se considera autosuficiente.
Un elemento positivo que nos podría haber dejado la pandemia, en medio de tanto dolor y daño, hubiera sido una forma mucho más inteligente de incorporar la ciencia en el concepto más amplio a colaborar e integrar sus capacidades con la política, a nivel de la gobernanza mundial, donde la burocracia dio una nueva demostración de su aridez y sus incapacidades y ni que hablar en los diversos países.
Aquellas naciones que de forma programada, inteligente y audaz apelen a todas las capacidades científicas para afrontar los nuevos problemas de nuestras sociedades, de nuestras naciones, harán no solo un aporte a la calidad de su política, de la gestión de sus estados, sino a un nuevo nivel de nuestra civilización, tan empobrecida en muchos aspectos.
Los científicos y los académicos tienen también sus responsabilidades, en la capacidad para comunicarse, con los políticos y con la opinión pública; no se tratará de un proceso fácil. Un nuevo invitado en la mesa del poder es siempre un factor de fricción y de nuevos problemas. Pero ahora los necesitamos más que antes.
El acceso más amplio y transparente al conocimiento fortalecería la democracia, la calidad de la vida en sociedad y elevaría el nivel y la calidad del debate público, por ello el aporte científico no debe ser un vínculo solo entre las élites, debe incorporar a los ciudadanos al conocimiento científico. La pandemia fue un ejemplo dramático de esa necesidad.
Incluso la prensa, los medios, las redes deberían incorporar una atención especial en crear y fortalecer esos lazos entre política, ciencia y ciudadanía.
No se trata de exigirle a la ciencia respuestas que no están en su horizonte ni en sus métodos, pero ante graves exigencias, como la pandemia, se obtuvieron soluciones en tiempos realmente extraordinarios, como por ejemplo las vacunas contra la COVID-19.
No estamos reclamando una sofocracia, un gobierno de los sabios, por el contrario, democratizar el conocimiento científico es fortalecer la democracia en una de sus bases fundamentales, en la cultura de los ciudadanos, en un mundo donde la ciencia se hace cada día más necesaria.
Si retrocedemos en la consideración de los hechos científicos, del método de los hechos para construir nuestra vida en sociedad, a la hora de adoptar decisiones políticas, habremos perdido un momento excepcional. Esto no implica que la política se base siempre en elementos racionales; las emociones tienen y seguirán teniendo un papel fundamental, los seres humanos nos hemos ganado el derecho incluso a dejarnos llevar por las emociones, porque para cambiar la realidad, para construir otras realidades, nunca será suficiente la ciencia.
La ciencia en abstracto no tiene color político, pero los científicos se colocan en las más diversas posiciones ideológicas y políticas, son ciudadanos. Las elites gobernantes en América Latina, en general han tenido una visión de que los intelectuales no les son mayoritariamente favorables. Y eso también ha influido en una compleja relación.
Lo que es básico es que los científicos son siempre partidarios de los hechos, construyen su método a partir una visión crítica de ellos.
También es bueno recordar, que cuando la política y la ideología pretenden imponerse a la ciencia pueden llegar a niveles de una gran perversidad, como crear una genética adecuada a sus planes políticos y económicos. Para decirlo claro, me refiero al estalinismo y la genética de Trojim Lysenko.
Esa intrincada madeja que hemos construido entre el poder político, las sociedades democráticas y la academia, las ciencias, cambia en forma constante, en este nuevo tiempo que cayó como una tromba sobre nuestro mundo con un virus, es decir con una porción mínima de sustancia viva, con capacidad para matarnos, enfermarnos, dejarnos graves secuelas y sobre todo llenarnos de grandes interrogantes e inseguridades, también debería servir para hacernos a todos un poco más sabios.
Buscando en lo profundo de la historia, hace 2,300 años, Epicuro de Samos en su maravillosa escuela filosófica El Jardín, en un tiempo en que la filosofía alcanzaba las cumbres en la historia, consideró que el gran freno para la felicidad, era el temor a la muerte, al futuro, al dolor y se batió con toda su sabiduría para vencer esos obstáculos con un arma fundamental, el conocimiento de la naturaleza.