Una de las consecuencias directas de la pandemia actual ha sido el impacto económico que ha tenido sobre los países, ya sea en las fases de confinamiento, en donde únicamente se mantenían abiertas las actividades esenciales, o con posterioridad debido a las limitaciones de horarios o en cuanto a la movilidad se refiere, siendo especialmente castigado el sector terciario y, en concreto, aquel relacionado con el turismo.
Este impacto ha hecho que muchas familias vean en peligro su sustento, provocando con ello un incremento de la conflictividad y de las tensiones intrafamiliares.
Estos aspectos van a afectar de diferente manera en cuanto a la salud mental; así en la situación de incertidumbre actual se ha observado un incremento de sintomatología ansiosa y depresiva en la población general, especialmente entre el personal que está en «primera línea» de la lucha contra los efectos de la COVID-19.
Si bien es cierto que el tener una menor capacidad económica puede repercutir en recibir una «peor» asistencia sanitaria o no poder costearse los tratamientos médicos prescritos, esto tendría más que ver con el mantenimiento y agravamiento de las enfermedades mentales, que con su origen.
Igualmente, cabe señalar la distinción entre el concepto de pobreza como algo «crónico» de aquellas situaciones puntuales de pérdida temporal del trabajo por parte de alguno o ambos progenitores.
Por último, se puede diferenciar entre la pobreza «real» y la percibida, siendo la segunda más frecuente entre las poblaciones que tienen «vecinos» económicamente más adinerados, pero ¿la pobreza se relaciona con problema de salud mental?
Esto es lo que se ha analizado en una investigación presentada por parte de la The Children’s Society de Inglaterra. Para ello, se han empleado diversas fuentes, entre ellas la propia base de datos de la sociedad, una revisión de la bibliografía científica y una encuesta a 54 especialistas en salud mental denominada Freedom of Information (FOI).
La población objeto de análisis han sido menores entre los nueve y dieciséis años, comparando entre aquellos que han sufrido situaciones de carencias económicas y los que no.
Los resultados informan que, en la sociedad inglesa, los jóvenes que sufren pobreza suelen ser significativamente más pesimistas con la vida que les ha tocado, sintiéndose como fracasados sociales.
Con respecto a la relación entre la pobreza, es decir, vivir con una familia de escasos recursos económicos, y la salud mental, el informe indica que los jóvenes van a mostrar mayores problemas de conducta, incluidas las agresiones, hiperactividad e impulsividad.
Además, la pobreza está rodeada de cierto nivel de estigmatización social lo que favorece la aparición de sentimientos de soledad, aislamiento e incluso depresión entre los más jóvenes.
A pesar de la contundencia de los resultados, cabe señalar que no se han dividido los datos en grupos de edad, lo que ofrecería una visión más adecuada sobre la posible evolución de esta relación entre pobreza y problemas de salud mental.
Igualmente, no se informa de que se hayan analizado los datos por género, luego no es posible conocer si existe una influencia diferencial en función de esta variable.
A pesar de las limitaciones anteriores, el informe resalta la importancia de conocer un patrón entre la población juvenil que hasta ahora solo se había sospechado, lo que hace que sea necesario la incorporación de medidas de intervención pública focalizadas tanto en el ámbito familiar como en el escolar, de hecho, en el final del informe se realizan una serie de recomendaciones en este sentido.
Es decir, los jóvenes van a sufrir especialmente las consecuencias de la pandemia en cuanto a «mal comportamiento» se refiere, debido principalmente a los problemas económicos que sufren sus familias, lo que hace necesario presentar especial atención a este colectivo para evitar que este comportamiento pueda derivar en otros.
Teniendo en cuenta estos resultados, las intervenciones de los gobiernos no deberían de ir encaminadas a «salvar» a las grandes compañías, sino a las medianas y pequeñas, ya que estas, por lo menos en España, son el principal tejido productivo y las que dan sustento a un mayor número de personas.
Es decir, al invertir en la familia, además de permitirse la recuperación económica se van a evitar las consecuencias que esta crisis conlleva sobre la salud mental, especialmente entre la población adolescente.