(Artículo en coautoría con Jorge Heine y Carlos Ominami. Versión actualizada del texto publicado en «Nueva Sociedad», septiembre de 2020)
Más de medio siglo después de la creación del Movimiento de Países No Alineados, el mundo ha cambiado drásticamente. Sin embargo, una renovación conceptual de la idea de «no alineamiento» puede ser útil para América Latina en esta nueva etapa caracterizada por la disputa entre Estados Unidos y China.
Algo anda muy mal en América Latina. Con un 8% de la población mundial, la región concentra el 31.9 % del total de muertos (270 mil, sobre 844 mil, a fines de agosto de 2020) por la pandemia de COVID-19. Diversas proyecciones indican que la caída del PIB en 2020 fluctuará entre 9.1% y 9.4% Según la Cepal, la crisis provocará un aumento de 45.4 millones de pobres, cifra que haría alcanzar un total de 231 millones. Se trata de un 35% de la población total, lo que retrotraería los índices a los niveles de 2006.
Una constante del subdesarrollo latinoamericano es una inserción internacional defectuosa, subordinada a la potencia hegemónica dominante. Ella se basa en una división del trabajo especializada en la producción de materias primas exportadas con bajos grados de elaboración y en la importación de productos con mucho mayor valor agregado. Por ello, la región no sale de la «trampa del ingreso medio».
En años recientes, el boom de los commodities pareció contravenir esa tesis. Entre 2003 y 2013, América Latina vivió una década dorada, sustentada en el alto precio de las materias primas exportadas. Sin embargo, bastó un cambio de signo de la coyuntura internacional y una ligera baja en la tasa de crecimiento de China, para revertir ese auge. Fue en ese contexto (la «media década perdida» de 2015-2020, con una tasa anual de crecimiento inferior al 2%), en el que la región recibió el golpe de la pandemia de COVID-19. Ahora, el entorno internacional, dominado por la pugna Estados Unidos y China, apunta a restringir aún más las opciones de la región.
Resucitando la Doctrina Monroe
En febrero de 2018, en vísperas de su primer viaje a América Latina, el secretario de Estado de la administración de Trump, Rex Tillerson, anunció que la Doctrina Monroe se mantenía vigente, contradiciendo así a su predecesor, John Kerry, que en 2013 había afirmado lo contrario. Esta doctrina, por la cual Estados Unidos se arroga el derecho a excluir a países no americanos de tener una presencia en el hemisferio occidental, se consideraba un anacronismo decimonónico.
El gobierno de Trump aplicó esta doctrina sine die. Las visitas de sus secretarios de Estado, de su secretario de Defensa, y de otros integrantes de su Gabinete, trasmitieron el mensaje de que los países latinoamericanos debían mantenerse alejados de China. El rompimiento de una tradición establecida de 60 años de una presidencia latinoamericana del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) con la candidatura de un estadounidense para ella, aspiró a utilizar el BID para excluir de la región a potencias extracontinentales, especialmente a China.
Ese afán de retrotraer la historia al siglo XIX era inaceptable, y muy probablemente será revertido, al menos en la forma extrema en que se dio bajo Trump, por el gobierno de Biden. El gran cambio que se ha dado en el nuevo siglo en la región ha sido precisamente hacia una diversificación de sus relaciones exteriores. Los contactos han sido cada vez más frecuentes con países asiáticos como China, India, Corea del Sur e Indonesia, entre otros. En 2020, en un mundo globalizado, la noción de que los países latinoamericanos solo deban vincularse con aquellos países para los que tienen permiso de la Casa Blanca es contraintuitiva. Ello es especialmente cierto para los lazos con Asia, la zona más dinámica y de mayor crecimiento en el mundo contemporáneo.
De hecho, para Argentina, Brasil, Chile, Perú y Uruguay, China es hoy el principal socio comercial, desplazando a Estados Unidos, Europa o Japón. La paradoja de la presencia china en la región, sin embargo, es que, si bien disminuye la dependencia tradicional de los Estados Unidos y Europa, al aumentar las opciones y alternativas para América Latina —y ello no puede sino ser bienvenido—, la forma de inserción internacional resultante de los lazos con China no es sustancialmente distinta de la clásica relación centro-periferia. Ella se traduce en un comercio basado en las exportaciones de materia prima de la región y la importación de productos manufacturados chinos.
Esta constatación es fundamental para sostener una política de no alineamiento activo. Así, como la región debe rechazar la resurrección de la Doctrina Monroe y la subordinación de las políticas exteriores al visto bueno del Departamento de Estado, la relación con China debe ser objeto de una política que ponga por delante nuestras preferencias nacionales. De otra forma, continuarán reproduciéndose las clásicas relaciones de dominación centro-periferia.
Del Tercer Mundo al Nuevo Sur
Más de medio siglo después de la fundación del Movimiento de Países No Alineados (NOAL), el mundo es otro. Con la caída de los socialismos reales en Europa Central y Oriental —y con ellos, la del así llamado Segundo Mundo—, el Tercer Mundo pasó a ser el Sur Global. Junto con ello se ha dado también lo que el Banco Mundial ha denominado una masiva «transferencia de riqueza», del Norte al Sur y un giro del eje geoeconómico del Atlántico Norte al Asia Pacífico. De representar entre un 20 y un 30% de los flujos de comercio e inversión internacionales en las décadas de 1960 y 1970, el Sur Global pasó a representar un 50% en 2015.
Pero el enorme auge de los países del Sur Global, sobre todo de China e India, pero también de otros países como Brasil (bajo los gobiernos de Lula), Indonesia y Turquía, no ocurre en un vacío. Cuando el mayor dinamismo económico se produce en Asia, la antigua noción de centro-periferia adquiere otra connotación. Lo que hay es un realineamiento de las jerarquías en el orden económico internacional, al que América Latina aún no se ha adaptado. Ha sido superada la concepción tradicional de que modernidad y progreso eran sinónimos de Estados Unidos y Europa. Basta con comparar el aeropuerto de Daxing en Beijing, inaugurado en 2019, que parece provenir de una película de ciencia ficción, con el JFK de Nueva York, que parece (y es) de la década de 1960. En 2050, se proyecta que la mitad del producto mundial provendrá de Asia.
En el nuevo milenio, este concepto de Sur Global viene a remplazar al de Tercer Mundo que había dominado el discurso de los países en desarrollo desde 1955. Surgen nuevas plataformas institucionales, que se suman a los tradicionales (el Movimiento de los Países No Alineados y Grupo de los 77 en Naciones Unidas). La más importante de ellas es el grupo BRICS. Aprovechando el dinamismo económico del mundo en desarrollo, la diplomacia de los Cahiers des doléances (cuadernos de quejas) va siendo sustituida por la idea de movilizar recursos financieros colectivos, de lo que es ejemplo emblemático el nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, con sede en Shanghái. En el área de comercio, se extiende la percepción de que el libre intercambio puede ser una palanca de desarrollo en la medida en que coexista con la salvaguardia de los intereses fundamentales de las sociedades nacionales, tales como la seguridad alimentaria.
Un no alineamiento activo para un nuevo orden internacional
En estos términos, una política de no alineamiento activo por parte de América Latina no se refiere solo a tomar una posición equidistante de Washington y de Beijing. Significa también asumir que existe un mundo ancho y ajeno más allá de los referentes diplomáticos tradicionales, que Asia es el principal polo de crecimiento en el mundo hoy, y que existen vastas zonas del mundo que han estado fuera del radar de nuestros países. Ellas incluyen gran parte de África y Asia Central, cuyas proyecciones de crecimiento demográfico y económico en las próximas décadas ofrecen enormes posibilidades, que ignoramos a costa nuestra. Salvando las diferencias, compartimos también con Europa la necesidad de construir un espacio de no alineamiento activo para no terminar aplastados por las confrontaciones entre los super grandes.
En otras palabras, lejos de «encerrarse» cada vez más en sí misma, América Latina debe «abrirse» a este nuevo «mundo post-occidental», en las palabras de Oliver Stuenkel.
Los diez principios de la conferencia de Bandung de 1955, que originaría el NOAL, mantienen su vigencia. En el nuevo siglo, a ellos debemos añadir los Objetivos del Desarrollo 2030 propuestos por la ONU. Lo mismo vale por velar por el respeto de los acuerdos relativos a la protección del medio ambiente, los derechos laborales y la igualdad de género.
A diferencia del no alineamiento de antaño, que junto con su agenda propositiva en materia de descolonización tenía también un elemento defensivo que buscaba mantenerse al margen de los conflictos de las superpotencias, este no alineamiento tendrá una actitud proactiva y será efectivamente no-alineado. Buscará oportunidades de expandir y no de limitar los lazos de nuestros países con ese vasto mundo no-occidental que surge ante nuestros ojos, y que le dará la impronta al nuevo siglo.
Un aspecto clave se refiere a la gobernanza económica global, elemento decisivo para mejorar la inserción internacional de la región, en la raíz de su estancamiento. El no alineamiento activo debe definir las dimensiones de la globalización que son bienes públicos globales y deben ser materia de disciplinas internacionales. La protección de las patentes no tiene que ver con bienes públicos globales, sino con asegurar las royalties de las compañías. Seleccionar las inversiones extranjeras que sean conducentes al desarrollo no es materia de bienes públicos globales, sino de modelos de desarrollo nacionales. Tampoco lo es crear instancias de arbitraje en que las empresas pueden demandar a los Estados —y conseguir cuantiosas indemnizaciones— por la introducción de políticas que afecten sus ganancias, aunque las políticas sean de evidente interés nacional. Es necesario movilizarse para excluir ésas y otras áreas de políticas públicas de la gobernanza global. Ellas caen dentro del legítimo derecho de autodeterminación de las sociedades nacionales.
Una política de este tipo implicaría como mínimo, lo siguiente:
Un fortalecimiento de los organismos regionales, permitiendo una voz común frente a desafíos conjuntos.
Un compromiso con el multilateralismo: los desafíos globales que enfrenta el mundo de hoy exigen respuestas también globales. Ello significa coordinación y acción conjunta entre los países que integran la comunidad internacional, incluyendo entidades como la Organización Mundial de Comercio (OMC) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), centrales en esta época de crisis.
Un plan de acción contra el cambio climático: el incremento en años recientes de la deforestación en el Amazonas, verdadero pulmón del mundo, y los incendios en los humedales de Pantanal, ilustran el grado al cual la región ha abdicado de sus responsabilidades en esta materia, clave para la supervivencia de la humanidad.
Un Centro de Control de Enfermedades (CCE) regional: todo indica que pandemias como la de COVID-19 serán más frecuentes. Dado el impacto devastador que ésta ha tenido en América Latina, solo cabe imaginar lo que sería tener estas epidemias en forma recurrente. Prevenirlas y coordinar respuestas a ellas debe ser una alta prioridad.
Una redefinición de nociones obsoletas de la seguridad nacional, que en nada ayudan a defender a nuestros países de las amenazas globales de nuestra era. Estas tienen poco que ver con tanques de países vecinos cruzando fronteras, y más con epidemias, sequías y calentamiento global, para las cuales no hay presupuesto, preparación, ni programación.
Un esfuerzo persistente por garantizar la equidad entre los géneros y el equilibrio de las relaciones laborales.
Un no alineamiento genuino, que no se incline ante ninguna de las grandes potencias, sino que tome sus decisiones solo tomando en cuenta los intereses nacionales objetivos de los países latinoamericanos.
La noción de que nada que exceda el presentismo de la perspectiva de muchos gobiernos actuales es factible, es parte de la razón por la cual América Latina se encuentra en la crisis actual. El no alineamiento activo no tiene signo ideológico. Puede ser un punto de convergencia de gobiernos de distinta orientación, para crear espacios que permitan la adopción de decisiones soberanas. En momentos de un orden internacional en transición, el tener una voz en materias tan decisivas para el futuro como la gobernanza global o la nueva arquitectura financiera internacional, constituye una alternativa que abre enormes posibilidades.