Desde su conquista y colonización, América Latina se ha presentado a los ojos de quien fuera su observador como un vasto territorio del cual destaca su belleza natural, no solamente apreciada en términos pictóricos o estéticos, sino también como una «inagotable» fuente de riqueza. Los cerros, además de imponer su grandeza, anidaban los yacimientos de oro y plata; la selva, además de asombrar por su opulencia, resguardaba la mayor cantidad de especies animales y vegetales y de recursos tan provechosos para la industria capitalista como no renovables para el paisaje.
La representación de América Latina en la literatura supone —como toda representación— una mediatización determinada por el sujeto que asume la tarea como propia. Como una suerte de resultado dialéctico entre quien observa y aquello que es observado, la escritura pictórica que se ha hecho a lo largo del tiempo del territorio que se extiende al sur del río Colorado ha ofrecido diferentes figuraciones.
Desde su exilio en España, el mexicano Alfonso Reyes escribe en el año 1915 un ensayo titulado Visión de Anáhuac (1519) en el cual recrea la mirada con la que los navegantes españoles observaron el Valle de México por primera vez. Este texto, cuya primera publicación fue en Costa Rica en 1917, constituye, sobre todo, el registro de un asombro. Allí, Reyes recupera el modo en que los ojos del imperio captaron la maravilla americana con un relato cuyo acento está puesto en la sorpresa y la exageración, marcado por una abundante adjetivación utilizada para explicitar la diferencia que este paisaje y su tipo humano suponían en relación con el paisaje y el tipo europeos conocidos por los navegantes.
En el discurso de los viajeros del Renacimiento, el territorio latinoamericano era representado como lo «otro», lo «exótico», lo «soñado», lo «desconocido», en definitiva, lo «nuevo». La definición del espacio se realizaba en función de un parámetro exterior delimitado por los cánones europeos. Así, los cronistas del siglo XVI y también los viajeros científicos del siglo XIX construyeron un discurso en el cual la comparación funcionaba como retórico fundante, capaz de ofrecerle al lector situado en el viejo mundo alguna referencia que le fuera conocida y que posibilitara la comprensión y explicación de un mundo absolutamente diferente al europeo.
No obstante, muchas de las expediciones que se realizaron por Sudamérica después de la llegada de los conquistadores españoles estaban motivadas por el deseo de hallar El Dorado, una supuesta ciudad perdida completamente construida en oro. Sin bien Reyes hace hincapié en lo asombrados que estaban los viajeros por la maravilla natural, lo cierto es que la mayoría de los que se aventuraban a viajar y a atravesar las condiciones de hostilidad que imponía el terreno lo hacían bajo la única ambición de hacerse ricos.
Por su parte y retomando este famoso mito, Alejo Carpentier en su Visión de América reconstruye otra mirada del continente que, en la recopilación de ensayos escritos en 1947 que conforman el libro, reconoce la promesa que América Latina representaba en materia de riquezas y acentúa que este fue el motor de búsqueda del hombre europeo cuya mayor dificultad ha sido toparse con La Gran Sabana, descrita por él como la fuerza natural que derrotó a más de una expedición aventurera, permitiendo, así, conservar la virginidad de la selva como un territorio no explorado en su totalidad, sin recorridos conocidos, quizás uno de los pocos territorios susceptibles de ser considerados, aún en pleno siglo XX, como territorio nuevo.
En este sentido, Carpentier recurre a la fisonomía natural para formular la idea de un paisaje que, a su vez, le permita figurar un espacio para construir una identidad: América Latina es, aún a mediados de 1900, un territorio que todavía permite ser «descubierto» y respecto del cual aún no se ha dicho todo. En una coyuntura diferente a la de la escritura de Reyes, Carpentier —inmiscuido en un movimiento de lucha latinoamericana por una liberación antiimperialista y democrática— está formulando una nueva visión de Latinoamérica al postular la extensión de su territorio como un nuevo mundo en el cual la maravilla, impulsada anteriormente por los escritores del Renacimiento, es reanimada en esta instancia como parte de la propia realidad.
Carpentier, quien conocía bien las crónicas europeas y que había leído tanto a los cronistas de indias como a los viajeros naturalistas, realizó una expedición aérea por el verde espacio de la Gran Sabana y, desde la ventanilla de su avioneta, conversa con un paisaje que se torna agresivo e impenetrable. Quizás esta experiencia visual haya entrado en tensión con las referencias europeas incorporadas a partir de su experiencia lectora y por esto mismo haya considerado que estaba frente a un paisaje «del que no existe todavía una descripción verdadera» (Carpentier, 1976, p. 117).
Así, movido por un «deseo constante de inaugurar la escritura latinoamericana» (González Echeverría, 2004, p. 62), Carpentier está proponiendo otra retórica, capaz de ajustarse a la novedad del paisaje que tiene ante sus ojos. Para describir la belleza americana, la imaginería europea resultaba obsoleta, emergiendo como necesaria una nueva percepción que fuera proporcionada por un lenguaje propio. Así, Carpentier despliega toda una galería de visiones que derivan del paisaje que él mismo observa a partir de un lenguaje que sí le es originario y que, por tanto, puede prescindir de cualquier retórica comparatista: las voces indias son las que aportan, en su discurso, la forma de nombrar la naturaleza con un lenguaje propio que ya no requiere de los rodeos retóricos necesarios por quien no sabe qué es lo que tiene ante sus ojos: eso que Carpentier menciona, casi sin detenerse, como «cataratas del Uracapay» había sido nombrado por el marino Walter Raleigh como «horrísono cataclismo líquido» (Carpentier, 1976, p. 112).
Alfonso Reyes propuso una visión a partir de todos esos relatos que dieron cuenta de un mismo espacio y proporcionaron diferentes figuraciones mientras que Alejo Carpentier efectúa una nueva representación literaria de las formas naturales del continente, reveladas in situ en un simultáneo intento por fundar literariamente esa realidad. Los relatos de los cronistas de indias y de los marinos aventureros que se incluyen en su texto no hacen más que resaltar el carácter maravilloso con el cual describieron al territorio latinoamericano para contrastar con la propia figuración que propone el escritor cubano según la cual existe, en el espacio latinoamericano, una convergencia entre lo mágico y lo real.
Notas
Carpentier, A. (1976). «III Visión de América» en Letra y solfa. Buenos Aires: Nemont.
González Echeverría, R. (2004). «Preámbulo: una reflexión post-carpenteriana» en Alejo Carpentier, el peregrino en su patria. Madrid: Gredos.
Reyes, A. (1995). «Visión de Anáhuac» en Obras completas. México: FCE.