Detrás de toda publicidad existe un deseo vehemente y oculto: la de influenciarnos y cambiar nuestras preferencias para que compremos o nos comportemos según las intenciones de los que la financian; un esfuerzo enorme, que cuesta miles de millones de dólares. El mercado es por definición publicidad, visibilidad, sugestión, seducción y control. Detrás de la publicidad existen modelos comportamentales que determinan el modo en que se presenta el mensaje: la inseguridad conlleva a una seguridad ficticia, la búsqueda de aceptación, placer y reconocimiento; los deseos frustrados a una hipersexualización y despersonalización de la sexualidad en una cotidianidad diluida y así en un juego que crece y se confirma a sí mismo, cambiándonos y transformándonos en zombis del consumo sin ningún sentido de la realidad.
En estos últimos años, la tecnología ha cambiado las reglas del juego y la ambición de controlar nuestras preferencias lentamente se convierte en una posibilidad y el secreto, que todos conocen, se esconde en las redes sociales y se llama profiling que, en pocas palabras, significa crear un mapa empírico de nuestras preferencias y comportamiento para poder guiarnos y manipularnos. En estos esfuerzos convergen dinero y poder, ambiciones y tecnología, control y sumisión y, sobre todo, política. En pocas palabras, esta empresa, que es la fuente de ingresos de un «capitalismo de vigilancia», representa la muerte de toda forma de libertad y democracia, pues estas suponen la posibilidad de elegir.
Las herramientas para logar el control de las personas son: grandes cantidades de datos disponibles, la posibilidad de seguir individuos, grupos y segmentos y de verificar empíricamente como se alteran las preferencias y se controlan las ideas, exponiendo a las personas a temas, problemas, publicidad, falsas noticias, teorías complotistas y una velada manipulación hecha de imágenes y texto. Algunas de las campañas más visibles que ilustran estas técnicas fueron, por ejemplo, las elecciones presidenciales en los EE. UU., el 2016, y el plebiscito por el Brexit en el Reino Unido. Los métodos fueron afinados por Cambridge Analytica y los resultados los conocemos.
Las redes sociales se han transformado en un sustituto de las relaciones interpersonales o el medio en que estas se desarrollan. Las personas proyectan en las redes sus intereses, historias, relaciones, temas, contenidos y preferencias como si estas fuesen una pantalla infinita y, al hacerlo, se despojan de toda privacidad, convirtiéndose en seres transparentes. Los responsables de los perfiles catalogan preocupaciones, miedos, temas recurrentes, obsesiones, pertenencias a grupo, historia de comentarios y reacciones, y someten a los participantes a experimentos para verificar su maleabilidad.
Ellos saben cómo reaccionamos, cuáles son nuestras posibles respuestas y como nos avecinamos o alejamos a opiniones, posiciones políticas o productos y, al crear sus perfiles, nos transforman en mercancía. Existe una diferencia enorme en el valor de los datos cuando se hace publicidad o propaganda y su efectividad aumenta con el nivel de especificación individual, que en ese momento se convierte en manipulación y engaño. Así, las redes sociales han pasado de ser una plaza o plataforma digital para canalizar contactos y encuentros, a centros de observación y acumulación sistemática de datos e informaciones «vendibles», donde los usuarios, que pretenden ser actores de su drama personal, lentamente se convierten en meras marionetas que actúan de acuerdo con «guiones» altamente elaborados. Los datos representan una de las fuentes principales de ingresos para los ingenieros de esta nueva realidad y es a través de los datos diseminados, despreocupadamente, que poco a poco se esfuma nuestra libertad.
Las redes sociales han potenciado la capacidad de compartir y dialogar. Nos han permitido superar las distancias e interactuar sin mayores barreras, pero el precio aún no lo hemos evaluado en toda su dimensión e implicación. Hemos cedido parte de nosotros mismos, hemos enajenado nuestra intimidad y ahora existimos no solo como personas, sino también como datos en un perfil-avatar que nos refleja y modela como «autómatas» en el espacio social.
De esta situación, aún incierta y abierta, surgen preguntas o, mejor dicho, un dilema fundamental: ¿se puede hacer un negocio de nuestras existencias, podemos dejarnos manipular a ultranza por unos pocos, podemos enajenar gratuitamente nuestra libertad personal? Y este es el dilema social de nuestra era y la respuesta que le demos será crucial. En la ética tradicional se trataba simplemente de obedecer reglas, pero la «moral posmoderna» requiere que todos asuman la responsabilidad de ser y actuar por sí mismos, como individuos. Ahora, en nuestros tiempos, el hombre se mueve como una sombra de sí mismo que tiene que decidir individualmente qué es bueno y qué es malo. Esta pudo ser una buena noticia, hasta que el consumo colonizó completamente las relaciones interpersonales, subordinando la moral al arte de manipular y ganar.