El diario La Prensa de Nicaragua publicó el informe «COVID-19 enriquece más a los multimillonarios» (10.12.20), en él se detalla:
[…] un estudio publicado por el banco UBS y la firma de contabilidad PwC en octubre, encontró que la riqueza acumulada de los multimillonarios del mundo en dólares alcanzó un nuevo récord 10.2 billones, por encima del pico anterior de 8.9 billones registrado en 2017 […]
Ello nos lleva a considerar un tema aparentemente relegado en relación a los efectos de la COVID-19 sobre la población en general. La opinión pública ha estado centrada en el tema de las amenazas a las libertades individuales y colectivas que se han venido aplicando en distintos países, llegando incluso a abusos, justificados en nombre de la lucha o prevención de la pandemia.
Tema de mayor carácter político-social, que, si bien se justifica la denuncia de tales amenazas o abusos, no deja de tener sentido en la confrontación de la epidemia. Ha dejado al descubierto a lo ancho y largo del planeta la falta de capacidad instalada en los servicios de salud pública y de protecciones en el sector de la Seguridad Social para salvaguardar a la población en general.
La pandemia expuso la debilidad de los sistemas de salud que, en muchos países, se vieron desbordados e impedidos de atender a los más afectados, muchos de los cuales perdieron la vida al no acceder al tratamiento que requerían. Millones de los que no fueron afectados por el virus en su salud fueron violentamente afectados en su nivel de vida al perder sus empleos y aumentar, así, los índices de desempleo. Esto llevó a muchos de ellos a la condición de pobreza; otros perdieron su estatus de integrantes de una clase media indispensable para el desarrollo de toda vida ordenada en sociedad.
Por su parte, la clase empresarial aplicó las medidas más favorables a su interés económico y procedió a establecer un trabajo a domicilio para miles de empleados que vieron así incrementar ciertos gastos domésticos, como mayor consumo eléctrico, entre otros. Estos hechos han sido ignorados por sus empleadores. Estos últimos, podemos decir, fueron los afortunados. Algunas de las medidas generalizadas fueron el despido —justificado legalmente o no—, la reducción del salario, el incremento de las responsabilidades para suplir las labores que correspondían al compañero cesanteado; al igual que otras medidas más, tendientes a reducir los costos ordinarios de la empresa sin consideración alguna al daño humanitario que se causaba y, en general, haciendo omiso caso de la cacareada «responsabilidad social empresarial».
Sobre todo en los países más desarrollados, de inmediato se tomaron medidas para aliviar la situación de las grandes empresas. Hubo especial enfoque en el sector bancario y financiero, tomando medidas bajo la justificación de ser necesarias para mantener la estabilidad económica y financiera.
En cambio, las medidas para resolver el problema humanitario fueron mínimas y generalmente insuficientes. Ello evidenció las carencias de los sistemas de Seguridad Social en la absoluta mayoría de los países. Muchos de ellos carecen de políticas de subsidio o protección para el desempleo y, mucho menos, para desempleos generalizados causados por la presente pandemia. Además, muchos sistemas de Seguridad Social también resultaron afectados en sus fuentes de ingresos, ya que el desempleo implica para ellos la pérdida de las cuotas periódicas que se aportan conforme la legislación existente en cada país.
Peor aún fue la suerte de los subempleados o integrantes de la llamada economía informal. Millones de personas en el mundo subsisten con los ingresos que logran día a día, vendedores ambulantes, comiderías familiares, pulperías o tiendas de conveniencia en barrios de la ciudad. Otros vieron reducidos la demanda de sus productos y, por ende, su fuente diaria de ingreso. En muchos de estos casos el Estado no asumió subsidio o auxilio alguno, quedando los afectados en desamparo ya que su condición de informales está fuera de la esfera de protección por los sistemas de Seguridad Social. No tienen cobertura para su salud y menos aún subsidios por su carácter de desempleados.
Pero, nos dice la profesora Marianna Mazzucato, catedrática del University College de Londres, que hay que recordar el dicho utilizado por muchos políticos y que reza: «Nunca dejes que una crisis pase y se deje perder las oportunidades que ofrece». En un análisis publicado por la revista Foreign Affairs (nov-dic 2020) la profesora Mazzucato hace un llamado a los Estados para no solo preocuparse por la macroeconomía de su país, sino tomar medidas para provocar lo que ella denomina «construir una mejor economía». Para ello sería necesario:
Los Estados deben dejar de brindar subsidios a las grandes empresas sin ponerles condiciones para su recepción. En especial condiciones que protejan el interés general y asuman la problemática social…históricamente los estados han socializado los riesgos, pero han privatizado las recompensas; los públicos en general han tenido que pagar la limpieza de los desastres económicos, más los beneficios de tal limpieza se han concentrado, en gran medida, en la grandes empresas y sus socios accionistas… muchas de estas empresas están prestas para solicitar el auxilio gubernamental en tiempos de crisis, pero en épocas normales reclaman el Estado no sea interventor… Los gobiernos no solo deben dedicarse a resolver la crisis que se les presenta, sino que también deben reescribir las reglas del juego, caso contrario las economías que surjan > de la crisis continuarán siendo no-inclusivas ni sostenibles.
En sustento de su análisis, la profesora Mazzucato refiere como los EE. UU. subsidian a las empresas petroleras con unos $20 billones de dólares anuales mediante la exoneración de impuestos, sin preocuparse por el posible daño al medio ambiente que dicha industria provoca. Otro efecto perverso de la crisis por la pandemia es el consecuente incremento de las desigualdades sociales. La brecha entre el 90% de la población y el 10 % más favorecido se proyecta abismal y difícil de superar, salvo que ocurran realmente cambios en las reglas del juego de la relación del sector público y el privado. En especial las relaciones en el binomio capital-trabajo.
El chef estadounidense Andrew Gruel comunica en Twitter (@ChefGruel) las inconsistencias en las políticas del gobierno estatal de California en relación a las PYMEs y empresas grandes: «La realidad de la situación es que esta es una destrucción dirigida directamente a las pequeñas empresas para transferir riqueza a las empresas mucho más grandes». Un ejemplo claro es la decisión del gobierno estatal de Nueva York de anular el servicio de restaurante en espacios interiores —la mayoría de estos negocios también son PYMEs y ya se habían reorganizado para servir solamente un 50% de las mesas que servían antes. Muchos llamaron a esta medida de hipócrita, ya que las estadísticas oficiales del estado de Nueva York reconocen que, del número total de contagios en Nueva York, solo el 1.3% tienen origen en trasmisión vía restaurantes.
Un ejemplo final nos lleva al Reino Unido, donde asociaciones de pubs también han criticado los cierres decretados por el gobierno británico, ya que existen ayuntamientos que esperan aprovecharse de los quiebres de algunos de estos pequeños negocios para vender el local a desarrolladores de urbanizaciones para personas de altos ingresos.
Todo estudiante de economía aprende lo básico que implican los conceptos de oferta y demanda, las empresas ofrecen sus productos o servicios y alguien debe comprarlos o contratarlos. En caso de que no haya demanda, una empresa puede incluso desaparecer. Por ello, se afirma que el capital y el trabajo son complementarios e indisolublemente relacionados. Sin capital no hay fuentes de trabajo. Sin trabajo no es posible la creación de riqueza, objetivo esencial del mundo empresarial.
El reescribir las reglas del juego deberá implicar una dignificación del trabajo, reconociéndole su labor fundamental, no solo por ser expresión de la dignidad de la persona humana sino por su rol en apoyo al desarrollo empresarial; cuyo capital es necesario para las inversiones, la investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías. Todo trabajo productivo nos genera riqueza y, consecuentemente, fuentes de trabajo. Lo que difícilmente ocurriría sin el factor trabajo. Las nuevas reglas deben impulsar políticas públicas que garanticen una mejor distribución de esa riqueza creada y que debe estar al servicio del bien común y no solo del círculo empresarial. Temas claves serían los de los ingresos o salarios de los trabajadores, con el objetivo de mejorar sus condiciones de vida, facilitarles el acceso a algún modo de propiedad privada (vivienda, lote de tierra productivo, acciones de la empresa, vehículo automotor, etc.). No hay que olvidar que el poseedor de alguna forma de propiedad privada tiende a ser también emprendedor. Además de universalizar la Seguridad Social, que deberá cubrir mediante algún mecanismo innovador al importante sector del mundo empresarial familiar e informal.
Una población bien remunerada implica un incremento de la capacidad de consumo. Esto beneficia a las empresas, que verán el incremente de sus índices de venta, de sus productos o servicios y, por ende, se reforzará al mundo empresarial y se sustentará un desarrollo con mayor sostenibilidad y equidad social.
Es, así, necesario reescribir las reglas del juego económico-financiero y consensuar políticas públicas que faciliten una mejor repartición de la riqueza producida por el binomio trabajo-capital y romper las desigualdades sociales existentes e ir eliminando los sectores de la sociedad afectados por situaciones de pobreza, que no permiten su desarrollo personal y por ende su capacidad de participar, cívica y organizadamente, en las tomas de decisiones políticas a los diversos niveles de las instituciones de gobierno.
En otras palabras, procurar hacer realidad la tesis de la profesora Mazzucato y crear una nueva y mejor economía, para las restantes décadas de este siglo XXI.