¿Hay miel? Hay letras que la nombran, y aunque están dibujadas, como pertenecen al sistema de lectoescritura normalizado, no las vemos como las figuras, los signos y los garabatos que tienen cerca y sí detienen nuestra mirada. Vamos directamente al significado y lo identificamos en menos de un segundo.
Hay, pues, una sustancia orgánica complejísima, fruto del poder de transformar que tienen las abejas. El proceso metabólico que genera la miel a partir de los sacáridos del néctar de las flores que recolectan, tiene lugar en su cuerpo de forma natural. Consiste en una serie de ciclos en los que lo tragado se somete a la acción de enzimas producidas por su propio organismo, se regurgita numerosas veces, y se digiere parcialmente. Marx consideraba que la habilidad prodigiosa de las abejas, absolutamente involuntaria, que no requiere del concurso de fuerzas ni de agentes exteriores, era muy superior a la de cualquier realización de los seres humanos guiada por la mente.
La miel, que por reunir la producción animal y vegetal, encarna lo que Maeterlinck llamaba “maravilloso real”, adopta y guarda en sí misma la capacidad de transformación de la abeja. Así, es materia vital que se manifiesta en distintos estados. Siempre es consistente, pero es líquida y, con el paso del tiempo es sólida y, en ocasiones, cristaliza. El frío también la endurece, y el calor la derrite. Por todo esto, adopta formas distintas: más o menos opacas, más o menos traslúcidas, más o menos onduladas, lisas, rugosas, grumosas. Y tiene brillo, pero no tanto como reflejo sino como luz que emana. Plinio dice que el sol ha inventado la miel.
Nunca deja de ser blanda y de ablandar. De hecho, con esta propiedad, cuando impregna ciertos cuerpos sólidos que se dejan empapar (dulcecillos o lienzos sobre los que pintar), impide que se quiebren. Es blanda, pero no tanto como la cera. No se comporta como ella: se puede modelar con cera pero no con miel. La miel no quiere ser manipulada. Es muy pegajosa, pero no se deja untar fácilmente. Se adhiere a los sólidos con los que entra en contacto, se agarra a ellos y no quiere desprenderse. No es fácil moldear lo pegajoso. Las propiedades físicas de la miel evocan modos de estar material y afectivamente en el mundo, unos modos que ahora mismo, en este momento, sentimos que pueden cancelarse, que pueden sernos hurtados.
Su modo, su manera de ser, es viscosa. Un fluido que se resiste al movimiento, al desplazamiento, especialmente si la fuerza de la tracción es exterior. La reología, que estudia la viscosidad, la plasticidad, la elasticidad y el derrame de todo tipo de fluidos, define la miel, en su estado de pureza ideal, como viscoelástica. Lo que más gusta a la miel es dejarse caer como conviene a su condición, lentamente. Se escurre; es una sustancia escurridiza. Dropping: la miel cae, y se rebela ante nuestra voluntad de guiarla. En su caída, ni el cuerpo, ni la mano, ni la herramienta (si existe) realizan o trasladan gestos. No dripping.
La miel conserva: en la miel pura habitan el polen, el propóleo, y micropartículas de cera. La visión a través de la miel es parecida a la del ámbar. En el fluido de la miel, los sólidos quedan atrapados y se conservan incorruptos. Nada se disuelve en ella. En la antigüedad, los cadáveres se conservaban cubriéndose o sumergiéndose en miel para evitar la descomposición. Plinio también dice que el célebre Apeles, cuando terminaba una obra, le daba una capa muy fina de una sustancia llamada atramentum que la protegía del polvo y la suciedad y que, aunque brillaba, daba al mismo tiempo, de manera imperceptible, un tono más apagado a los colores demasiado vivos.
La miel es rica y se da a sí misma con una facilidad extraordinaria: sin participar de la cocina, es sumamente energética y nutritiva. Es abundancia. Las abejas, divinidades ctónicas y representación de la maternidad y de la fertilidad por su capacidad de llevar y dar alimento, producen tres veces más miel de la que necesitan para sobrevivir. La miel es generosa; incorpora el deseo de regalar, de dar a cambio de nada (o de muy poco) que tienen las abejas.
Su dulzura es tanta que permite imaginar otras categorías de lo dulce. Lara Brown llama a una de sus piezas Doucement, una palabra que en francés quiere decir lentamente. “Entonces”, dice, “hacer algo poco a poco es hacerlo dulcemente, lentamente”. La miel hace así.
¿Cómo hay miel? Podría haber una transustanciación que produjese presencia de miel allí donde no está. De ser así, la evidencia de la miel sería material. Estaría ahí mismo. Nos pringaríamos con ella; la deformaríamos y dejaríamos en ella nuestras huellas. La podríamos lamer, sin temor a envenenarnos. Pero puede ser que la magia no se produzca, que la transustanciación sea incompleta, y que haya que echar mano de algún artificio o hacer visible el truco. Y que ese artificio sea el lenguaje escrito en ese dichoso sistema de lectoescritura que no podemos evitar. Pero que haya una palabra que nombre no quiere decir, sin embargo, que el objetivo sea describir lo que se pretenda que esté. Puede ser que se quiera convocar una aparición. La palabra es misteriosa, es un conjuro, y una escritura deseo.
Que haya miel.
('Deseo de miel, Selina Blasco')