Hay quien está convencido de que la caída de un imperio va precedida siempre de un ruido sordo y subterráneo, de una suerte de gruñido mineral proveniente de las entrañas de alguna improbable capa geológica, de un sospechoso ¡crac! que pudiese ser tomado como una advertencia telúrica traída por los mensajeros de los dioses —los Iris y los Hermes, los Gabrieles y otros arcángeles— encargados de prevenir al personal: «Esta mierda se va al carajo, sálvese quien pueda, los hombres y las botellas primero».
No obstante, el recuento histórico muestra que la cosa viene silenciosamente y de sopetón, después de un largo periodo de desajuste durante el cual todos viven —curiosamente— como si ya tuviesen la certeza de un acabo de mundo, —«¡a gozar, a gozar!»—, olvidando hasta las reglas más elementales de la vida en común pergeñadas durante siglos con el noble propósito de proteger a los poderosos de las ambiciones y del hambre de los pringaos, único modo de alentar el crecimiento y el progreso, el adelanto y la civilización, la producción y el comercio; sobre todo del comercio, vector este último de la paz en la Tierra para los hombres de buena voluntad y mejores contactos, según pretendió en su día Montesquieu, convencido de que «allí donde hay comercio, encuentras costumbres amables y gentiles», visto que cuando escribió su célebre obra El Espíritu de las Leyes aún no habían inventado ni la OMC ni las Guerras Mundiales.
Cualquier historiador aficionado, el primer pinche economista caído con la última lluvia y hasta este modesto servidor sabe-saben-sabemos que una característica común de los imperios reside en que piensan en su propia existencia como una bendición divina y en la voluntad divina como eterna o con acentuadas tendencias a prolongarse más allá del infinito, o sea, por lo menos, hasta la semana que viene.
De modo que cuando suena la campanita que abre la actividad especulativa que llaman «mercado de valores», todos se precipitan en un movimiento mimético y simultáneo a practicar el dulce oficio de compra-ventero; parece que adquirir papelitos con el premeditado objetivo de revenderlos apenas estén en tus manos «genera valor», dios nos libre y nos guarde de un día sin actividad bursátil.
Les cuento lo que precede porque he tenido el honor, el placer y la ventaja de leer una crónica de un eminente portador de la palabra adivina, Nicolas Baverez, ensayista, abogado, historiador, político, alto funcionario antes de correr a socorrer los negocios ajenos que hicieron su fortuna, y afiebrado defensor del neoliberalismo.
Para darles una idea de la profundidad de sus reflexiones y de su encarnizado combate en defensa de la libre competencia y el «despojo» (despojo en su acepción cubana, o sea librarse de los malos espíritus y «tiñosas» varias), basta con evocar un artículo suyo publicado por el vespertino parisino Le Monde en la época oscura y revuelta (1998) en la que un gobierno socialista propuso reducir la semana laboral de 39 a 35 horas. Camila Vallejo tenía apenas 10 tiernos añitos y se aprestaba a estudiar los movimientos sociales del siglo XVIII, lo que explica su fijación por la semana de 40 horas.
En el mencionado artículo de opinión, tribuna que en Chile llaman «columna», Nicolas Baverez explicó las razones por las cuales se oponía radicalmente a la reducción del tiempo de trabajo: yo estimo, aseguró, «que el tiempo liberado por las 35 horas se traducirá en más violencia conyugal y en más alcoholismo» (sic).
La derecha francesa, extremadamente sensible a la integridad física de las mujeres y tajantemente contraria al vicio inspirado por Baco (lean bien, puse Baco, no Banco), ha luchado enconadamente desde entonces contra la violencia sexista y contra la ebriedad.
Ahora que ya conocen los puntos que calza este gran pensador llamado Nicolas Baverez, poco sospechoso de criminales con tendencias anarquistas o culpables simpatías bolcheviques, les cuento lo que acaba de publicar a propósito del Imperio:
La elección presidencial de 2020 es a la vez una de las más decisivas, de las más vacías y de las más inquietantes de la historia de los Estados Unidos. El primer debate televisado que opuso el 29 de septiembre Donald Trump a Joe Biden es la ilustración. Ese debate no designó ningún vencedor, pero hizo dos víctimas: los Estados Unidos y la democracia.
Los Estados Unidos acumulan hoy seis crisis. Un Pearl Harbor sanitario frente a la COVID-19. Una recesión histórica de un 5.2% del PIB, acompañada de un fuerte incremento del desempleo, de un déficit comercial récord y de una deuda pública que culminará en un 104.4% del PIB en 2021. Un desastre climático con la multiplicación de ciclones e inundaciones, sequías e incendios. Una viva tensión política con la polarización de la opinión pública, el aumento de la violencia y la instalación de un clima de guerra civil fría. Un bloqueo institucional con la parálisis del sistema de contrapoderes. La desaparición estratégica con el fin del liderazgo de los Estados Unidos.
Su servidor no reclama para sí mismo ninguna cualidad o virtud catequizadora. Aun cuando Horacio (mi amigo fotógrafo de prensa argentino, no el poeta satírico latino) me ha convencido de que lo nuestro es un apostolado, sigo pensando que cada cual debe hacerse sus propias opiniones, en lugar de intentar convencer a nadie de que somos el camino, la verdad y la vida. Ese es el oficio de profeta y perder el tiempo creando corrientes que no son de 220 VCA no lleva a ningún sitio. Plagiando a Diderot afirmo que: «Introducir un rayo de luz en un nido de lechuzas solo sirve para enceguecer a sus habitantes».
De ahí que mi sugerencia sea asumir las propias jodidas responsabilidades, extraer las propias pijoteras conclusiones y decidir lo que nos salga de las narices.
Hace unos días, previendo lluvias diluvianas, la defensa civil francesa intentó convencer a una pareja de ancianos —97 y 93 años respectivamente— de que abandonasen su casa en el valle de la Vésubie, en las montañas alpinas que se elevan detrás de Niza.
A pesar de los esfuerzos de unos y otros —bomberos, gendarmería, alcalde, meteorólogos, presidente del gobierno provincial…—, los abuelitos decidieron quedarse en casa. El torrente se los llevó, con casa y todo, de modo que «tugar, tugar, salir a buscar», porque todavía no encuentran ni a la una ni a los otros.
Había peligro en la morada y no hicieron caso…