El pasado fin de semana lo pasé en Trevi, Umbría; llegué el viernes por la noche con la intención de pasar allí dos noches. El viaje fue un recorrido de 5 poblados o aldeas comenzando por Trevi, que era el punto de partida y llegada. Trevi, ciudad conocida como la capital del aceite de oliva, se levanta en la cima de una colina, mostrando airoso su pasado y su torre que se avista desde lejos, evocando tiempos ya lejanos de señores y guerras. He visitado Trevi algunas veces y siempre regreso.
El sábado empezó temprano con un paseo rápido, antes de las 9 de la mañana, de Trevi a Montefalco, la tierra del sangrantino, una cepa de vinificación autóctona, de cuyas uvas se extrae uno de los vinos más conocidos de Umbría. De allí a Bervagna, un pueblo pequeño que se cuenta entre los más bellos de la región, conocido también por las trufas negras, el vino y el aceite de oliva; a las 14.30 horas me dirigí a Norcia, en el sureste de Umbría. Conocida asimismo por las trufas, los ensacados de toda clase de carne y las telas, seguí a San Benedicto, patrón de Europa; visité su iglesia en ruinas que, cinco años atrás, fue destruida por un terremoto. Caminé unos 15 kilómetros, entré al museo de Montefalco, dedicado a San Francisco; en la iglesia aprecié algunos cuadros del «Perugino». Fue un día ajetreado y lleno de sorpresas, entre las cuales resalta la belleza del paisaje.
El domingo visité Spello, una ciudad medieval con murallas y entradas casi intactas, sus callejuelas con balcones llenos de flores y sus negocios abiertos que esperan a los turistas. Desde allí me dirigí a Castiglione del Lago, a la orilla occidental del lago Trasimeno. Este es un pueblo lleno de historia, donde se puede admirar el lago desde el alto de la torre de su invulnerable fortaleza. Amo Umbría, seguramente es una de las tierras más encantadoras de Italia, con su arte, reliquias, sus poblados y aldeas. La siento como un libro abierto, esperando que alguien se detenga y lo lea.
No puedo dejar de pensar en su patrimonio arquitectónico y artístico, en la belleza de sus paisajes, en sus tradiciones y artesanía; tampoco puedo dejar de pensar en el precio enorme que se pagaba para proteger a las ciudades con altas murallas y a los poblados en la cima de las colinas con torres de defensa. Cada ciudad tenía su señor y eran conocidas por el poder y quehacer de sus señorías. Entre ellas, había una guerra de todos contra todos, junto a una subordinación total a la autoridad, que también incluía a la iglesia; una alianza infranqueable entre el señor feudal y poder eclesiástico, que acumulaba impuestos y gran parte de la riqueza producida. Las señorías son parte de la historia y su presencia se evidencia en los castillos y palacios, en el arte y en ese pasado no lejano de guerras.
La iglesia, por su parte, sigue presente, pero no es parte del estado y se financia con donaciones, rentas y el 0.8% de los ingresos, que muchos le ceden como un diezmo moderno, que constituye una ínfima parte del viejo impuesto que se pagaba a los representantes de dios en la tierra. Ahora, este impuesto a la iglesia es voluntario y uno, como ciudadano, lo puede destinar a otros fines e instituciones; entre ellos, universidades, institutos de investigación, asociaciones de todos los tipos, incluyendo también a los partidos políticos. Pero la fortuna de la iglesia es incalculable y consiste en propiedades, tierras, obras de arte, inversiones enormes en la industria y en cientos de miles de casas y apartamentos. Basta entrar en una iglesia en Umbría o en cualquier lugar de Italia, por modesta que sea, para quedar deslumbrado por la majestuosidad de su arquitectura y el patrimonio en arte, pinturas, estatuas, objetos de todo tipo, joyas de oro y diamantes, que la convierten, sin lugar a dudas, en una de las instituciones económicamente más potentes de la tierra y cuya misión, en gran parte, es administrar en silencio su riqueza.
Mucho ha cambiado desde entonces en relación a las libertades individuales, a la posibilidad de viajar, de entrar y salir de las ciudades, y una de las diferencias mayores es la pérdida de terreno del dogma y el avance incesante de la innovación, el arte, la tecnología y la ciencia. En nuestros tiempos, la guerra entre pueblos vecinos no es el mayor riesgo que afronta la humanidad, sino, más bien, lo son las consecuencias del hacer del hombre en el ambiente y naturaleza. ¿Quién salvará a Umbría y a toda la tierra de esta enorme decadencia?