Desde que Gran Bretaña decidió abandonar la Unión Europea, en el referéndum de 2016, han sido pasado años de muy duras negociaciones, prórrogas y múltiples proyectos de separación de los que dependía el futuro de las dos partes. Todo parecía mejor encaminado luego de que un acuerdo amplio y progresivo fuera alcanzado en enero de este año y obtuviera su aceptación. Esto constituyó un logro, pues las dificultades fueron anticipadas como muy serias de sortear. Así ocurrió, y ha sido uno de los procesos más complicados e inéditos, tanto para los europeos como para los británicos.
Para la Unión Europea, en el momento actual, pleno de otros desafíos y con una economía golpeada por las consecuencias de la pandemia que no cede, el convenir un Brexit desafiante y, al fin de cuentas, inconveniente, sobre todo por haberse alcanzado la aceptación de los otros 27 Estados todavía miembros de la Unión, fue una negociación extremadamente agotadora y áspera. Sin embargo, se logró un equilibrio pragmático entre los que deseaban pasarle todas las cuentas a Gran Bretaña y los que, si bien de mala gana, priorizaron el realismo de que, pese a todo, Gran Bretaña seguía siendo europea; un gran factor que no dejará de existir y que debe ser aprovechado lo más posible, a fin de aminorar múltiples consecuencias negativas.
Por parte de Gran Bretaña, con dos gobiernos fracasados, los de Cameron y May, por sus choques con el Parlamento, que no les aprobó ninguno de los acuerdos propuestos, hasta la llegada de Boris Johnson y los nuevos resultados electorales, se auguraba un final menos traumático, al cumplirse, el 31 de diciembre de este año, el plazo final del abandono británico de la Unión. También Gran Bretaña debió sortear enormes aspectos para hacer realidad una decisión de su electorado que no se había previsto y para la cual no tenía preparación alguna. Por ello, el actual e intempestivo Proyecto de Ley del Mercado Interno, presentado por Johnson y ya adoptado por el Parlamento, ha trastocado todo lo obtenido.
Esta iniciativa unilateral ha enfurecido a la Unión Europea, aunque haya sido reducida a consideraciones técnicas, según argumentan sus promotores, a ser explicitadas antes del 15 de octubre próximo. La Unión Europea ha sido clara, calificándola de una violación a lo pactado y contraria al Derecho Internacional, exigiendo su retiro y el cumplimiento íntegro del acuerdo antes de que concluya septiembre. Los plazos corren muy rápido y resulta verdaderamente irreal creer que, en tan pocos días, se logre lo que tardó tantos años. Se han reservado los recursos legales internacionales correspondientes, los que aseguran ejercerán si no hay ningún progreso.
La política interna británica sobre el Brexit sigue siendo un dilema no resuelto, que divide a partidarios y opositores decididos, a pesar de que todos concuerdan en que habrá más perjuicios que beneficios y que las razones de fondo han priorizado sentimientos sobre razonamientos. Terminar con más de treinta años de integración del Reino Unido, materializada en el más ambicioso proyecto vigente, la Comunidad Económica Europea, en lo comercial, y la Unión Europea, en lo político, resulta enormemente contrario a un proyecto visionario, no solo por el abandono de uno de sus miembros principales, sino por los impredecibles efectos para otros menos comprometidos o insatisfechos con el proceso en curso. Había conciencia de que no sería nada fácil y así ha quedado demostrado.
Los innumerables acuerdos prácticos relativos a bienes, servicios, factores productivos y procesos relacionados han creado un entramado normativo imposible de deshacer en pocos meses, el que ahora debe concluir abruptamente, con o sin acuerdo, este año. Gran parte de la población británica aun no experimenta esta separación, pues todo continúa, provisionalmente, sin cambios. La realidad será otra a partir del 2021 y ahora será aplicada sin un período de adecuación paulatina, ya que los plazos habrán expirado.
La búsqueda británica de conservar dentro de la UE sus particularidades propias, como su moneda, su régimen de pesos y medidas, el tráfico carretero y de trenes por la izquierda, y otras excepciones, diferentes para los demás 27 Estados Miembros de la Unión, no han sido suficientes para terminar con un sentimiento nacionalista y segregacionista, que ha prevalecido, aunque sea por una mayoría escasa (51,9%), dividiendo el país. Los fracasos de Cameron y Theresa May, pese a los esfuerzos, y luego de una virtual paralización parlamentaria que rechazó todos los posibles acuerdos, han recaído en el actual Primer Ministro Johnson. Su mayor problema sigue siendo mantener las mayorías políticas necesarias, así como lograr las mejores condiciones en el Brexit.
Han sido los temas menos visibles los que siguen interponiéndose, como pesca, fronteras marítimas, territorios aduaneros, turismo, ecología, agricultura, circulación de bienes y personas, y tantos más que, si bien abordados en las negociaciones de salida, han encontrado el más decisivo obstáculo en el sistema y régimen que se aplicará en la frontera entre la República de Irlanda, que sigue en la UE, e Irlanda del Norte, que forma parte del Reino Unido. El acuerdo contempla una situación que preserva las dos Irlandas en su régimen particular, sin crear una frontera física, imposible en la práctica, que haría letra muerta cualquier abandono británico de la Unión y podría interpretarse como un rompimiento de los delicados términos de paz con Irlanda del Norte, los cuales le permiten seguir formando parte del Reino Unido. Boris Johnson ha dicho que la Unión Europea no tiene el poder de romper el país y justifica su iniciativa. Si sumamos las consecuencias para Escocia, o Gales, cuyo separatismo se ha incrementado, o algunas señales disidentes en miembros de la Mancomunidad Británica de Naciones (Commonwealth), tenemos una repercusión mucho mayor para la institucionalidad del Reino, si no en lo inmediato, probablemente a futuro.
Estas particularidades constituyen asuntos no resueltos que inciden en la ruptura de lo pactado. Por ahora, ambas partes han endurecido sus posiciones. Tal vez obedece a una presión negociadora buscando casi al final, el logro de más objetivos, o bien, se ha llegado al límite. Si no hay solución, Gran Bretaña debería dejar la Unión Europea sin un acuerdo y sin dejar de estar en Europa. Con ello cuentan los europeos, pues es difícil imaginar a Gran Bretaña actuando contra sus exsocios comunitarios. Se avecina la opción más indeseada, aunque les permita una mayor gobernabilidad interna, la que se ve incluso comprometida, ahora dentro de las filas del partido gobernante, cuyos ex Primeros Ministros han criticado esta intempestiva ley. Nada fácil para lo interno en el Reino Unido y un tropiezo adicional para un Brexit amparado por un acuerdo, o simplemente sin él. En definitiva, una mayoría circunstancial británica, podría terminar imponiendo a toda la Unión Europea, como a los propios partidarios de ella en Gran Bretaña, su postura intransigente, en perjuicio de todos.