Casandra era la hija de Hécuba, la segunda esposa de Príamo, rey de Troya durante la legendaria Guerra de Troya. Su nombre en griego antiguo: Κασσάνδρα significa «la que enreda a los hombres» o «hermana de los hombres». Casandra fue sacerdotisa del dios Apolo, una de las deidades más importantes de la mitología griega. Apolo estaba enamorado de Casandra y quería tener relaciones carnales con ella. Pero Casandra no lo correspondía. Es más, no le interesaba, ella quería el conocimiento, específicamente el «don de la profecía». Apolo accedió a dárselo, a cambio de un encuentro carnal, y Casandra aceptó. Sin embargo, una vez que tuvo los arcanos de la adivinación, Casandra echó atrás, rechazó el amor del dios y, por supuesto, el encuentro carnal. El dios olímpico, viéndose rechazado y traicionado, la maldijo escupiéndole en la boca y la sentenció a seguir teniendo su don, pero sin que nadie jamás creyera en sus pronósticos. Fue así que Casandra fue capaz de ver el asedio a Troya y su posterior caída. Pero, a pesar de sus insistentes llamados y advertencias ningún ciudadano dio crédito a sus vaticinios, ni siquiera sus propios padres. Ella y Laocoonte fueron los únicos que predijeron el engaño dentro del caballo de los griegos; sin embargo, ninguno de los dos pudo hacer algo para evitarlo.
Es por eso que el «síndrome de Casandra» describe un concepto ficticio usado para representar a quien cree que puede ver el futuro, pero no puede hacer nada para evitarlo. Y es que, hablando de síndrome, no es casualidad que una de sus definiciones sea la de: «conjunto de signos o fenómenos reveladores de una situación generalmente negativa». Ya que, en el comportamiento humano el negacionismo es una: «actitud que consiste en la negación de hechos históricos recientes y muy graves que están generalmente aceptados” (RAE). Esto ocurre porque social y psicológicamente el negacionismo es manifestado por personas que eligen evadir la realidad para negar una verdad incómoda. En otras palabras, el negacionismo es en esencia un acto irracional que obvia la validación de experiencias y evidencias históricas, a menudo traumáticas, en favor de una mentira más confortable.
Tristemente, muy tristemente, el negacionismo no sólo alcanza a los individuos; es un fenómeno social que suele extenderse a las masas. El primer acto negacionista masivo moderno fue la negación del Holocausto. Pero no fue el único, le siguió el negacionismo del VIH/sida, a partir de la década de los 90 en el siglo pasado; la negación del cambio climático antropogénico, iniciando en la década de este siglo y, la más reciente, el negacionismo de la COVID-19 que, como su nombre lo indica, inició en el año 2019 y ha tomado fuerza y vigencia este año 2020. Cabe entonces preguntarse, ¿qué genera todos estos actos negacionistas masivos? La respuesta no le va a gustar, porque es una «verdad incómoda».
De seguro, usted ha oído hablar del «lavado de cerebro» o ha oído decir, «a ese le lavaron el cerebro». Pero sabía usted que, de hecho, el lavado de cerebro es una reforma o, más bien, una modificación del pensamiento humano. Porque, ciertamente, no se propone y se ejecuta con la intención de mejorarlo, sino con la de adoctrinar y reeducar conceptual e ideológicamente al individuo a «una nueva forma de pensar»: la mía; la que yo propongo; la que yo digo; la que yo ordeno; la que yo impongo. Así es, el lavado de cerebros consiste en la aplicación de diversas técnicas de persuasión, por lo general coercitivas. Se aplican a los individuos, pero se transmiten a través de la colectividad. ¿Cómo? Mediante la propaganda; específicamente, mediante la propaganda política. La propaganda es una forma subliminal de transmitir y hacer llegar información de manera masiva. Su objetivo final es el de influir en la actitud mental de una comunidad, respecto a una causa o posición del interés de quien presenta la propaganda. Es por eso que quien o quienes la difunden, presentan solamente un lado o aspecto del argumento: ¡El suyo! Por eso también usualmente lo dan a conocer de forma repetida y lo proyectan en una amplia variedad de medios de comunicación.
Lógicamente el fin es obtener el mayor resultado deseado en la actitud de la audiencia, pero sin que ésta se dé cuenta de que está siendo manipulada de manera psicológica, ya que la propaganda se da de manera solapada a través de mensajes subliminales. Es lo que, en términos psicológicos, se conoce como persuasión coercitiva; en otras palabras, el lavado de cerebro. El individuo sometido a ella no se da cuenta, pero la acepta voluntariamente, ¿por qué? Porque la coerción se da junto con la concesión selectiva de recompensas para el individuo sometido a ella: sexo, ganancias, oferta, aceptación social, popularidad, etcétera. De esa manera el «dominador», quien ejerce la coerción, obliga al dominado a someterse ante sus creencias y sus pensamientos; lo subyuga a su voluntad y lo obliga a cumplir su propósito: todo con el fin de ejercer sobre el subyugado un control moral y conductual con fines políticos, proselitistas y de filiación. Mismos fines que, luego, el o la subyugada replicarán como si fueran propios.
Lo más triste de todo es que, llegado el Siglo XXI, esas técnicas psicológicas se han refinado con los aportes científicos de nuevas áreas desarrolladas para el control mental, como la psicopolítica y la psicología de masas. Áreas que específicamente se encargan de investigar por qué los individuos se contagian del comportamiento de los demás (lo asimilan); por qué lo imitan y lo repiten, ¡sin cuestionarse nada! Esta influencia repercute en todos los aspectos de la vida del dominado: el político, el religioso, el social, el económico, la moda, etcétera. Es por eso que yo lo llamo el «síndrome del coronavirus»: la maldición de Casandra llevada a los tiempos modernos por el negacionismo o la psicología de las masas aplicada a la psicopolítica.