Hace unos días fue liberada en Somalia una joven voluntaria italiana, Silvia Romano, que había sido secuestrada en Kenia por un grupo extremista islámico. Al llegar a Italia, bajó del avión vestida con un hiyab verde que le cubría todo el cuerpo y la cabeza. Inmediatamente, declaró que estaba bien física y mentalmente y además que se había convertido al islam, después de haber leído el Corán en árabe.
Personalmente siempre he sostenido que la religión, las preferencias sexuales, entre muchos otros aspectos, pertenecen a la esfera íntima de las personas y que esto no puede ser parte del debate público por respeto a las personas mismas y porque el Estado, escuela y política deben ser laicos - o actuar como si lo fueran - sin interferir directamente en estos temas. Lo que uno hace, piensa o cree privadamente es y tiene que permanecer un tema personal.
En Milán, la ciudad de Silvia Romano, muchos la esperaban y se alegraban de volver a verla, surgió una ola de rechazo y ataques personales completamente infundados, que la criticaban violentamente por haberse convertido y por haber trabajado de la voluntaria fuera de Italia, como si en el país no hubiera problemas serios que requieren ayuda y participación personal y estatal.
Lentamente, detrás de todos estos ataques se perfiló una teoría complotista, que acusaba a Silvia Romano de ser cómplice del terrorismo islámico y la ecuación, islam igual terrorismo, fue enarbolada como si esta fuese completamente legítima y sin dejar espacio para duda alguna. Una generalización, dirán muchos, basada en el silogismo: Silvia es de fe musulmana, todos los musulmanes son terroristas, ergo Silva es terrorista. Esta inclusión ilógica del «sujeto Silvia» en el universo llamado «terrorista» no ha sido demostrada y en práctica representa una aberración. Con la misma lógica le han negado su italianidad: Silvia es musulmana, Italia es católica, ergo Silvia no es italiana.
El problema es que este tipo de aberraciones se usa sistemáticamente en teorías que llamamos complotistas y que son el fundamento de un odio que crece y se multiplica sin conocer límites, sobre todo en las redes sociales, donde la agresión verbal es práctica cotidiana. En este mundo paranoico del complotismo, que se extiende como una mancha negra en el debate público y se manifiesta con cientos de rostros: antivacuna, anticuarentena, antisistema, antiemigración, vinculando personas y argumentos que están completamente disociados el uno con el otro. Bill Gates y Christine Lagarde son parte de un plan secreto para reducir la población mundial esterilizando a los jóvenes y “asesinando a los ancianos” para que el peso de las jubilaciones no lleve a una quiebra de las financias públicas en muchos países del mundo o peor aún que la pandemia es parte de un plan que lleva al control total de la humanidad.
La semana pasada en el parlamento italiano, la diputada Sara Cunial intercedió en la discusión pública, acusando a todos de un plan de exterminio global en un discurso que combina todas las aberraciones de complotismo clásico: falta de pruebas, inclusiones no demostradas, contradicciones, falta de relación causal, negación de la lógica y método de demostración sin nombrar fuentes ni mencionar datos, todo mezclado y sazonado con una majadería paranoica, donde el énfasis y la estrechez mental son la base de una falsa verdad. Al mismo tiempo un célebre personaje repite constantemente que el «China virus» escapó de un laboratorio en Wuhan y esto independientemente de todos los análisis y estudios que demuestran que el virus es el resultado de una cadena de mutaciones «naturales» sin intervención de ingeniería genética.
Lo que sorprende es que estas intervenciones se viralizan rápidamente y atraviesan fronteras y océanos, llevando a actos de violencia, persecución y calamidades como en las peores pandemias, insultando sin inhibiciones y transformándose en violencia, como hemos visto en el caso de Silvia Romano o en Michigan, donde «bandas armadas» insistían en su preciosa y sagrada libertad de contagiarse libremente y contagiar a los demás. Los objetivos de estos ataques están siempre dirigidos a los mismos: Georg Soros, Bill Gates, Christine Lagarde, Antony Fauci, Angela Merkel o cualquier otra persona que apele a la razón y a la ya casi inexistente capacidad de pensar.
El complotismo es una pandemia más peligrosa que el SARS CoV-2, y que ya ha causado cientos de miles de muertes y que anuncia una nueva era de estupidez global.