La pandemia de Covid-19 continúa su avance en América Latina (y el mundo), en un planeta cada vez más confinado, que cuenta día a día a sus muertos mientras suma signos de interrogación sobre su futuro inmediato y mediato, y el futuro de este mundo. Ya nada (o poco) será igual. Hay que repensar el mundo que viene y reconsiderar las prioridades de su agenda.
En una región como América Latina, hoy llena de temerosos con tapabocas, queda en claro que la prioridad no debiera ser el pago de la deuda externa, sino los problemas de salud pública. Las medidas de paralización total o parcial afectan a casi 2.700 millones de trabajadores, es decir, a alrededor del 81 por ciento de la fuerza de trabajo mundial.
Nuestras sociedades van reaccionando, y a las muestras de psicosis y paranoia de los primeros días, la solidaridad parece surgir de a gotas como el aliciente para garantizar la sobrevivencia humana. Pero como en toda crisis, no todos son afectados de la misma manera. Cuidar la vida propia y la de los demás es hoy el acto de solidaridad más grande. El virus se derrota con la solidaridad, que debe ser el principal valor de nuestras sociedades.
La ola neoliberal diseñada en Estados Unidos y puesta en marcha en nuestra región por Gobiernos neoliberales (tanto de fuerza como electos) ha desmantelado los sistemas de salud públicos, en provecho de las ganancias del sector privado.
Cabe recordar que la clave de la gran respuesta asiática al coronavirus ha sido anteponer la sanidad pública y los intereses de la población a la economía y los negocios. Recordemos, asimismo, que el inicio de la pandemia, China fue calificada por medios hegemónicos como el Chernóbil chino, inicio de la decadencia del gigante asiático… Esta es una crisis en la que nadie espera que las soluciones vengan de Estados Unidos.
La crisis ha mostrado, asimismo, una radiografía de la Unión Europea, con todas sus miserias e insuficiencias que ya mostrara en 2008: no existe solidaridad en la autopista de la globalización neoliberal –lo demuestra Alemania-, pese a la insistencia de Francia, España e Italia. Entre 2011 y 2018 la Comisión Europea exigió 63 veces a los países miembros que recortaran sus gastos en sanidad.
Lo cierto es que el coronavirus ha reducido las emisiones globales de CO2 en 100 millones de toneladas, y ha desencadenado una disminución considerable de los niveles de otros contaminantes atmosféricos, hasta un 36% en el caso del dióxido de nitrógeno. Obviamente, es un proceso esporádico que desaparecerá si se resuelve la emergencia sanitaria y se retome la actividad económica.
Se debe, sobre todo, a la bajada de la demanda eléctrica, que ha arrastrado a la baja el uso de carbón en centrales térmicas. Tanto las refinerías de petróleo como los fabricantes de acero presentan una significativa caída y el número de vuelos domésticos ha decrecido un 70%. Y ya en algunas ciudades europeas han descubierto que el cielo es azul.
Todo hace pensar que la economía capitalista está en guerra con la vida. Cuanto de forma más veloz se destruyen y se ponen en riesgo las bases materiales que sostienen la vida, publicitan que más sanas están las economías.
La llamada recuperación económica, la «reanimación de la economía» después de la última gran crisis del 2007-08, ha ido acompañada de un proceso de fragilización del derecho del trabajo, de las dificultades de muchas personas para conseguir una vivienda digna o mantener la que tiene, la pobreza energética o el endeudamiento. Para recuperar la economía capitalista, es preciso empobrecer a la gente y a sus territorios.
Geografía de clases
Las cifras de contagio y muerte revelan una geografía de clases donde los más pobres son los más devastados. Son primero víctimas no del virus, sino de la mayor desigualdad económica y social de las últimas nueve décadas. La epidemia es la tapadera perfecta para un golpe a las libertades. Algunas decisiones que están tomando estos días los poderosos, nos acompañarán por años.
Acaparamiento, compras masivas, subidas astronómicas de precios, mientras el desempleo se multiplica y se reducen los salarios de aquellos que aún conservan sus trabajos. La gente reacciona con histeria porque los políticos irresponsables minan la fe en la ciencia y en los medios de comunicación. Será difícil aprender a confiar otra vez.
La crisis sanitaria producida por la pandemia muestra la debilidad de un sistema mundial regulado para beneficiar a sectores minúsculos de la población y desamparar a las grandes mayorías: carencia de infraestructuras científicas y médicas y la consecuente desprotección de los más vulnerados.
Los grupos monopólicos de poder globalizado poseen agendas ajenas a los grandes problemas de la humanidad: la salud, los derechos humanos básicos, el trabajo, el medio ambiente, la violencia institucionalizada, la disparidad de género o las guerras no aparecen como problemas acuciantes que deben ocupar el centro de las preocupaciones políticas y/o económicas. Para el neoliberalismo financiarizado, estas temáticas son analizadas sólo como oportunidades de negocios.
La crisis reclama alternativas creativas para repensar el orden global. Si al 1% de la humanidad (que controla el 50 % de la renta) se le exige que tribute lo mismo que el 99% restante, se conformaría un soporte financiero apto para enfrentar la crisis sin arrojar a la pobreza y la indigencia a 1.500 millones de personas en los próximos meses, señala Jorge Elbaum, del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico.
El Covid-19 se ha convertido en el protagonista absoluto de la información. Para el virus, todo portador humano es una apuesta, como una máquina traga monedas.
Estamos de cara a la crisis del sistema, y las propuestas para enfrentar el virus no significan lo mismo para unos que para otros: amplifican las diferencias, contribuyen a la marginación y la vulnerabilidad y desnudan el costo del desmantelamiento neoliberal de la salud pública. El sencillo mensaje Lavarse las manos frecuentemente es para muchas familias más que consejo, una ilusión o burla, en una región donde el 40% de hogares carece de acceso a agua potable en sus casas, señala Álvaro Verzi Rangel.
Parece que nadie se preguntó que significa el Quédate en casa para aquellas familias que viven en villas miseria, favelas, hacinándose las familias en pocos metros, donde duermen, viven, cocinan, se higienizan… si consiguen agua. El confinamiento no es lo mismo para ellos, que encuentran en la calle la única posibilidad de superviviencia.
Y los medios –no sólo los hegemónicos- no saben cómo o qué informar, se pierden en lamentar las pérdidas bursátiles y se olvidan de los condenados de la tierra, los marginados de estas sociedades de consumo. Muchos, queriéndolo o no, desde derecha e izquierda, se han transformado en armas funcionales a la batalla que Estados Unidos ha lanzado para no perder su hegemonía económica frente a China.
Este fenómeno, el de las noticias falsas inspiradas en las usinas del gran capital que maneja los medios hegemónicos y las redes sociales, no es un hecho aislado, tampoco nuevo. Hoy es el coronavirus, mañana será otro el tema a manipular. En la guerra económica, la batalla ideológica-cultural es estratégica. ¿Por qué las autoridades y los medios de información hacen lo posible para propagar el pánico?
La gente trata de sobrevivir a la pandemia, que ha sumado incontables malas noticias, pero quizá también algunos puntos positivos, como la mejora de la higiene, la reducción de la contaminación y el fortalecimiento de los lazos sociales. Levantar muros, limitar el turismo y el comercio solo va a servir a corto plazo. El aislacionismo lleva al colapso del actual sistema. Y el remedio contra el coronavirus pareciera que no es separarse, como piensa Donald Trump, sino mantenerse unidos.
Perdedores, ganadores
Sabemos quiénes serán los perdedores, pero ¿quién saldrá ganando en este contexto? ¿Dónde se encuentra metida y revolviendo la famosa mano invisible del mercado?
Mientras un importante número de petroleras, aerolíneas y sectores industriales se enfrentan a posibles bancarrotas (y seguramente van camino a una mayor concentración del sector), las economías de plataformas, los servicios de telecomunicaciones conducidos por las Big Tech han tenido crecimientos sobresalientes junto con las grandes corporaciones de la biotecnología y desarrollo farmacéutico.
Esta nueva crisis no necesariamente indica un colapso del sistema capitalista, sino al menos una nueva puja por el cambio en las manos que lo conducen. Principalmente, dos sectores de la economía están transitando un acelerado crecimiento y son los que (se) alimentan (de) la vanguardia en CyT: el de las telecomunicaciones y el biotecnológico-farmacéutico.
El Covid-19 puso en descubierto, en todos los países que se basan en la lógica del mercado, la precariedad de la salud pública y la ausencia del Estado y de la planificación, con un «mercado laboral» desregulado, precarizado y mercantilizado en extremo, con niveles de desigualdad y pobreza económica, habitacional y energética que conforma el eslabón más débil de la sociedad.
En la actualidad, alrededor de 190 millones de latinoamericanos viven en situación de pobreza y 65 millones en situación de pobreza extrema; hay más de cinco millones de niños con desnutrición crónica, y la mayor parte también viven en zonas rurales.
Contamos, en general, con un Estado ausente en los problemas cruciales de la ciudadanía. La policía -y a veces el ejército- se transformó en la principal presencia del Estado en los sectores populares. La tendencia a que las crecientes medidas de excepción se vayan transformando en doctrina oficial es algo que practican en nuestra región, sobre todo en aquellos países con gobiernos neoliberales. Ello, en lugar de generar confianza, produce miedo y nos encierra sobre nosotros mismos.
La gestión oficial, más que una respuesta adecuada y medida a la situación, parece un ensayo general para la gestión de más crisis de nivel planetario, vírico, imparable que habrá de venir. Se ensaya cómo parar el mundo en pocas semanas, comprobar cuánto se puede hacer antes de su colapso, e instalar nuevas y profundas herramientas de poder.
Siguiendo el negacionismo del gobierno de Estados Unidos, varios países de la región, con gobiernos neoliberales, han demorado la puesta en marcha de medidas de aislamiento, condenando a un eventual genocidio. Es el caso de Brasil, de Ecuador, de Chile, de Colombia, donde la ciudadanía pide urgentes medidas contra el virus -con cacerolazos en las noches- y son los movimientos sindicales y sociales quienes salen en auxilio de la población más necesitada.
Pero no son los únicos: Alexander Lukashenko, dictador de Bielorrusia (diez millones de habitantes), dice que no hay que cambiar nada en el cotidiano, y por eso determinó que todo siga igual. Combatir el coronavirus es sencillo, explicó: basta con hacer sauna y beber vodka. Y Gurbanguly Berdinuhamedow, en Turkmenistán (seis millones de habitantes), adoptó una decisión bastante más radical: prohibió expresamente que se pronuncie o escriba la palabra coronavirus.
En nuestra región se verifica una rápida regresión del cuadro social donde el hambre se ha convertido en la peligrosa pandemia que afecta principalmente a los niños y la pobreza afecta al 40% de la población, lo que hace necesario aplicar una salida redistributiva de la riqueza, donde el control público sobre alimentos, agua y energía es clave para transitar hoy la emergencia sanitaria y conducir la productiva.
Esta situación de emergencia abre también carriles para discutir el papel del Estado, que en muchos de nuestros países se ha convertido en un mecanismo de reproducción y ampliación de las ganancias de las grandes empresas.
Es hora de repensar la perspectiva extractivista, productivista y consumista cuando se hace necesario salvaguardar al conjunto de la sociedad, a garantizar su alimentación, su acceso a recursos básicos como el agua (a la que no tienen acceso un alto porcentaje de la población) y la energía, y en particular a mejorar y coordinar el sistema de salud. Y como en todas las relaciones sociales, las situaciones frente a la pandemia tienen un sesgo de clase.
El reto no es tanto o solo el de parar el virus, sino probar cómo parar el mundo en un espacio de pocas semanas e instalar nuevas y profundas herramientas de poder y su ejercicio. La situación pandémica va instalando la respuesta del golpe «ordenador». Ésta es una guerra ideológica. Si no se logra reaccionar colectivamente e insertar una nueva idea de normalidad sobre la responsabilidad compartida de cuidarnos entre la ciudadanía y el Estado, quizá debamos vivir muchos encierros como éste.
Todo ello tiene que ver con el disciplinamiento social que tiene a los grandes medios de comunicación e información –y las redes sociales- como su principal instrumento de instalación. Esto no es nuevo: venimos padeciendo desde 1990 noticieros donde el 80% de la información tiene que ver con crímenes y delitos que atormentan a la ciudadanía y siembran el terror en la sociedad.
En contra de la plaga, el proyecto disciplinario pone en juego el biopoder médico y político que eventualmente reemplaza al poder soberano. Este modelo de separación social y exclusión es un despliegue biopolítico que muestra la tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como modelo a seguir. Las razones de salud y seguridad pública excusan una verdadera militarización de municipios, regiones y países.
Hay diversas visiones de futuro: Slavoj Žižek vislumbra una sociedad alternativa de cooperación y solidaridad, basada en la confianza en las personas y en la ciencia; el coreano-alemán Byung-Chul Han presagia un mayor aislamiento e individualización de la sociedad, terreno fértil para que el capitalismo regrese con más fuerza.
Desde el punto de vista económico, el derrumbe de la demanda y de la oferta por el parate de la producción, las prohibiciones de viaje y el cierre de las fábricas es una pesadilla para nuestra economía y nuestras sociedades. Pero para el medio ambiente es una bendición que circulen muchos menos vehículos y se consume mucho menos combustible, que las centrales eléctricas por carbón y el transporte aéreo se hayan paralizado: la emisiones de CO2 cayeron y varias ciudades del mundo lograron descubrir que el cielo es azul.
En América Latina crece la demanda social para que el Estado tome el control de la producción y la distribución de bienes esenciales, que frene especulación con los precios, que intervenga empresas, que asuma la responsabilidad de la producción de alimentos, que se ocupe de garantizar la provisión de electricidad, gas y medicamentos. remedios. Es que está cambiando el sentido común y la realidad supera toda la (des)información mediática.
La economía en nuestros países se va a paralizar, el mundo entrará en recesión. El virus circula en el movimiento del capital y detener el virus significa detener el capital. Y se necesita decisión política para hacerlo. Difícilmente lo pueda hacer un país aisladamente. Ahora se puede entender mejor los esfuerzos de Washington por sepultar los organismos de integración de la región, como Mercosur, Unasur, Celac.
Más allá de la gran desigualdad social, el problema grave que subsiste es un sistema de salud raquítico y muy privatizado, en una economía enfocada para enriquecer aún más a los ricos. Es el Estado el que hoy debe intervenir y administrar toda la red hospitalaria, incluida la privada, y contratar directa y abreviadamente la adecuación para la epidemia en todo hospital o clínica abandonado o cerrado. Y amputar de una vez por todas la mano tan visible del mercado.
Gracias a la lucha contra el Covid-19 hoy tenemos manos limpias y cielo azul. Debemos asumir que cada uno de nosotros está bajo la amenaza de este ataque, lo que nos hace participantes de una tragedia común. Pero cuando generalizamos, obviamos a los desposeídos, a los marginados, a las mayorías. Hablamos de crisis sistémica, de biopolítica, del fin del capitalismo (¡ay!), de lo que vendrá… olvidando lo más importante: el factor humano.
En América latina y el Caribe afrontamos la crisis del sistema, donde las propuestas para enfrentar la pandemia no significan lo mismo para unos que para otros: amplifican las diferencias, contribuyen a la marginación y la vulnerabilidad y desnudan el costo del desmantelamiento neoliberal de la salud pública.
Hay y habrá tensiones sociales sobre quienes pagan la factura de la crisis económica, y lo que se debe evitar es que esta situación recaiga sobre los trabajadores y esta vez la paguen los dueños de los bancos y de la deuda externa.
En toda la región, hay más de cinco millones de niños con desnutrición crónica, y la mayor parte también viven en zonas rurales. En Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá y Perú, más de las mitad de los pequeños que viven en el campo no come lo suficiente.
Y entonces, uno se pregunta –por ejemplo- por qué hay hambre en Argentina si el país produce comida para 440 millones de personas, diez veces su población.
Muchos Gobiernos de la región han adoptado la cuarentena y la restricción parcial de movilidad, que obviamente no tiene en cuenta la necesidad de salir de los trabajadores forzados por los empresarios y el trabajo informal.
En varios países ya han puesto en marcha medidas como moratoria de pago de alquileres, luz, agua y telefonía; bonos o rentas solidarias durante el tiempo que dure la crisis para personas afectadas o para toda la población en situación de vulnerabilidad, apoyo a pequeñas empresas y economía informal y a la producción y comercialización de pequeños campesinos, para que sigan garantizando la alimentación.
Según el escritor francés Albert Camus, la única manera de luchar contra la peste es la honestidad. Pero en este mundo, no es la honestidad la que priva en esta lucha contra la epidemia del Covid-19, sino el miedo. Al hoy, pero sobre todo al mañana.