Ya está. «Estamos en guerra» y no es el pobre Piñera, en su coprolalia habitual, el que lo dice. Quien se rajó ayer con tan ominosas palabras fue Emmanuel Macron, presidente de Francia. Hasta entonces su aguerrida jerga iba hasta «la movilización general». Tú ya sabes, movilización en plan conflagración, ofensiva y exterminación del enemigo. Como en 1914, cuando estalló lo que en la República gala llamamos «La Gran Guerra».
Lo que no fue óbice u obstáculo para que el ya mencionado Piñera, jamás desprovisto de ideas en plan patochada, decretase el estado de catástrofe nacional y le entregase las llaves del Fiat 500 a dieciséis, –ni uno más ni uno menos–, generales de nuestras gloriosas FFAA.
Todo será puesto en obra para detener al coronavirus, visto que los formularios que Mañalich hizo firmar en nuestras fronteras no dieron de sí y el microorganismo se infiltró en la copia feliz del Edén.
Cuando digo todo… es todo. Desde los corvos hasta la artillería reactiva, pasando por los F-16 y los submarinos Scorpene. Poco a poco, una reflexión filosófica de Descartes se adapta a nuestra maravillosa modernidad y contribuye a estructurar la estrategia de combate ante el llamado Covid-19:
Cogito, ergo… ¡Bum!
Hoy por la mañana, mi analista financiero preferido, John Mauldin, les lleva las de abajo a Macron y a Tatán. Johnny, ¿puedo llamarte Johnny?, excretó una «edición especial» de sus meditaciones financieras titulada literalmente Coronavirus Is Not an Emergency. It’s a War.
Lo que sigue debes leerlo en posición ¡Firm…!
Johnny no se detiene en tan buen camino y va hasta estimar el número de americanos que morirán, –un millón–, lo que dicho así parece fuerte pero si lo traduces a la jerigonza de los economistas se resume a un pijotero porcentaje: un pinche 0,3% de la población, la nada misma. Compara ese porcentaje con una tasa de interés, o con un índice inflacionario: peccata minuta. Mauldin no lo dice pero se ve que lo pensó: como la mayoría de los macabeos será gente de edad, su partida al valle de las pirinolas contribuirá poderosamente al equilibrio de las cuentas de la previsión. Ya ves por qué los economistas me provocan crisis de Enterobius Vermicularis, molestia que tú conoces como piduye.
Más interesante, y este es el meollo de mi parida, Johnny avanza cifras relativas al costo para los EEUU de la guerra contra el coronavirus, «costo que como el de la II Guerra Mundial tendremos que pagar entre todos» (atentos a esta última frase). La cifra calculada por Johnny se eleva a «varios billones de dólares». Billones, preciso yo, en el sentido hispano, o sea millones de millones.
Para ser prudentes, admitamos que el costo es de solo 2 billones de dólares. Traducido al PIB yanqui, que gira en torno a los 20 billones de dólares, eso da un significativo 10%, lo que dista un puñao de ser baladí. He ahí un detallito interesante: la factura del coronavirus.
Habida cuenta del confinamiento general –con la notable excepción de Chile, a pesar de la muy razonable insistencia de los alcaldes– buena parte de la actividad económica se detuvo total o parcialmente. No había que ser adivino para prever que los empresarios serían los primeros en llorar a gritos por eso de que guagua que no llora no mama, sabiendo que para los patrones mamar es la razón ontológica de su benefactora actividad.
En los EEUU la FED –el banco central de los amerloks– bajó las tasas de interés a 0% y no contenta de tan recurrido artificio (la FED mantuvo las tasas en 0% durante una década con motivo de la crisis de los subprime) volvió a inundar los mercados financieros con un billón y medio de dólares emitidos en solo una semana, con un respaldo conocido mayormente como my good name, o sea las patas y el buche.
El BCE, banco central europeo, que ya tenía las tasas de interés en cero por ciento, hizo lo propio, emitiendo liquidez a concurrencia de 750.000 millones de euros para comprar activos dudosos y así aliviar a los bancos y las grandes multinacionales.
Como dijo Gérald Darmanin, ministro francés de la Acción y las Cuentas Públicas (presupuestos), «cuando la casa está quemándose uno no cuenta los litros de agua para apagar el incendio».
Ahora bien, tal parece que los «esfuerzos de guerra» no están asociados tanto a derrotar la pandemia como a mantener la actividad mercantil, a socorrer a los empresarios y a blindar el sistema financiero.
Porque, ¿hace falta recordar esta evidencia?, la política económica no ha cambiado: se trata de sustentar hasta donde sea posible la búsqueda del crecimiento, profundizar el modelo productivista, sostener la tasa de ganancia y fortalecer la remuneración del capital en detrimento de la remuneración del trabajo.
La prensa obediente puede decir lo que quiera, pero hasta la OCDE reconoció que hace ya 40 años que crece la parte del PIB que remunera los capitales, mientras decrece la parte que remunera el trabajo.
No fue pues una sorpresa que en el campo de flores bordado LATAM solicitase la ayuda financiera del Estado, y que el señor Sutil, presidente de la CPC, de no muy sutil manera sugiriese: «Las medidas de liquidez del Banco Central también se pudieran aplicar en el caso de Latam Airlines».
Ante la negativa del gobierno, LATAM encontró una solución maravillosa: la prensa local la destacó en titulares:
Latam activa plan de crisis y pide a trabajadores bajarse 50% el sueldo en medio de histórica caída bursátil.
Cuando hace un par de días expuse mi convicción de que esta crisis, como las precedentes, servirían para concentrar aun más los capitales y para reducir los salarios, no imaginé encontrar un ejemplo tan brillante que sirviera de demostración.
Si a eso le sumas otro titular, tan rumboso como el anterior, no necesito perder tiempo buscando cifras, porcentajes, encuestas, tendencias, curvas ni previsiones:
Los tres multifondos más riesgosos de las AFP hasta ahora marcan su peor mes desde la crisis subprime: fondo A ya cae dos dígitos.
Nótese que las AFP han luchado con denuedo para convencer a los cotizantes más ingenuos de la conveniencia de optar precisamente por los fondos de alto riesgo, estos que en un abrir y cerrar de ojos se derrumban de manera estrepitosa.
Así, una vez más –en la materia mis artículos adolecen de ecolalia: son repetitivos hasta la saciedad– va quedando claro quienes van a pagar la factura del coronavirus o, lo que es más exacto, de la última crisis del capitalismo de la cual el coronavirus no es sino el revelador.
Cuando John Mauldin escribe «costo que como el de la II Guerra Mundial tendremos que pagar entre todos», asume que todos vamos en el mismo barco, sin precisar que se trata de una suerte de Titanic: unos van en primera clase y frecuentan las lujosas cenas del capitán, mientras los más van en las calas, incluyendo a quienes palean carbón para alimentar las calderas del bote. Casi sin excepción, en el Titanic se salvaron solo los de la primera clase.
Mauldin, además, miente. El Estado Federal no pagó las cuentas de la Segunda Guerra Mundial, como no pagó las de la Primera, ni las de la Guerra Civil y ni siquiera las de la Revolución americana que le permitieron a los EEUU independizarse de la corona inglesa. El recurso siempre consistió en la emisión monetaria, seguida de periodos de significativa inflación que hicieron desaparecer la deuda como por arte de magia: las deudas del Imperio no están inscritas en UF sino en moneda de Monopoly.
Milton Friedman lo sabía, él que declaraba «No le debemos nada a nadie: nuestras deudas están inscritas en dólares… ¡y los dólares los fabricamos nosotros!», dicho lo cual se apretaba la tripa riéndose.
Por consiguiente, a la pregunta Who’s paying, tienes que responder: «Como siempre: nosotros, los pringaos».