Una fracción de la sociedad colombiana se empeñó durante años en negar o considerar ajeno el conflicto armado de décadas. Buena parte veía distante la guerra en la que estaba inmersa hasta el cuello. Millones de personas, cada vez que se levantaban, se daban de bruces con bombas y muertos, pero en el televisor.
Y una tarde no bastó la cinta aislante que cubría las hendijas para tapar lo que se le venía encima al país. Los travesaños tampoco atajaron la violencia desbocada que entraba por puertas y ventanas e inmolaba sin compasión ni distingos.
Esa sociedad se aferró al primer salvavidas que halló: Álvaro Uribe y sus promesas engañosas, es decir, perfectas. El sagaz sujeto comenzó por gritar a voz en cuello lo que la ciudadanía en añicos quería oír, y que era consecuente con una minoría de matones convulsos y unas mayorías ávidas de algún mesías. Una sociedad presta a conformarse con la pertenencia a cualquier coro de áulicos de la manada ideológica que fuera.
Uribe fue astuto y empantanó las reflexiones sociales de fondo al afirmar que no era tal la guerra que se multiplicaba alrededor, y al ofrecer la pronta victoria en lo que fuese que no existía contra unos enemigos, vistos desde arriba, anacrónicos, pero de carne y hueso, bien armados, y con varias décadas de dedicación exclusiva a la guerra de guerrillas. ¡Mejor dicho!
Transcurrió el primer período de un gobierno en el cual los exterminios pasaron del pregón a la práctica, y el cometido no se alcanzó. Cundió el asesinato de culpables que con posterioridad se sabría de qué y de inocentes presentados como culpables, y nada. Transcurrieron entonces otros cuatro años en las mismas, de masacres como pan de cada día, y tampoco. Hubo más y más tierra prometida para los latifundistas, pero el triunfo rotundo sobre los contrarios jamás llegaría.
No llegó porque ninguna guerra se gana ni se concluye de verdad, menos aún en una agreste geografía como la colombiana, un Estado ausente de vastos territorios e inútil en los que está, en el caos y las pugnas inflamadas por el narcotráfico y la minería ilegal, y bajo unas condiciones ambientales y sociales insuperables para generar y regenerar adversarios y disconformes.
Década tras década, la misma conflagración resurge de entre las victorias pírricas, las derrotas pasajeras, los bombos mediáticos, las paces con todo pendiente y los pactos que no resuelven nada. Se reanuda con otras apariencias y los nombres que tengan las descendencias sobre las cenizas inextinguibles de injusticias y odios sembrados cada tanto.
No llegó porque a unos cuantos personajes con muchísimo poder no les conviene el fin de un negocio del que se han lucrado durante demasiado tiempo, cuyas medidas coyunturales (que suman más de doscientos años) les arrojan un manto de impunidad a las ilegalidades atroces que son lo único que saben desempeñar para hacerse a sus grandes fortunas y acrecentarlas (el mal lo perpetran muy bien).
Pero siempre subsisten detalles irritantes: resulta que la guerra que no se contempla (con los ojos vendados) supone a su vez una paz que no se advierte (ojos que no ven, corazón que sí siente… los balazos). La «guerra tranquila» a la criolla se basaba en armas estridentes y métodos escandalosos, y hasta a los más desentendidos se les apareció de cuando en cuando como espanto. Y así, pues no.
Una paz con guardaespaldas a montón y tanquetas, carreteras custodiadas, esbirros por autoridad, paramilitares de militares y estos de mercenarios, vecindarios turbados con el chivato adentro, Cortes contra las cuerdas, periodistas espiados, derechos quebrantados, y oprobiosas requisas y retenes de policía a cada kilómetro, ni sirve ni es la paz.
Medio país llegó a creerse el cuento de que esa era la única tranquilidad posible para unas estirpes condenadas a convivir con la crueldad por sino, inercia o idiosincracia. Pero tanto rueda el cántaro, hasta que se rompe.
La desigualdad da igual
El Gobierno de Juan Manuel Santos firmó la paz con la entonces guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y, por la razón que fuera, un número considerable de ciudadanos se prestó gustoso a sabotear lo acordado.
Al enfrentar el dilema plebiscitario de la bolsa o la vida, la guerra o la paz, muchos no sólo se inclinaron por la bolsa para unos pocos y la guerra para todos, sino que eligieron de presidente a quien les garantizaría la vuelta del desastre y personificaba la indolencia con la vida de cientos de compatriotas, sobre todo, de los territorios más distantes y olvidados. Iván Duque y las fuerzas que encarna arribaron al poder, y eso es lo que hay.
Yo no sé (nadie lo sabrá) quiénes se ganaron a Príncipe de Titiribí, Don Juanito y Rutinario, los tres caballos que Álvaro Uribe y su Agropecuaria El Ubérrimo donaron en beneficio de sus candidatos al Congreso, los pordioseros opulentos, los acaudalados míseros del Centro Democrático (ni siquiera de sus idiotas útiles, los montones de pobres que se creen de la gavilla de los pudientes), pero sí sé que el país entero se ganó la rifa boba del que dijo él, y ahí lo tenemos a cuestas.
El Estado, sea como sea, había pactado una paz de las tantas que le hacen falta al país más violento de la región y uno de los más conflictivos del mundo. Muchos colombianos comprobaron en carne propia que unas migajas de calma eran preferibles a las habituales refriegas sin salida de siglos. No obstante, entre la desidia del Gobierno saliente y la animadversión del entrante, pronto se hizo tarde para que la escampada fuera duradera.
Cuando la sociedad protestó por la vuelta de la lógica fatídica que ella misma acababa de votar, se enteró de paso que no sólo retornaba y era palpable la guerra incorpórea de las transmisiones televisivas, radiales y, ahora, también por internet, sino que vivía en medio de la peor de las dictaduras posibles: cortés por fuera, espeluznante por dentro.
Nada nuevo, pues disimular la realidad es una de las habilidades destacadas de las élites nacionales. En lo de embellecer dictaduras repugnantes la eficiencia ha sido tal que pocas veces han requerido de militares al frente de la jefatura del Estado. Recurren a peleles envalentonados, despóticos, que sobran, a los que les suministran las suficientes dosis de poder y dispensas. La depravación la traen consigo.
Desde la degenerada Regeneración de la segunda mitad del siglo XIX, y, sobre todo, desde el catecismo constitucional de 1886, esa Constitución clerical que, como alguien afirmó, fue un pecado mortal, del reaccionario Rafael Wenceslao Núñez Moledo y del doblemente ultramontano Miguel Antonio José Zolio Cayetano Andrés Avelino de las Mercedes Caro Tobar, es así. Y les funciona.
Ya un personaje de la época, Carlos Martinez Silva, contaba que en una oportunidad alguien le dijo a don Miguel Antonio Caro (para abreviar el apelativo de un avivato con tantos nombres como caras): «Hemos hecho una Constitución monárquica», y el retorcido, pero franco, «jefe de la reacción victoriosa» le respondió: «Sí, pero desgraciadamente electiva» (Lozano y Lozano, 1938).
La monarquía absolutista a lo Luis XIV era tan sublime para Caro como el Estado de opinión lo sería un siglo más tarde para Uribe. Ambas ideologías buscan que el poder del gobernante sea pleno, exclusivo, inalienable, sin controles y de uno solo. La primera, conjura al populacho de entrada, desde las alturas; la segunda, en cambio, se vale de él para encumbrarse y luego… Bueno, luego sí lo mismo. Caro o Uribe: que entre el diablo y escoja.
Ha habido reformas con afanes de renovación, pero, igualmente, innumerables contrarreformas, íntegras o parciales, de articulados o de «articulitos», que regresan al país no tan lejos del punto de partida como se cree.
En el sentido que sea, las cifras no mienten: setenta reformas padeció la Carta Política de 1886 en ciento cinco años; cincuenta y dos acumula, en veintinueve años, la de 1991.
La Constitución de 1991 algo hizo. Cantidades, a decir verdad, en un protectorado confesional que hubiera sido el encanto del monacal rey español Felipe II. Tal Constitución cambió vocablos y principios, y modernizó conceptos casi al nivel de la reforma de 1910, e, incluso, al de la Constitución de Rionegro, de 1863. Un rejuvenecimiento incuestionable en las ideas que no tiene nada que ver con ciertos desórdenes de la cronología.
Pero mucho más han hecho los Gobiernos desde entonces para devolver a los colombianos de inicios del siglo XXI al redil de los sometidos de finales del XIX, en negación de derechos, privación de libertades, censura, extralimitaciones, trampas leguleyas, exclusiones, revoltijo jurídico.
Y en la noción de una republiqueta bananera unitaria que en verdad ha sido la plantación de un centralismo desaforado (o sea, fuera de lo común para los saqueadores del Estado), pero infecundo (para los millones de gobernados). Una bananera que, adicionalmente, es un platanal.
La pretendida democracia de la Constitución de 1991, en todo caso, sigue esfumándose al paso que aumentan las soluciones de represión. No hay democracia o no sirve cuando es altísima y creciente la judicialización. Una relación inversamente proporcional, y un remedio caduco (y caducado) del que Colombia toma dosis ingentes y frecuentes.
Ay, don Miguel Antonio, que en lo taimado e ideológico es un predecesor insuperable de Álvaro Uribe. Ay, don Rafael Wenceslao Nuñez, que es el ascendiente preciso en trasfuguismo politiquero, apegos y angurrias de poder. Y ambos antepasados, ay, al igual que el legatario contemporáneo, diestros en el manejo de títeres y de gran suficiencia para nombrar presidentes agregados.
Pero al paseo bugueño (salida harta de niños con niños y niñas con niñas) de Duque no le ocurrirá lo del bugueño (aunque nacido en Cali) general (todos eran generales) Eliseo Payán, que por liberal lo dejó Núñez a cargo de su presidencia de bolsillo, y que por una que otra providencia liberal adoptada por el escogido hizo que el Congreso lo destituyera de modo fulminante cinco meses después (¡vaya!, lo mismo que quiso hacer Uribe con el díscolo Juan Manuel).
No sucederá puesto que Duque tiene bien claro que su discurso de tolerancias, inclusiones y equilibrios, cada vez más evitado por sobrante, sólo es un tachable renglón del simulacro. Y ni siquiera él es quien tacha.
Un exabrupto de los brutos
Lo que esa sociedad no reparó en décadas lo escarmentó en tres o cuatro horas, cuando los cancerberos que engordó desde ese fraudulento sosiego llamado Seguridad Democrática se dedicaron a golpear sin clemencia a marchantes en desbandada, secuestrar ciudadanos al estilo de bandidos, y a matar muchachos con proyectiles autorizados en asesinatos de reglamento (Dilan Cruz, por ejemplo).
Una cuestión es el SMAD abusando de los indígenas en el Cauca, o la policía aliada con criminales y militares operando codo a codo con paramilitares en pueblos remotos, o dando de baja a civiles distraídos, desarmados y desempleados, y otra distinta son esos destacamentos arremetiendo contra los jóvenes de las ciudades, también sin futuro, pero con papás y mamás dispuestos a cualquier escándalo por la vida de sus crías.
Las arbitrariedades así se ven porque se ven, pese a que algunos medios dominantes no las muestren o las tergiversen, y a que la mayor parte de los informes oficiales den fe de que las irregularidades cometidas contra los ciudadanos fueron conforme a la Ley.
Donde lo más grave no es que los funcionarios tapen o mientan, sino que en bastantes ocasiones tienen razón. La jurisprudencia se armó y arma para convalidar los atropellos. ¡Pero tampoco para tanto!
Anda en ciernes, a propósito y por consiguiente, un proyecto de ley estatutaria para regular la protesta social y prevenir los desafueros en las pancartas y gargantas de alborotados y alborotadores: que la ciudadanía, en vez de exigir, suplique por sus derechos; que patalee quieta, rechifle en silencio, o marche pacíficamente a la fuerza.
Claro que actúan cuadrillas de vándalos que causan destrucciones planificadas y en sitios puntuales; infiltrados pagos por enemigos de las marchas antes que marchantes. Pero otra cosa son los grupos de descontentos a los que les cierran las puertas a medida que las van tocando, que gritan groserías y pintan grafitis. La enorme sociedad encerrada afuera (de todo). Lo llamativo es que la Fuerza Pública llega tarde al control de los salvajes, pero castiga de antemano a los maleducados.
El proyecto de ley, como de costumbre, es otro exabrupto de brutos: un planteamiento inconstitucional del gobierno y los congresistas cómplices que equipara la protesta social con la criminalidad, y que difumina los límites entre la marcha de estudiantes fastidiados y una bandada de bandoleros.
Una flamante «Ley de los caballos» (Ley 61, 1888) remozada e implacable, cosida con los mismos retazos justificativos de la decimonónica: Para prevenir y reprimir administrativamente los delitos y culpas contra el Estado que afecten el orden público (Art. 1). Y para proteger la propiedad privada, no las libras de sal del tendero de la esquina (que quebraría si se las roban), sino esas leyes inicuas expedidas en favor de quienes de verdad la detentan: terratenientes, agroindustrias, multinacionales.
La Ley de los caballos ya era retardatoria hace más de un siglo y constituía un sumario de excesos que, encima, buscaba reprimir cualquier «foco de propaganda revolucionaria o de enseñanzas subversivas». Ni que decir tiene cuál es el carácter a estas alturas de la antigualla de Duque.
La Ley de los caballos duró una década y le permitía al Ejecutivo imponer un amplio repertorio de castigos, desde imponer tiempos de prisión sin tope y secuestros, confinamiento y expulsión del territorio (hoy a cargo del paramilitarismo), hasta invalidar de plano los derechos políticos.
No era sino una apariencia de legalidad para anular ruidos en el sistema (inconformes), perseguir adversarios (líderes carismáticos), y para subyugar a los militares a disgusto, ya que el Ejecutivo fue facultado para «borrar del escalafón a los militares indignos de la confianza del gobierno».
Un serio antecedente doméstico, además, de los montajes judiciales y del premio a los delatores. Y del soborno a testigos, la vieja maña que ciertos malhechores no descuidan. Uno de los delitos por los que, justamente, fue vinculado formalmente el expresidente Uribe al proceso que le adelanta la Corte Suprema de Justicia.
No es nuevo eso de que las leyes no se promulgan: se acondicionan, según el cabildeo de los interesados o de acuerdo con los apegos del parlamentario influyente (secuaz). No buscan proteger a las personas comunes y corrientes, ni siquiera corregir a las desobedientes, sino destruirlas. Es una herramienta más del poder aniquilador del estado (atrapado por el Gobierno de turno). Esas son las patrañas con las que reglan los legisladores y nos regularizan.
La «Ley de los caballos» fue hecha por los godos más godos para la «alta policía» en ciernes, mientras que la reciente parece esbozada por los elementos más retrógrados desde el interior de la propia institución.
La mote se le debe a don Fidel Cano Gutiérrez, el mítico fundador de El Espectador, cuyas críticas a la Ley, tan feroces, como certeras, le acarrearon el cierre del recién creado periódico. Dicha Ley se expidió gracias a una realidad magnificada, es decir, a una mentira.
Algunos caballos aparecieron con la cola «desmochada» en los municipios de Palmira y Pradera (Cauca). Un alcalde «de imaginación trágica» transmitió el infundio de caballos degollados. Un gobernador «impresionable» vio detrás “una horda de bandidos” levantada.
Y un presidente oportunista, como ninguno otro volvería a serlo hasta 2002, que «de todo sabía sacar partido, vio una ocasión de investirse de nuevas facultades y llenó de alarma a los cándidos delegatarios entonces reunidos» (Cano).
Ese presidente no era otro que Rafael Núñez, esos «honorables delegatarios» no eran más que oficinistas nombrados por él, y la horda de bandidos que destruiría las instituciones públicas era «un pobre loco que se divertía con tales trasquiladuras». Al lomo de un bobo y un vivo nació la Ley de los caballos. Ninguna sorpresa en los imprudentes asuntos de nuestra jurisprudencia.
Una conjunción de la pretérita con la venidera que es causal, no casual. El coercitivo proyecto de Ley de Duque tiene las mismas pretensiones que la aludida, con un pequeño detalle sobresaliente: se esfuerza a toda costa en evitar la movilización social.
En el primer párrafo del El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), Karl Marx afirma que Hegel, cuando se refiere a que los grandes hechos y personajes de la historia universal acontecen dos veces, «se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa».
En Colombia es cierto que se cumple la regla hegeliana, pero no la popular acotación de Marx, porque aquí los hechos y los personajes suceden como ambos géneros dramáticos al tiempo, y ni siquiera como tragicomedia, lo que sería de suponer, sino en forma de comedia para unos cientos y tragedia para casi cincuenta millones de habitantes.
Las derivaciones de la Ley de los caballos no fueron de otro modo. Frente al grave estado de cosas suscitado, Fidel Cano escribió en 1888: «Cualquiera diría […] que las víctimas de la hecatombe de Palmira y Pradera fueron los miembros mismos de la representación nacional; que los ciudadanos de Colombia somos caballos (de carga probablemente)…». Mejor dicho, otrora y ahora, la víctima es la sociedad.
Con o sin las atribuciones de su abusiva Ley de los caballos está visto que Duque no va a dejar de ser otro de los caballitos que Uribe rifa y sobre los que se monta sin regar el tinto. Amanecerá y veremos si los colombianos somos los caballos de carga de que hablaba el clarividente periodista Cano, o los borregos aturdidos que hasta Iván Duque mangonea. O si la patria, un buen día, se le va con otro.
Si la patria se hastía de tener por dueños y gobernantes a mafiosos y forajidos, como lo dio a entender a fines del año anterior con las masivas movilizaciones y las protestas por el continuado asesinato de líderes sociales y de indígenas, con el desprestigio sin fondo del presidente, con el hastío frente al insalubre sonsonete discursivo del expresidente Uribe, o con las posiciones valientes de algunos congresistas y militares.
A esa patria, qué duda cabe, como el sargento a la Adelita (en realidad, miles de adelitas) del célebre corrido de la Revolución mexicana, a esa sí la seguiría por tierra y por mar…
Bibliografía
Marx, Karl. (1852). Obras escogidas en tres tomos. El 18 Brumario de Luis Bonaparte. (1981). Tomo II., págs. 404-498. Editorial Progreso: Moscú.
Lozano y Lozano, Carlos. (2009). Obra escogida. La Reforma Constitucional de 1936. (1938). Selección: Fernando Mayorga García. Pág. 125. Ed. Universidad del Rosario: Bogotá.