A los muchachos de mi generación en América Latina — quienes empezamos nuestra educación intelectual allá por los años 70 y 80 — nos tocó vivir, para bien y para mal, una época absolutamente intoxicada por las ideologías. Era un mundo dividido en derechas e izquierdas, una concepción binaria de la sociedad que podía tener el encanto del fragor y la lucha conceptual, es cierto, pero que podía también transformarse fácilmente en reduccionismo malsano y en estiércol semántico.
Llegaba a límites increíbles, según recuerdo. Amistades o familias que se rompían, y no se hablaban por años, producto de las devociones a Karl Marx o Adam Smith. Parejas que se escindían, como una especie de versión moderna de «capuletos» y «montescos». Esa guerra fría, que no sólo existía en las armas, sino también en las ideas, partió en dos la generación que yo viví, y también las dos generaciones previas. Eso fue el siglo XX, con sus grandes luces y sus sombras.
Hubo alguien que, de alguna manera, nos salvó a muchos jóvenes de aquel tiempo de caer en esos extravíos, o al menos nos previno de ello. Fue Albert Camus. Cuando yo tenía 16 años, un excepcional profesor de filosofía del Colegio La Salle de Costa Rica, quien se llamó Diego Alfaro (hoy fallecido, y a quien nunca podré agradecerle todo que hizo por mí y por tantos otros que fuimos sus alumnos) puso frente a mis ojos dos libros: El Extranjero y el Mito de Sísifo. Únicamente me dijo: lea y después hablamos.
Los devoré en tres días. A estas alturas, con seguridad puedo decir que pocos libros han significado un remezón interno tan intenso en mi vida, en el orden intelectual, ético y en muchos otros sentidos. De repente, me percaté que la libertad (ideológica, moral, epistemológica y la propia libertad personal, en el sentido más extenso del término) era posible.
En un mundo de antípodas conceptuales, de blancos y negros ideológicos, con estridentes profetas pro-soviéticos y pro-capitalistas como fue el siglo XX, de repente aparecía un tipo que postulaba que si la verdad existiese, en cualquier caso estaría en la zona de los grises y los claroscuros. Un escritor que afirmaba que las ideologías no importaban demasiado, y que nunca deberían estar por encima de los hechos y lo seres humanos. Poco después conseguí y leí con avidez el resto de su obra: El hombre rebelde, La peste; La caída, El exilio y el reino, Cartas a un amigo alemán y sus excepcionales obras de teatro, Los Justos y, sobre todo, Calígula, la cual he podido ver representada un varios países, y siempre asisto a ella con la misma emoción y fervor de la primera vez.
Con el tiempo, estudié su célebre polémica con Jean-Paul Sartre, que partió en dos a la intelectualidad europea (y también a la latinoamericana de la época). Sartre, pro-soviético casi hasta al final de su vida, se enfrentó a Camus por las denuncia de este último contra las matanzas de Stalin, los campos de concentración y la invasión a Hungría. Contra el argumento sectario de Sartre del «compromiso político del escritor» (dispuesto a hacerse la vista gorda en función de su visiones ideológica) Camus opuso el principio de «independencia e individualidad» del ser humano.
El tiempo pone todo en su lugar. Y en estos días — que se cumplen 60 años de la muerte del gran escritor argelino — se puede decir con claridad absoluta que las tesis de Camus ganaron la batalla. Como referente moral y político, Camus ha sido mucho más importante que Sartre para las últimas generaciones, quien tiene valor hoy básicamente como filósofo, ni siquiera como buen novelista, a mi juicio. Camus sigue vigente y sus libros se siguen leyendo con avidez por las nuevas generaciones. Basta entrar a una librería de México DF, Bogotá, Buenos Aires o San José de Costa Rica. Sus libros se siguen reeditando, los muchachos se los siguen pasando de mano en mano, como una clave cifrada.
La utilización del método camusiano de libertad epistemológica (que podríamos llamar «La Navaja de Camus», parafraseando a «La Navaja de Ockam», tan común en la filosofía) tiene más actualidad que nunca.
Bien lo podrían leer muchos en América Latina y otros lugares del mundo en esta nueva arremetida de fundamentalismos ideológicos, religiosos y económicos, de populismos revividos de diversa índole que amenazan con barrer la racionalidad y la convivencia democrática que nos tocó dos siglos construir, a sangre y fuego, desde las épocas de Kant, Voltaire y la Ilustración.