Bolivia es un país intenso y hermoso, el cual visité muchas ocasiones entre 1990 y 2005 (antes de la llegada de Evo Morales) colaborando con el IIDH en las leyes del Poder Judicial, el Ombudsman y otras reformas. Conozco La Paz, Cochabamba, Santa Cruz y muchas otras ciudades. Tengo amigos entrañables allá. Justamente por eso, por respeto a su historia y a su gente, me he esperado algunos días antes de escribir estas notas.
Me asombra la irresponsabilidad y ligereza con la cual miles, o cientos de miles de personas (en toda América Latina) sin conocer bien ese país, sin conocer su contexto, sin recabar información a fondo, se han arrojado a decir cosas en las redes sociales y los medios de comunicación. Sintetizo ahora mi opinión en estos 9 puntos.
Esa Bolivia de 1990 que yo empecé a visitar era todavía cuasi-medieval, manejada enteramente por la élite blanca de Santa Cruz (descendiente de españoles, alemanes y otros europeos), un 20% de la población que había gobernado por siglos sobre el restante 80%, indígena o mestizo. En ese momento, el presidente era Gonzalo Sánchez de Lozada, un tipo curioso, con apellido de conquistador castellano, pero que hablaba el español con acento inglés (pues su infancia y juventud la vivió en los EEUU). Ese peculiar acento le parecía hasta gracioso a su entorno de poder, fundamentalmente oligopolios nacionales y extranjeros. Así eran las cosas. Desde fines del siglo XIX, el Ejército y la Iglesia fueron siempre los grandes árbitros que quitaron gobernantes y administraron la segregación social a sangre y fuego.
El Ejército realizó más de 180 golpes de Estado en su historia republicana. Tan sólo entre 1978 y 1982, el Ejército ofició 8 golpes de Estado, prácticamente uno cada seis meses. La palabra democracia siempre costó mucho que se arraigara en Bolivia. Los pocos gobernantes realmente democráticos que tuvo el país en el siglo XX , como el gran Víctor Paz Stenssoro o Siles Suazo, fueron siempre sacados del poder a metrallazos y tanques por los militares.
En lo económico (las cosas hay que decirlas por su nombre), durante los siglos XIX y XX , Bolivia fue un país expoliado por esa pequeña elite sobre la gran mayoría indígenas (aymara o o quechua), con una pobreza extrema de casi del 40% y con sus mayores riquezas naturales (petróleo, gas, minería) en manos de empresas privadas extranjeras que se dejaban cerca del 95% de las ganancias. El fisco y el pueblo boliviano solo recibían el 5%. En esos años, daba dolor caminar por muchas localidades del país. Más aún que la pobreza, daba dolor ver la sumisión cultural y la segregación racial. Los meseros en los restaurantes no le miraban a uno a los ojos. Una sumisión de siglos, exactamente los cinco siglos de la conquista. Junto con Guatemala, fue históricamente el país de América Latina de mayor apartheid y discriminación que yo haya visitado.
En ese contexto, la llegada de Evo Morales al poder en 2006 era sólo cuestión de tiempo. Se veía venir desde una década antes o mucho más, era una suerte de reivindicación histórica, antropológica y cultural. Era la historia misma, el milenario mundo aymara y quechua, cobrando sus cuentas.
Según el propio Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial la presidencia de Evo Morales no pudo ser más exitosa. En 2006, el exmandatario recibió uno de los países más pobres de la región, con índices de pobreza extrema que llegaban al 38,2% y hoy es solo del 15,8 % (ver reporte Banco Mundial).. El crecimiento económico de Bolivia fue uno de sus mayores logros. El PIB del país aumento 4% todos los años por más de una década, siendo el crecimiento más sostenido y sólido de toda Suramérica según el propio FMI.
La disminución en cifras de desempleo también es destacada. Bolivia cuenta con una población superior a los 11.300.000 habitantes, de los cuales casi la mitad, 5.300.000, hacen parte de la población activa. Evo Morales inició su presidencia con el 8,1% de desempleo y la redujo al 4,2%. A esto se suma el aumento del salario mínimo, que sus 13 años, pasó de 60 a 310 dólares mensuales. La infraestructura se desarrolló y mucho de ello fue resultado de la nacionalización de los bienes estratégicos como los hidrocarburos y la minoría. El propio Banco Mundial contabilizó más de 8.100 obras de infraestructura y avance durante todos estos años.
El gran error de Evo Morales fue tratar de eternizarse en el poder y apostar por la reelección en un cuarto período. Cayó en la tendencia de los otros gobernantes del Alba. El referéndum del año anterior, 2018, el cual pierde por 51% a 49% debió haber sido el campanazo para no extender más su gestión. En efecto, la elección de hace un mes parecía haber tenido irregularidades importantes, interrupción del conteo y otros puntos negros decisivos. Todo parecía indicar, según indicó la OEA, que se trató de una elección opaca, manchada por fraude en varias regiones. Muchos de sus allegados más cercanos, incluso periodistas de izquierda como Raul Zibechi, han confirmado que ese error de Evo, de seguir insistiendo en su omnipresencia, le enajenó el apoyo de importantes grupos indígenas y de muchos otros sectores de la sociedad boliviana. Aparte de ello, la economía empezaba a mostrar signos de fatiga, con una inflación cercana al 8%. Incluso la Confederación de Obreros Bolivianos (la COB), parte de su base natural, le quitó su apoyo. Se empezó a gestar una rebelión civil en su contra. Era el momento de salir, de que operara la alternancia en el poder, lo cual es parte del juego democrático. Evo no lo entendió.
Presionado por la circunstancias, Evo Morales concedió (un día antes de su salida del poder) que se realizaran elecciones en los próximos meses. Es decir, ante la presión interna y externa, acató la solicitud de la OEA que le solicitaba repetición del sufragio. Es decir, la solución constitucional y jurídica estaba prevista y podía realizarse.
Todo lo anterior nos lleva al punto final. ¿Se justificaba la amenaza del Ejército? Si Evo Morales había concedido repetir la elección tal y como le indicaba la OEA, ¿se justificaba la amenaza del Ejército—declarada en cadena de televisión nacional por el general Kaliman y por ese personaje ominoso y oscuro llamado Luis Fernando el «Macho» Camacho — cercano a grupos para-militares de Santa Cruz, y que ya muchos llaman el Bolsonaro boliviano y que entró al Palacio Presidencial con la Biblia en la mano afirmando «Bolivia es para Cristo»?
Desde luego que no. La amenaza de Camacho, apoyado por el Ejército, no fue un bombardeo militar sobre una casa presidencial, pero técnicamente fue la intervención de un actor institucional militar alterando el orden civil. Técnicamente, generó los mismos efectos de un golpe de Estado. Evo Morales, ya desgastado en los últimos meses, iba perder la nueva elección que se tendría que realizar con un nuevo Tribunal Electoral. Lo que se buscaba con ese acto de Camacho y sus allegados militares era desaparecer a Evo del panorama político a toda costa. O desaparecerlo físicamente.
Lo grave del caso es que esta nueva aparición de las Fuerzas Armadas en un país de América Latina (los militares asustando con sus armas) está siendo asombrosamente apoyada por cientos de miles de personas en la región. Algo triste y ominoso. Es volver al pasado. A la noche oscura de las dictaduras.
Y una aclaración final: quien escribe este artículo se ha opuesto férreamente a los regímenes de Nicaragua y Venezuela. Creo tener autoridad moral para escribir estas líneas.
¿Con qué autoridad moral quienes se oponen a la mano militar de Ortega y de Maduro, justifican ahora la mano militar de Camacho, Williams Kaliman? Hay que ser consecuentes. El autoritarismo es el mismo venga de donde venga: desde la izquierda o la derecha. O creemos realmente en la democracia, o retrocederemos décadas en América Latina.