EEUU se cree desde tiempo inmemorial dueño y señor de calificar al resto de las naciones como amigables o malvadas y de que sus aliados secunden sin más su clasificación. Pero, ¿es compartida su visión imperial por la comunidad internacional?
Aunque ya no se sabe muy bien quiénes son los amigos de EEUU, pues su actual presidente disfruta poniéndolos constantemente contra las cuerdas, convengamos que son los aliados estratégicos de siempre, sobre todo los del hemisferio occidental, mientras que aquellos que le llevan la contraria y no se pliegan a sus deseos son los Estados «canallas» o «forajidos». La lista norteamericana de países «malvados» ha variado a lo largo del tiempo pero en este momento tres naciones latinoamericanas se encuentran en ella: Cuba, Nicaragua y Venezuela. John Bolton, asesor de seguridad nacional de Trump y «halcón» de larga trayectoria, ha definido a sus gobiernos como la «Troika de la tiranía» (Troika of Tyranny) y a sus capitales como el «Triángulo del terror». Así que la superpotencia ha decidido imponer sanciones y castigos, algunos recientes y otros, como los que renueva contra Cuba, casi antediluvianos.
¿Comparte el resto de la comunidad internacional esa clasificación y esas sanciones?
Cuba
Comencemos por Cuba. Aquí la respuesta es sencilla: la comunidad internacional no la comparte. De lo contrario, no votaría todos los años contra el embargo norteamericano -en 2018, con 189 votos contra dos: EEUU e Israel-, ni tampoco los Gobiernos canadiense, mexicano, francés, británico o español, y la propia Comisión Europea, protestarían contra el Título III de la Ley Helms-Burton, de efectos extraterritoriales, que permite perseguir judicialmente en EEUU a empresas extranjeras que tengan negocios en Cuba si implican bienes o activos nacionalizados después del triunfo de la revolución. Hasta tal punto llega el desacuerdo europeo que la UE ha amenazado a EEUU con medidas de represalia hacia empresas norteamericanas si se sancionase la actuación de las europeas en la isla.
¿Cuál sería una mejor política? Sin duda, la que promovió Obama: dar un respiro a la isla, que cuenta ya con 60 años de embargo norteamericano, y apoyar así el proceso de reformas en que está inmerso su Gobierno. Un proceso que busca liberalizar la economía y conceder un mayor espacio a la inversión extranjera y a la pequeña y mediana empresa privada cubana. Un proceso, también, que ha ido levantando las prohibiciones «absurdas» que hasta hace poco tenía que soportar la ciudadanía: la compraventa de viviendas y automóviles, viajar al exterior, contar con internet…
Sin duda son medidas insuficientes, pero son las más urgentes y van bien encaminadas. Ojalá se vea pronto, también, una ampliación de las libertades individuales que acompañen los derechos colectivos que tanto se han enraizado allí, como la salud y la educación. En cualquier caso, la comunidad internacional haría bien en apoyar decididamente este proceso reformista, sobre todo por el bienestar de la población cubana, pero también en defensa de las empresas que operan allí, a pesar de que cuenta con dos grandes obstáculos: la hostilidad norteamericana y la reacción que ésta provoca en la isla, dando alas a los dirigentes más reacios a los cambios.
Nicaragua
Pasemos a Nicaragua. La respuesta en este caso también es sencilla: la mayoría de las naciones agrupadas en la Organización de Estados Americanos (OEA), los países europeos, el Parlamento europeo y la Comisión, distintos organismos de Naciones Unidas, como la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, y ONG de derechos humanos fuera de toda sospecha, como Amnistía Internacional, condenan sin paliativos las tropelías de su Gobierno. No es extraño, a la vista de lo lejos que han llegado el cruel Ortega y su ambiciosa esposa y vicepresidenta Rosario «Drusila» Murillo. Su actuación puede resumirse, paradójicamente, con palabras del dictador Anastasio Somoza, contra el que ambos lucharon, cuando definía su política de las tres p: «Plata para los amigos, palo para los indiferentes y plomo para los enemigos».
Ortega desencadenó una represión brutal contra una población desarmada cuando en abril de 2018 estallaron unas revueltas ciudadanas para protestar, primero, contra una reducción de las pensiones y, después, contra la violenta respuesta del Gobierno hacia los/as manifestantes. El resultado: 350 víctimas mortales, más de 3.000 heridos, más de un centenar de personas que continúan encarceladas y más de 80.000 exiliados, sobre todo en Costa Rica. Ortega expulsó del país a los organismos internacionales de derechos humanos de la ONU y la OEA, clausuró ONG nicaragüenses, cerró medios de comunicación independientes y, por si fuera poco, expulsó a centenares de médicos y enfermeras del sistema de salud por prestar atención a los heridos en las manifestaciones. Y como era de esperar, la crisis política ha tenido un impacto tremendo en la economía, con caídas elevadas del PIB, la inversión y el empleo.
Pero el taimado Ortega, con muchos años de experiencia en la cúspide del poder, aplica todas sus tretas, y son muchas, para retrasar su inevitable salida del Gobierno. Aunque ha cosechado todo tipo de condenas desde América Latina y Europa y aunque varios de sus colaboradores, incluyendo su esposa, han recibido sanciones -como el bloqueo de sus activos en EEUU-, Ortega juega a ganar tiempo. ¡Y le va bien! Una de sus argucias favoritas es llamar al diálogo con la oposición -que en buena parte ha tenido que exiliarse y no ha podido conformar todavía una alternativa de gobierno- para buscar una salida negociada; suscribe entonces algunos acuerdos, como liberar a los presos y restaurar las libertades ciudadanas, y a las pocas semanas los incumple, a la vez que mantiene la represión; cuando la oposición protesta, interrumpe muy ofendido las negociaciones. La comunidad internacional llama entonces a reanudarlas, Ortega se hace de rogar y sigue ganando tiempo… y vuelta a empezar.
La triste realidad es que Ortega carece de toda credibilidad para liderar algún proceso que devuelva las libertades a Nicaragua. El cruel personaje tratará por todos los medios, y todos son todos, de mantenerse en el poder. La comunidad internacional debería aumentar su presión hacia Ortega para que respete las libertades ciudadanas y se siente a negociar. Para ello hay que incrementar las sanciones y apoyar todo intento de la oposición de construir una alternativa de gobierno –y, también, aliviar la situación angustiosa de los miles de exiliados allá donde se encuentren.
Venezuela
Venezuela es un caso más complejo. Por un lado, su situación se asemeja a la de Nicaragua: Maduro es un personaje autoritario y represor: el informe de la alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos habla de una política «orientada a neutralizar, reprimir y criminalizar a la oposición política…». En los cinco primeros meses de este año se registraron más de 1.500 muertes violentas «por resistencia a la autoridad». Como en el caso de Ortega, Maduro ha recurrido a la actuación de grupos irregulares armados y enmascarados que aterrorizan a la población. También se contabilizan centenares de presos políticos y se denuncian torturas, como las que provocaron la muerte del militar Rafael Acosta Arévalo. Además, su manejo económico ha sido un calamidad. Así lo atestigua una increíble caída del 52% del PIB desde 2013, cuando Maduro asumió la presidencia; una inflación del 130.000 por ciento en 2018, según cifras oficiales -otras fuentes la elevan a un millón por ciento-; una pobreza extrema que alcanza al 60% de la población; y los cuatro millones de personas que en los últimos años han abandonado Venezuela.
Sin embargo, Venezuela presenta tres acusadas diferencias con Nicaragua. Por un lado, la oposición, aunque no muy unida, está más organizada, controla el Parlamento y ofrece una alternativa de Gobierno. Juan Guaidó, el presidente de la Asamblea Nacional impulsado como presidente interino por EEUU y reconocido por más de 60 Gobiernos, es intocable. Por otro lado, Venezuela posee las mayores reservas petrolíferas del mundo y muchas otras riquezas minerales, lo que seguramente ha desatado la avaricia imperial -disfrazada de desinteresado apoyo a la democracia- y lo que involucra en el conflicto a China y Rusia, con intereses petroleros y elevados préstamos a ese país. Por último, mientras Chávez y Maduro se han enfrentado al imperio, Ortega ha sido un fiel aliado neoliberal de EEUU y ha gobernado en alianza con el gran capital nicaragüense -a pesar de la retórica sandinista-. Todo ello explica la dureza de la posición de EEUU hacia Venezuela y su relativa tibieza con Nicaragua.
Con dos partes enfrentadas tan empatadas, un Gobierno que cuenta con el respaldo de las FFAA y una oposición con un amplio apoyo interno e internacional, ¿cuál es la mejor salida del conflicto? Si descartamos como los peores escenarios la intervención militar extranjera o una guerra civil, y como escenarios nada deseables el mantenimiento del régimen de Maduro o un golpe de Estado en favor de Guaidó -pues en ambos casos se mantendría una sociedad muy dividida y polarizada-, queda como la mejor opción una negociación entre las fuerzas en liza que consiga acuerdos sobre el respeto a las libertades ciudadanas y sobre la cobertura de las necesidades urgentes de la población. Unos acuerdos que deberían desembocar en un gobierno de transición que convoque elecciones bajo la supervisión internacional.
Un diálogo tal es el que trata de facilitar Noruega, apoyada por la Unión Europea y países como México y Uruguay, mientras EEUU no ha dejado de amenazar con «todas las opciones están sobre la mesa», incluyendo la militar, y acaba de decidir un embargo económico unilateral que en nada ayuda a la negociación. Al contrario, al igual que las sanciones relacionadas con el petróleo, el embargo tendrá efectos contraproducentes: castiga a la población, empeorando su precaria situación; y, por otra parte, sirve de excusa a Maduro para interrumpir las conversaciones con la oposición. Así que, en Venezuela, EEUU se aleja de los intentos más prometedores que impulsa el resto de la comunidad internacional para resolver el conflicto.
¿Cómo intervienen en todo esto las relaciones entre Cuba y Venezuela? Aunque ahora están menoscabadas, se sustentan en acuerdos de cooperación privilegiados firmados por Chávez y Fidel Castro -que podrían resumirse en petróleo barato a cambio de médicos-, por lo que carece de sentido pedir a La Habana que rompa sus vínculos con Maduro; sin embargo, la isla podría jugar un papel relevante en la búsqueda de una salida negociada en Venezuela -como el que jugó en los acuerdos de paz de Colombia-, siempre que cuente con garantías de que no se verá perjudicada en el proceso.
La relación entre Cuba y Nicaragua, por el contrario, se apoya únicamente en lo que unió a Fidel Castro con Ortega debido a la revolución sandinista. Pero han pasado ya muchos años y es probable que el Gobierno de Díaz-Canel se sienta bastante alejado de la corrupción y enriquecimiento de los Ortega y de sus masacres para mantenerse en el poder. El Gobierno cubano haría bien en marcar distancias con aquel Gobierno y en apoyar otras salidas que no hundan a Nicaragua en el abismo.
La posición actual de EE UU
Respecto a EEUU, acabará imposibilitado de servir de referencia a la comunidad internacional, pero no sólo por su política exterior, que lleva camino de tener sólo dos «p»: palo para los amigos y plomo para los enemigos -la plata queda para los ricos de los Estados Unidos-, una política que no encuentra desde hace 60 años una salida digna para su conflicto con Cuba y que resulta contraproducente también en el caso de Venezuela. Es que el comportamiento de la superpotencia en temas esenciales para la humanidad, como la paz y el medio ambiente, es deleznable: cuando más se necesita su liderazgo para los retos del cambio climático, Trump anuncia su retirada del Acuerdo de París; cuanto más se requiere acabar con la amenaza nuclear, Trump anuncia su retirada del Tratado sobre fuerzas nucleares de alcance intermedio -que tanto afecta a Europa-. Por no hablar de cómo ha dinamitado el acuerdo nuclear con Irán ni del presupuesto estratosférico de más de 700.000 millones de dólares para gastos militares en 2019 que ya me dirán qué falta hacen.
Al resto de la comunidad internacional no queda más remedio que marcar distancias con esa nación e incluirla en una lista, sino de países malvados, sí de egoístas e irresponsables.