El funcionario retirado, Chichikov, es el personaje principal de la célebre novela Almas Muertas, de Nicolai Gógol, considerada obra fundacional de la gran literatura narrativa rusa del siglo XIX. Así lo certifican los principales críticos universales, como Harold Bloom, Vladimir Nabokov, Karl Vossler, Yuri Tinyánov, Gregorio Angelcos, Naín Nómez, (yo mismo), y otros que sería tedioso enumerar.
En la antigua Rusia imperial existía el régimen de la servidumbre, impuesto a finales del siglo XV, abolido legalmente en 1861, aunque se mantuvo, con algunos matices, hasta octubre de 1917. Este sistema de virtual esclavitud obligaba a los campesinos sin tierra, sujetos a la voluntad omnímoda del amo, a permanecer en sus posesiones para trabajar sin paga establecida, sólo por el beneficio de comida y habitación –si pudiéramos llamar así a las pocilgas donde yacían estos peones-. El único derecho que no poseía el propietario era matar al siervo, lo que también resultaba, a la postre, hipotético.
Los siervos eran inscritos en el registro de propiedad de los terratenientes, bajo la expresión «almas», como un patrimonio tangible que les hacía acreedores de préstamos hipotecarios y otras similares transacciones o beneficios del Estado zarista. De manera que el cobro de impuestos territoriales estaba también asociado al número de siervos que cada señor poseía. El registro de este «activo en movimiento», si así pudiéramos llamarlo, se actualizaba mediante censos locales periódicos. Como este procedimiento no procuraba una actualización eficaz, se daba el caso que los amos de la tierra tuviesen que pagar tributo por siervos fenecidos o «almas muertas».
A la inversa, si el terrateniente había adquirido nuevos esclavos de la gleba, no los consideraba en el pago de tributos, hasta que el nuevo censo los incluyese. Una especulación económica de carácter feudal que dio pábulo a Gógol para escribir la más extraordinaria de sus obras.
El curioso y patético personaje de Chichikov, protagonista de Almas Muertas, lucubra una artimaña financiera para aprovecharse de estas almas de difuntos, vendiendo sus registros como si fuesen siervos vivos y en plena producción. Se trata de una notable anticipación del «realismo mágico», que críticos literarios de América y Europa –bastante inadvertidos- atribuyen a los principales novelistas del llamado boom latinoamericano (1970-1980), cuando Gógol se les había adelantado un siglo y pico, y Ramón del Valle-Inclán, medio siglo antes, con su paradigmática novela Tirano Banderas.
Lo que no imaginaron esos exegetas ni tampoco el mismísimo Nikolai Gógol, fue que, en un estrecho país del fin del mundo, en las postrimerías de los 70 del siglo pasado, en plena dictadura militar-derechista, un astuto emprendedor, llamado José Piñera Echeñique, junto al máximo gurú de los reaccionarios chilenos, Jaime Guzmán Errázuriz, iban a crear un perverso sistema de apropiación del trabajo de millones de vivos (almas proletarias), las AFP o Administradoras de Fondos de Pensiones, para enriquecer a una reducida casta de señores de la posmodernidad criolla, mediante un colosal registro cibernético que aseguraría el acopio de constantes y cuantiosos ingresos extraídos del propio jornal de las víctimas (trabajadores), a quienes, además, se les cobraría un porcentaje por la administración forzosa de sus propios recursos, hasta el triste día de su jubilación, cuando fuesen pensionados con poco más del cincuenta por ciento -o menos- de sus soldadas mensuales mientras estuvieran útiles como plusvalía bípeda.
Si los proletarios activos vivían sus existencias durante treinta o cuarenta años, como «almas en pena», iban a padecer sus días postreros como «almas en el purgatorio»; algunos, o muchos quizá, con la esperanza de transformarse en «almas en gloria», merced a la escatología que también les habían vendido sus previsores patrones, pues abundan también los registros y nóminas con promesa futura...
Lo más notable del caso, paciente lector (a), es que José Piñera, sin haber escrito ninguna novela –probablemente, sin conocer a los grandes maestros rusos más que de oídas- se ha transformado en un sucesor de Gógol y émulo afortunado de Chichikov, poniendo a disposición de los suyos –entiéndase: grandes e inescrupulosos empresarios, paniaguados políticos de la derecha (algunos del centro-centro, otros de la zurda renovada), expoliadores y prevaricadores varios-, a miles y miles de «almas muertas» de la mejor génesis laboral chilena, con el sudor de su peculio asignado a ese número impersonal con que se nos designa, en lugar del nombre, es decir, el RUT (rol único tributario) o la CI (cédula de identidad).
Ellos, los otrora «almados» (seres con alma, por oposición a «desalmados»), cruzaron a la otra orilla y están ya en la tumba fría o hechos ceniza en ánforas; o en recipientes más humildes, la mayoría, mientras el dinero que les fuera enajenado de su trabajo permanece en las arcas sin fondo de las AFP, produciendo crías (no humanas), intereses y beneficios varios que siguen engrosando las arcas del centenar de familias dueñas de este feudo que llamamos república.
La cifra oficial de la Superintendencia de estas amañadoras institucionales alcanza hoy a 178.000 millones de pesos nativos, alrededor de 255 millones de dólares. Según los altos personeros (o desalmados) de las AFP, estos fondos pueden ser reclamados por los legítimos herederos de las «almas muertas», cumpliendo unos trámites dignos de Sísifo, pues se sabe que quienes lo han intentado desistieron, luego de extraviarse en el laberinto sin salida al que les arrastraron los hábiles funcionarios de estas Atrapadoras de Fatales Proletarios (AFP)... Podemos inventarle múltiples significados a la sigla fatídica, como si se tratase de acrósticos infamantes.
Un buen amigo me dice que el problema en Chile no son las «almas muertas», sino las conciencias dormidas. Lleva razón, pero la cohorte de Piñera y sus adláteres procurarán que éstas no despierten y que aquéllas sigan quietas y olvidadas en sus tumbas.