Aquel joven médico, hijo del vicario de un pueblo de Gloucestershire denominado Berkeley, había decidido no quedarse en Londres luego de graduarse y más bien regresó a su lar nativo para ejercer su profesión entre campesinos y lecherías. Pocos años atrás, igualmente rechazó una invitación muy sugerente, para participar como naturalista en una expedición a ultramar, específicamente la segunda que haría el ya famoso capitán Cook.
Ese novel médico era multifacético ya que desde niño mostraba una gran afición por la historia natural, además de la música, y se dice que cantaba muy bien. Por si fuera poco, se le tenía por buen poeta y en lo personal, irradiaba una simpatía desbordante. Eso lo ayudó siempre. Desde que trabajando de aprendiz de cirujano con un médico local, este, notando sus cualidades lo recomendó al famoso cirujano londinense John Hunter, para que continuara sus estudios de medicina, ganándose la confianza de dicho excelente profesional, tanto que lo invitó a vivir en su casa como pupilo. Desde ese momento, fue su protector.
Los primeros pasos
La Inglaterra en la que Edward Jenner nació el 17 de mayo de 1749 era un país que, al igual que el resto de Europa, venía sufriendo de mortales epidemias que periódicamente diezmaban su población, como la peste bubónica, el cólera, el tifo, pero, entre todas ellas, sobresalía la viruela. Esta enfermedad también era endémica, al igual que el sarampión, la difteria, la escarlatina, el tifo, la tifoidea, es decir, que siempre estaban presentes, pero de vez en cuando estallaban brotes epidémicos muy letales.
Aún en pleno siglo XVIII, la viruela era responsable de una décima parte de todas las defunciones y la mayoría de la población sobreviviente, mostraba las marcas indelebles y desfigurantes de la enfermedad. Se afirma (J.A. Hayward) que para dar las señas de un criminal en fuga, se decía como rasgo dominante que no mostraba huellas de viruela en su cara. Además, la enfermedad era muy incapacitante, ya que causaba ceguera. No es de extrañar entonces el temor que causaba entre la población, especialmente de padres, los cuales veían con espanto la posibilidad que sus hijos contrajeran viruela. Por ello, vivían una constante pesadilla.
La viruela arrasó con poblaciones enteras en todo el mundo. Fue conocida en Asia y África. Se le describe en un antiguo texto en la India y una epidemia ocurrida en Japón, en el 1145 A. C., que causó la muerte de una tercera parte de su población, se supone fue originada por la viruela (Gill Paul). Un médico persa famoso, Rhazés, llamado «el Hipócrates árabe» la describió correctamente y la diferenció del sarampión, enfermedad con la que se confundía. Cuando los españoles la trajeron al Nuevo Mundo, hizo estragos entre la población indígena. Se dice que la enfermedad contribuyó decisivamente al triunfo de Hernán Cortés durante la conquista de México y al de Francisco Pizarro en Perú. Algunos autores estiman que ya para el año 1595, la enfermedad había matado un poco más de 18 millones de personas en América. Sin saberlo, ambos conquistadores tuvieron en la guerra biológica su más importante aliado.
La enfermedad se cebaba igual en el pobre que en el rico. Mató a varios monarcas europeos incluyendo a Pedro II de Rusia, Luis XV de Francia y a Eduardo VI, el único hijo varón de Enrique VIII de Inglaterra. En América, la viruela fue la responsable del fallecimiento del gran guerrero indígena norteamericana «Toro Sentado», así como del líder azteca Cuitláhuac, y del gobernante inca, Huayna Capac. Entre algunos de los sobrevivientes a la viruela, destacan María Reina de Escocia, George Washington y más recientemente, Stalin (Gill Paul).
Para la época en que nació Jenner, era de conocimiento general que la viruela provocaba una inmunidad permanente en contra de esa enfermedad. Es decir, no ocurría dos veces en la misma persona. Lady Marie Wortley Montague, esposa del embajador inglés en Turquía había observado que en dicho país existía la costumbre (originada en China) de inocular a las personas sanas con el líquido de una pústula procedente de un caso de viruela leve, para provocar la enfermedad y así sobrevivir sin grandes secuelas. A su regreso a Inglaterra, dicha dama promovió esta costumbre pero debido a que su efecto era muy irregular e incluso originó bastantes muertes, el Gobierno prohibió su aplicación mediante una ley.
Después de su graduación en Londres, Jenner volvió a su terruño que amaba sobre todas las cosas. Se convirtió en un médico rural que atendía campesinos, agricultores, empleados de lecherías y pequeñas factorías, logrando una gran estima entre su clientela, así como de sus colegas de la zona. Seguía manteniendo correspondencia con su tutor, el gran John Hunter, quien lo aconsejaba y le tenía un gran cariño. De esa manera, también se mantenía al día con los avances médicos de la época. Es famosa la advertencia que le hizo el reputado padre de la patología quirúrgica: «no pienses, haz la prueba, sé pacienzudo, sé cuidadoso» (F.R. Moulton, J.J Schiffers).
La práctica clínica y la investigación
Entre la patologías frecuentes que atendía el Dr Jenner, estaba una enfermedad benigna que llamaban vacuna (en inglés, cow pox) caracterizada por una serie de pústulas, especialmente localizadas en las manos, que curaban rápidamente, acompañadas de malestar general. La particularidad radicaba en que las personas afectadas eran ordeñadoras de vacas, por lo que el pueblo conocía que la trasmisión se hacía de las ubres enfermas de las vacas, a las manos de estas trabajadoras. Existía además, una vieja creencia, que Jenner, como buen observador nunca había olvidado, que afirmaba que las personas que contraían dichas enfermedad de las vacas nunca padecían de viruela. Repetidamente volvió a escuchar personalmente lo que le decían las mujeres de las lecherías. «Yo nunca tendré la viruela mala (smallpox) porque ya he tenido la de las vacas (cowpox)».
Recordando los consejos de su maestro, pasó a la acción y así en 1775 comenzó a investigar la posible relación existente entre las dos enfermedades (Jay E. Greene). Durante varios años recabó información estadística la cual demostraba que la creencia popular tenía apoyo evidente, pero le faltaba la prueba experimental. Fue tan insistente que hasta llegó a molestar a sus colegas y amigos, siendo amenazado de ser expulsado de la Sociedad Médica Local, si continuaba solicitando reuniones para que se escuchara sus descubrimientos (D. Guthrie).
En 1796 convenció a un granjero a dejar que su hijo de 8 años, de nombre James Phipps, fuese inoculado con líquido de una pústula de vacuna que una moza de establo había contraído recientemente durante el ejercicio de su oficio como ordeñadora de vacas. La historia recuerda su nombre, Sarah Nelmes. Jenner muy seguro de lo que estaba haciendo, inoculó 8 semanas después a James en sus dos brazos con líquido de una pústula de viruela, no desarrollando la enfermedad. El niño había adquirido inmunidad frente a ese padecimiento.
Como una sola prueba en humanos no era suficiente para que la Real Sociedad aceptara su brillante descubrimiento, Jenner continuó inoculando a personas sanas con la viruela de origen vacuno, utilizando para ello la misma linfa de las personas que había vacunado previamente. Posteriormente, exponía a estas mismas personas al contacto con pacientes de viruela o bien inoculaba el líquido de sus pústulas, comprobando que no adquirían la enfermedad. Entre las personas sometidas a esta prueba estaba su propio hijo de 11 meses de nacido. A todo este proceso le denominó vacunación, por el término latino vacca.
Por fin, ahora sí podía presentar oficialmente sus descubrimientos. Ya no había forma de rebatirlos. Las burlas y comentarios envidiosos continuarían por un tiempo, pero la verdad se abriría paso por sí sola. Presentó el fruto de su trabajo en 1798, mediante un librito de 75 páginas muy bien escrito, con un título muy largo, pero que resumido decía investigación sobre la causa y efecto de la viruela vacuna. Sin embargo, aun así, el éxito no fue inmediato.
Por muchos fue recibido con incredulidad y desdén. De haber estado vivo para ese momento su protector John Hunter, habría salido en su defensa y rechazado a los escépticos. Sin embargo, afortunadamente otro gran médico de esa época, el también cirujano Henry Cline del hospital Santo Tomás, mente abierta y desprejuiciada ante los nuevos descubrimientos, realizó experimentos propios que apoyaban los presentados por Jenner y con determinación lo apoyó, cesando la resistencia casi por completo. Al fin, el ser humano había encontrado una solución sencilla y barata para abatir una monstruosa enfermedad que aniquilaba y deformaba a millones de personas en todas las latitudes del planeta.
La noticia se esparció por doquier y muy pronto se conoció que, con la dichosa vacuna, la enfermedad declinaba con fuerza. En todo el mundo se hablaba de la proeza de un médico rural inglés. El reputado historiador británico Douglas Guthrie nos refiere que, como muestra del impacto, en Rusia, por decreto real, se ordenó que el primer niño o niña vacunado llevaría el nombre de Vaccinov.
Los años finales
A diferencia de otros muchos grandes hombres que en el pasado y en el presente, no tuvieron reconocimiento a sus grandes logros estando con vida y más bien, algunos tuvieron destinos desdichados, como es el caso de Semmelweis, Edward Jenner pudo disfrutar de la gloria. En su país y en el resto del mundo, se le reconoció como un benefactor de la humanidad. La universidad de Oxford le confirió el título de doctor en medicina y se le invitó en Londres a dirigir una cátedra, que al final no aceptó, decidiendo regresar a su pueblo de Berkeley. Nunca había querido vivir en las grandes ciudades y ahora no iba a cambiar. Adoraba la vida apacible del campo y el trato con sus sencillos habitantes. Allí pasó sus últimos años, vacunando en una glorieta de su jardín a los pobres y recibiendo la visita de numerosas personas que acudían a conversar con él. Falleció en 1823, rodeado del afecto de su nación y del resto del mundo, que estaban conscientes de que con su muerte, el mundo perdía a uno de los médicos cuya obra tuvo mayor impacto positivo sobre la humanidad.