«Cada peregrino carga con su fardel y su historia, con sus motivos y sus pensamientos… Hay tantas razones para echarse a andar hacia el oeste, hacia Compostela, como personas emprenden el camino, misterios andantes…».
(Anne Carson, «La Voz de Galicia»)
Me comento a mí mismo — aunque no sea yo Walt Whitman, a dos siglos de su auroral nacimiento —... No obstante, me refiero y celebro en este breve libro que escribí, hace diez años, luego de completar la ruta portuguesa del Camino de Santiago, con mis amigos de estirpe gallega, nacidos como yo, en este Último Reino, sur de sures y postrer Finisterre planetario: Pascual Veiga López y Gonzalo Veiga Riveros.
Se trata de mi noveno viaje a la Terra Nai, a donde no he vuelto desde hace una década, a donde quisiera volver o regresar cada día, porque, bien lo sabes ya querido (a) lector (a), cómo nos clava la saeta de la nostalgia ese lugar único y encantado que nos elige, como un amor que sorprende y desemboca en esa suerte de pasmo o asombro de una revelación, encuentro que esperábamos, sin saberlo, y que estalla de súbito, como una cascada (cachoeira) que cae sobre las aguas quietas de nuestro sueño dormido, para enlazarnos a un afecto secreto que atesorábamos en silencio, y que ahora quisiéramos comunicar y compartir a los cuatro vientos, aunque el tiempo procure ahogar nuestros impulsos y expansiones otrora juveniles.
Vuelvo a ofrecer este libro –posible merced a la munificencia de Pascual Veiga López-, a mis amigos, parientes consanguíneos y de afinidad, conocidos en el mundo de las letras, colegas en el largo río de apremios laborales… La recepción ha sido escasa, débil, como eco perdido entre los montes de una vasta región desolada. Pero el texto está aquí, entre mis manos, con su vieja y nueva portada: el rostro de la catedral de Santiago de Compostela, iluminado por las luces de oro del crepúsculo sobre la ciudad apostólica.
No se trata, claro, de una obra literaria señera ni de un cenit creativo de este avezado y modesto escriba, pero es un trazo significativo entre tantos caminos recorridos, a la antigua manera peregrina, a pie, como me ha gustado, como me agrada todavía sin que el peso de ocho décadas logre menguar la voluntad de mis pasos sobre múltiples senderos y calles, rúas y derroteros. Así lo escribo en el Diario de Compostela:
«Nos reencontramos con mi amigo, Pascual Veiga, hace cuatro años… Había pasado mucho tiempo, pero hablamos como antes, tal si reviviéramos los días remotos de La Cisterna, con ese entusiasmo que la juventud otorga a la inquietudes comunes… Yo llevaba un texto sobre el Camino de Santiago, uno de los mejores que se hayan escrito sobre el mito y la leyenda compostelanos: "El Peregrino de la Estrella", del incomparable Alejo Carpentier».
»Pascual me dijo entonces que tenía una deuda pendiente con la Terra Nai: allegarse a los orígenes de la familia paterna, oriunda de Carracido, Santa María de Porriño, Pontevedra, Galicia».
»Planeamos de inmediato un viaje juntos, travesía pedestre que nos llevaría por la ruta jacobea portuguesa, uno de cuyos destinos es aquella villa donde nacieran los Veiga Alonso, hermanos Tomás y Jesús; el primero, padre de Pascual y los otros seis hermanos Veiga López de Santiago de Chile; el segundo, tío dilecto que descubriera, en el extremo sur de Chile, hace más de sesenta años, los restos de la Ciudad de El Rey Don Felipe (Puerto del Hambre), fundada por el almirante pontevedrés, Pedro Sarmiento de Gamboa, en marzo de 1584 (el tío Jesús escribió un interesante libro sobre aquel hallazgo, que reeditamos, Pascual Veiga y yo, en edición bilingüe -castellano-gallego-, en 2012)».
»Peripecias de salud y otras circunstancias demoraron la partida, hasta junio de 2009, a la que se agregó, felizmente, Gonzalo Veiga Riveros, hijo de Pascual y escritor incipiente, como se comprobará en el capítulo final de este libro, que da cuenta de otro hallazgo, el de la casa petrucial en Carracido, airosa sobreviviente de piedra y musgo…».
»Así narramos, en Diario de Compostela, el testimonio de la peregrinación de tres caminantes sudamericanos, chilenos para mayor abundamiento e hijos afectivos de la eterna Galicia emigrante».
Como en todo viaje que se emprende con los ojos abiertos y el espíritu alerta, experimentamos singulares sorpresas e impensados hallazgos. Uno de los más significativos fue el de Pontesampaio, como se cuenta:
»Por la mañana del miércoles 24 de junio de 2009, día de San Juan, reemprendimos la marcha hacia Pontevedra. Cruzamos el milenario puente romano que lleva el nombre de quien descubriera la tumba del Apóstol Santiago en la localidad de Padrón, el eremita Paio, vuelto santo –Sant Paio- por esa voluntad canónica e imperial de la Iglesia de Pedro, extendida al reino de este mundo y al del más allá...
»En el extremo norte del puente se libró una de las primeras y decisivas batallas de los hispanos contra las tropas invasoras de Napoleón, en junio de 1809, doscientos años exactos antes de nuestro paso peregrino. Como consigna una enorme placa levantada en el sitio, el noveno entre doce, de los oficiales destacados en el combate fue el chileno José Miguel Carrera, entonces Sargento Mayor de Húsares del Reino de Galicia, como él mismo lo escribiera en su Diario Militar:
…Fui agregado, con el mismo grado de Teniente, que tenía en mi regimiento, al de Farnesio; de éste pasé al de Caballería de Madrid, del que siendo Capitán, he sido ascendido a Sargento Mayor de Húsares de Galicia…».
No pienses, ni menos deduzcas, querido (a) lector (a), que me inclino por destacar proezas militares, pues las prefiero literarias, intelectuales y civiles, pero era el nombre de un compatriota ilustre, un prócer de nuestra independencia que luchó, a miles de kilómetros de su patria natal, por otra causa libertaria, porque la auténtica libertad no tiene bandera propia.
Por otra parte, este breve libro, como otros que escribí, se sustenta en la base más entrañable de lo femenino: el Mito de la Tierra Madre, que la vieja Galicia comparte con Chiloé, en el confín austral, como lo hemos expresado ya, en relatos, crónicas y ensayos. Quizá por eso, como verás si lo lees, el personaje que sobresale entre los seres que compartieron la ruta, es Dona Carmen, la gallega que nos ofrendó su sencilla hospitalidad en esa cidade de pedra e soño que es Santiago de Compostela.
Es curiosa e inquietante para mí, en cierto sentido, la desaparición de Dona Carmen. Algo parecido me ocurrió, en 2006, con mi entrañable amigo coruñés, Demófilo Pedreira Rumbo, ciudadano adoptivo de Chiloé o Nueva Galicia, si prefieren, que un día se esfumó de su casa en calle Rosalía Roa número 7, en la villa marinera de Dalcahue (lugar de dalcas o de dornas), rumbo a ningures (ninguna parte).
Pero esto pasa a menudo con los gallegos: Nunca se sabe cuándo llegan ni cuándo se van, aunque los buenos y generosos jamás abandonan la casa de la memoria.