La sala o pequeño anfiteatro de cirugía del viejo hospital estaba llena de estudiantes y público en general, como acontecía cuando se anunciaba una operación quirúrgica, hecho que no ocurría todos los días. En efecto, con mucho, se llegaba a las cien operaciones al año en los grandes hospitales Todavía, durante las primeras décadas del siglo XIX, los cirujanos tenían su colegio aparte y sentían envidia de los médicos que gozaban de un prestigio mayor que el de ellos. Y, en efecto, había razones más que suficientes.
Apenas el Real Colegio de Cirujanos había sido establecido en 1800 y mucha agua había corrido desde que Enrique VIII permitió la asociación de los barberos con la de aquellos que amputaban extremidades, suturaban heridas o los pocos que se atrevían a invadir órganos internos. Con el tiempo, cierto es, mejoró la formación de estos intrépidos hombres, que hábilmente osaban, con los cuchillos y las sierras manuales, paliar el sufrimiento humano, hasta constituir un gremio separado de los expertos en barbería, pero los resultados seguían siendo mortalmente negativos, ya que un tercio, incluso a veces la mitad de los intervenidos, fallecían. La causa principal, las infecciones. Se entendía, entonces, el número pequeño de operaciones quirúrgicas que se hacían en los hospitales de la época, eso sin tomar en cuenta, también, el inmenso dolor que tenían que aguantar los operados, sin el consuelo de ninguna anestesia que se les proporcionara, a no ser una generosa ración de aguardiente, o en contados casos, el opio suministrado.
Cuando el cirujano entraba a la sala un silencio respetuoso se esparcía entre los presentes. Ya se había colocado previamente su delantal de trabajo, lleno de manchas oscuras por la sangre de los que había operado en días o semanas anteriores. Iba acompañado de sus ayudantes y de la caja del instrumental que utilizaría. Los estudiantes ocupaban los sitios más cercanos y cuando se trataba de algún cirujano que descollaba en el ambiente, era difícil obtener un buen puesto de observación, dada la cantidad de personas que acudían a la sala de operaciones. Ya eran famosos algunos de estos hombres que hacían prodigios con un instrumental rudimentario. Se les contaba los segundos con que podían cercenar un brazo o un muslo, o bien extirpar una piedra localizada en la vejiga (J.A. Hayward). Habían adquirido una fuerza y destreza increíble con sus manos. Y, sobre todo, tenían que tener un corazón frío, alejado de la compasión para hacer su trabajo en medio de los gritos desesperados de dolor que lanzaban los pacientes y también contar con una coraza impenetrable para enfrentar la suerte de aquellos desgraciados, que como bien sabían, les esperaba en muchos casos, la muerte en medio de grandes sufrimientos.
Dolor y la infección post-operatoria, los dos grandes enemigos de la cirugía hasta mediados del siglo XIX. El primero de ellos fue eliminado con la introducción del éter en 1846 en una sala operatoria. El segundo problema persistía y aun estaba empeorando, dado que los cirujanos al ver que el dolor que causaban en sus intervenciones desaparecía, se volvían más audaces y estaban operando en terrenos que antes les causaba sumo terror, como la cirugía de órganos. Se incrementaban así las muertes por infecciones, haciendo que los hospitales se convirtieran en un verdadero terror para la población, por algo se les llamaba «casas de la muerte» (houses of death).
El pueblo sabía, lo mismo que los médicos y cirujanos, que la probabilidad de morir en el domicilio era mucho menor que en los hospitales. Todavía en 1869, el gran cirujano británico James Simpson proclamaba que «un soldado tenía más probabilidad de sobrevivir en el campo de batalla de Waterloo, que un varón hospitalizado». El hedor que causaba la supuración y la gangrena era apenas soportable por los trabajadores de hospitales. El «hospitalismo» generaba lo que las enfermeras y médicos, acostumbrados a trabajar en medio de ese nauseabundo ambiente, denominaban «un excelente mal olor quirúrgico» (J.A.Hayward). Se debe recordar que para esa época, se consideraba que el pus era una positiva manifestación de que los tejidos se estaban recuperando. La cirugía avanzaba pero su altísima letalidad amenazaba su progreso. Se requería encontrar una solución para detener o disminuir la infección post-operatoria.
Para esa época y en ese ambiente, el 21 de diciembre de 1847 una gran audiencia se había concentrado para observar la operación sin dolor que practicaría el renombrado cirujano londinense Robert Linston, un hombrón de 1,85 m que causaba admiración por sus rápidas y habilidosas intervenciones para amputar extremidades. La intervención se produjo con entero éxito y el paciente, Frederick Churchill, de 36 años de edad que venía sufriendo de una osteomielietis crónica de la tibia, supo tiempo después que su pierna derecha había sido cercenada en exactamente 28 segundos por LIston (Lindsey Fitzharris). Entre los asistente a ese histórico evento se encontraba un joven aspirante a convertirse en médico. Su nombre: Joseph Lister. Cuando caminaba de salida por la calle, pensó que había sido testigo de la eliminación de uno de los grandes enemigos de la cirugía, pero quedaba otro que no la hacía nada segura. Concluyó que resolver ese problema sería la senda que tendría que recorrer cuando fuese médico.
Los primeros años
Nació el 5 de abril de 1827 en el condado de Essex, Inglaterra, en el seno de una familia cuáquera con suficientes recursos para proporcionarle una educación esmerada. Tuvo seis hermanos más, ocupando el cuarto lugar en orden de nacimiento. Su padre, Joseph Jackson Lisster fue un exitoso comerciante en vinos, quien tenía afición por la ciencia, en particular las matemáticas y la óptica, llegando a perfeccionar un microscopio y a realizar sus propias investigaciones. Su nombre era reconocido en el medio y la fama adquirida le llevó a pertenecer a la Real Sociedad. Su madre Isabella, al igual que su padre, era una cuáquera devota.
El joven Lister creció entonces rodeado de un ambiente familiar muy religioso, científico y culto, que continuó en los diferentes colegios londinenses en donde estudió. En una primera etapa entró al Colegio Universitario de Londres para estudiar ciencias e idiomas, decidiéndose a continuación estudiar medicina en la misma universidad. Recién iniciado sus estudios, tuvo el primer episodio severo de depresión, que casi lo forzó a abandonar la carrera. Esta enfermedad le acompañaría como su sombra hasta el fin de sus días, pero supo enfrentarla para poder caminar hacia la gloria. Hizo su internado en el hospital de dicha institución, graduándose con honores de médico en 1852. Dos años después, finalizó su preparación en cirugía siendo aceptado por el Real Colegio de Cirujanos.
De inmediato mostró interés por la investigación, especialmente en el caso de la cicatrización de las heridas y la inflamación. Con la ayuda del microscopio, estudió las secreciones y el pus en los pacientes amputados y con gangrena que colmaban las salas hospitalarias. Un hecho llamó su atención. Las fracturas cerradas evolucionaban mucho mejor y causaban menor mortalidad que las abiertas. Esta simple observación resultaría trascendental. En ese momento, se le presentó a Lister la oportunidad de trabajar en Escocia, precisamente en el Hospital de Edimburgo. Esta elección fue decisiva en su vida, ya que allí fue asistente del célebre cirujano James Syme, conquistando ambos una sólida amistad, más aún cuando conoció y pidió la mano de una de sus hijas.
El matrimonio con Agnes, que así se llamaba la bella dama, se realizó en 1856. Su esposa hablaba francés perfectamente y gustaba de la investigación médica. Se dice que para esa época, ayudó a su esposo a traducir artículos científicos que daban que hablar en París, entre ellos los de un tal Pasteur. Lister amaba profundamente a su esposa y la prueba es que siendo cuáquero de nacimiento, no tuvo reparos en convertirse a la Iglesia episcopal, a la que pertenecía Agnes. Ambos gustaban de los viajes al exterior y el trabajar con Syme, consolidó sus conocimientos y práctica quirúrgica. Posteriormente, en 1861 Lister fue nombrado cirujano jefe del hospital Glasgow Infirmary y para ese entonces tenía apenas 33 años.
En su nuevo hospital encontró una situación peor que la que ya había conocido en Londres y en Edimburgo. Las salas estaban atestadas de pacientes sufriendo de infecciones severas y muchos ya con la temida gangrena. El hedor era insoportable, incluso para aquellos que todavía consideraban que el pus era «bueno y laudable» (pus bonum et laudabile) (Kurt Pollak). Lister comenzó a tomar medidas para disminuir la aglomeración, la suciedad, la ventilación y el aseo durante las operaciones, mejorando en algo las cifras de mortalidad, pero las heridas de los operados continuaban infectándose. En 1865 tuvo la oportunidad de leer el trabajo de Pasteur sobre la putrefacción y la acción de los microbios, encontrando de inmediato una explicación a la causa de la infección. Si los agentes infecciosos estaban en el ambiente, en las manos de los cirujanos (Semmelweiss), en las camas, en los vendajes, y más que todo en el aire, habría que controlarlos con alguna clase de medidas.
Después de muchas pruebas, se decidió por el empleo del ácido fénico. Al principio lo utilizó puro, pero causaba muchas lesiones de los tejidos. Luego probó con diluciones al 1 X 20 o al 1 X 40. Se empleó en nubulizaciones previo al acto quirúrgico, después para lavar las manos de los cirujanos y ayudantes, seguido de la limpieza de las heridas y por último en los vendajes y compresas utilizados. Al poco tiempo, los resultados le dieron la razón. La tasa de infecciones y de mortalidad comenzó a descender. Hizo un uso correcto de la estadística. Lo que a continuación procedía era publicar sus investigaciones. Así lo hizo, pero con suerte dispar. Algunos acogieron positivamente sus métodos, pero otros especialmente en Londres, hicieron mofa de ellos. El listerismo causaba gran controversia. Mejores opiniones surgieron de otros países europeos, especialmente de Alemania. La polémica iba a continuar por un rato largo.
Los años de triunfo
Con el tiempo, Lister refinó su técnica de la antisepsia y fue aceptada en Alemania, Francia, Dinamarca y Austria, pero los cirujanos londinenses continuaban siendo reticentes en aceptar las ideas listerianas. Fue entonces cuando sus partidarios en la capital británica, para terminar la oposición que se le hacía, le invitaron a trasladarse de Escocia, ofreciéndole el cargo de cirujano del Colegio en Londres. Lister aceptó y muy pronto se ganó el aprecio y el afecto de los que trabajaban con él, especialmente sus alumnos, que llevaban luego de graduados a todas partes, las ideas de su maestro. Contribuyó a ello su carácter serio, apacible, exento de arbitrariedades y desplantes egoistas. Al fin, el triunfo en su propio país, lo había conseguido.
Los años finales
Ya para principios de 1881 la antisepsia había sido aceptada en todos los hospitales de Europa y América y luego sería seguida por la asepsia. Los honores comenzaron a caer por doquier sobre Lister. Fue nombrado presidente de la Real Sociedad y se le concedió el título de «barón» y la orden del Mérito de la Corona. Desde 1924, el máximo premio que concede el Real Colegio de Cirujanos lleva su nombre. Incluso una bacteria, la listeria, también lo posee. Y, por supuesto, no olvidemos mencionar al famoso enjuague bucal Listerine, que casi todos hemos utilizado alguna vez. De todas las capitales europeas le llegaban invitaciones a participar en congresos y tuvo la oportunidad de reunirse en tres ocasiones con Pasteur. Ambos desde un principio congeniaron muy bien, aparte de que el genio francés veía en la antisepsia la confirmación de su teoría microbiana de las enfermedades. No hubo entre ambos, ni por asomo, ninguna rivalidad como sí la hubo entre Koch y Pasteur.
Los años de gloria de Lister fueron ensombrecidos por la muerte de su amada esposa Agnes. Esto sucedió en 1892, durante un viaje que hacía por Italia. La depresión, su viejo mal, reaparició con fuerza y aunque la sobrevivió por espacio de veinte años, ya jamás volvió a ser el mismo. A los 84 años, Josph Lister falleció en Walmar, Gran Bretaña, siendo enterrado con honores en la abadía de Westminster.