En estos días hemos asistido, entre la perplejidad y la indignación, como un juez de Madrid se ha inhibido a favor de un juzgado de violencia contra la mujer, para que este investigue al marido de una mujer con esclerosis múltiple, imputándole un presunto delito de violencia machista, por asistir a su esposa en su deseo de poner fin a una vida, llena de sufrimiento y total dependencia, en una etapa muy avanzada de la enfermedad.
La esclerosis múltiple no es una enfermedad mortal de necesidad; su mayor problema no es cuánto afecta a la esperanza de vida, sino a la calidad de ésta. Llegar a la fase más avanzada de la esclerosis múltiple, como en el caso de la fallecida M.J.C, mediante suicidio asistido por su marido A.H., significa depender de los demás para poder sobrevivir (o mal vivir, sería probablemente una definición más real, en estos casos), debido a la acumulación de discapacidad neurológica y deterioro cognitivo y biológico grave, lo que suele ser causa del desarrollo de otras enfermedades, que pueden contribuir a una mayor degeneración patológica de la persona, como parece que concurría en este caso.
La detención y posterior puesta en libertad sin medidas cautelares del hombre que ayudó a morir a su esposa, reabre el debate sobre la eutanasia y el suicidio asistido.
Consideraciones éticas sobre la muerte digna
Si algo no tiene remedio, eso es la muerte. Todos esperamos, no obstante, que nos llegue sin dolor ni sufrimiento insoportable. Por lo general la imaginamos en un futuro muy lejano, incluso cuando ya llevamos más tiempo vivido que el que nos puede quedar por vivir. El miedo a la muerte es algo natural; sin embargo, utilizamos frecuentemente mecanismos de defensa (métodos, generalmente inconscientes, que utilizamos las personas en situaciones emocionalmente difíciles), como el de represión de impulsos, ideas o sentimientos, el de desplazamiento o el de sustitución, a la hora de abordar las emociones que nos produce la perspectiva de la muerte. La realidad de una enfermedad muy grave e incapacitante, pero que no nos sitúa ante la inminencia de la muerte, nos cambia la perspectiva sobre el final de la vida. La frustración y la indefensión de una no vida, de meses y años de gran sufrimiento relativizan la idea de la muerte.
Son muchas las personas que viven un sufrimiento indescriptible e insoportable como consecuencia de una enfermedad severa y por el impacto desolador sobre su calidad de vida, la de ellas, y también la de muchas de las personas de su entorno. En estos casos, el derecho a poner fin a esa vida no vivida, a la agonía innominable de una enfermedad irreversible que parece no acabará jamás, a tener una muerte digna, se convierte en una reivindicación a la que no podemos hacer oídos sordos.
El propósito ideológico que subyace a la mentalidad de la muerte con dignidad, consiste en la aceptación de que la dignidad humana es minada por el sufrimiento, la debilidad, la dependencia de otros y la enfermedad. Se hace, por tanto, necesario rescatar el proceso de morir serenamente, en esas situaciones alevosas y degradantes mediante el recurso de la eutanasia o el suicidio asistido. Los humanos somos seres libres para vivir. También deberíamos serlo para morir. La decisión de una persona con una enfermedad terminal para evitar una situación infrahumana, mantener el control de sí misma y de su dignidad, es solo suya.
La mentalidad pro muerte digna, eutanasia o suicidio asistido, construye su noción de morir asignando al sufrimiento y al dolor físico y moral, a la incapacidad y a la dependencia de otros, un valor negativo, destructor de la nobleza propia del ser humano. La muerte digna es una solución personal, ante la aterradora perspectiva de vivir en un estado de miseria física, emocional y psicológica, frente a la abrumadora realidad de no poderse, la persona, valer por sí misma, la carencia de valor vital, y de rechazo a la medicalización de la agonía.
Vivimos en un tiempo en el que, necesariamente, se ha de garantizar la posibilidad de vivir y de morir con la inherente dignidad de una persona humana. El derecho, y la legislación que lo debe amparar, para la muerte asistida, establece que son las personas con enfermedades terminales, no los gobiernos y su interferencia, los políticos y su ideología o los líderes religiosos y su dogma, quienes deben tomar las decisiones sobre el final de sus vidas. La ley deberá proteger, a los adultos mentalmente competentes que padecen una enfermedad terminal y viven la agonía de un final deseado que no llega, a solicitar voluntariamente y recibir la necesaria colaboración para acelerar su muerte y evitar un sufrimiento innecesario. La muerte digna es, pues, una forma de continuidad de cuidados al final de la vida que ofrece al paciente dignidad, control y tranquilidad durante sus últimos días con los seres queridos. Una ley de eutanasia y suicidio asistido, no puede tener otro objetivo que el de asegurar que las personas afectadas sean la fuerza motriz en las discusiones sobre el cuidado al final de la vida.
Durante años, hemos visto a numerosas personas y sus familias hacer frente a un diagnóstico terminal y deambular por el sistema médico: tratamientos, asistencia, cuidados paliativos, hasta que finalmente, después de mucho tiempo, acontece la muerte. A veces este curso es tranquilo, pero en otras horrible, a pesar de todos los recursos, servicios y medicamentos actuales.
Como la señora M.J.C, otras muchas personas en situación de “muerte en vida” (entiéndaseme como tal la situación de desahucio físico y mental irreparable), imploran una legislación que permita a los pacientes con enfermedades terminales acceder a los medicamentos para poner fin a su sufrimiento mediante una muerte digna asistida. La muerte digna no es una bofetada ni para Dios ni para la sociedad. Sin duda, se trata de un asunto extremadamente delicado y que genera reacciones contrarias, con complejas connotaciones éticas y sociales, pero que, por muy espinoso que resulte, no se puede seguir guardando en un cajón. La muerte digna transita en esa nueva frontera de derechos y libertades, que necesita discusión de gran calado; enconarse en la moral y en las convicciones es un empeño que va contracorriente.
Vida y muerte dignas son derechos humanos. La muerte forma parte de la vida, y los humanos, como seres que viven con plenitud de conciencia su existencia, como artífices de nuestra propia biografía, debemos tener la capacidad de elegir las puertas de salida del dolor y del sufrimiento. Esto incluye toda decisión sobre nuestra vida, y también sobre nuestra muerte, siempre que nos sea posible. En 1974, en el Manifiesto de la eutanasia, publicado en The Humanist, se sostenía que:
«Mantenemos que es inmoral aceptar o imponer el sufrimiento. Creemos en el valor y la dignidad del individuo, de donde procede la necesidad de permitirle la libertad de decidir racionalmente qué hacer con su propia vida».
En otras palabras, toda persona tiene derecho a suicidarse, si así lo decide libre y conscientemente.
La muerte digna no es aceptar la muerte como una forma de tratamiento médico. Este es un planteamiento simplista y trivial que no representa la preocupación de la sociedad por abordar esta cuestión con rigor, seriedad, compromiso, conocimiento y objetividad, en un debate que no está exento de demagogia, orientaciones políticas, morales y posicionamientos partidistas. El debate, en consecuencia, ha de centrarse en el derecho a disponer de la propia vida, desde una concepción inmanentista; esto es, sosteniendo la capacidad de autodeterminación, fuera de toda dependencia, de las personas. La certeza de la incurabilidad de ciertos padecimientos y de los sufrimientos insoportables de enfermedades terminales, sustenta el derecho de las personas a disponer de una muerte digna, si así lo desea. La muerte digna es, sobre todo, la evitación del encarnizamiento terapéutico y la renuncia voluntaria a los tratamientos, siempre en el marco de una legislación reguladora lo más consensuada posible, sería de desear.
Consideraciones emocionales y sociales sobre la muerte digna
El Sr. A.H, como hemos comentado, fue puesto en libertad casi inmediatamente, después de reconocer haber ayudado a su mujer a morir, a pesar de que tal decisión y conducta le han acarreado encontrase en la condición de investigado por un delito de cooperación al suicidio. A.H, tiene la obligación de acudir al juzgado cuantas veces sea requerido en el transcurso de la investigación judicial.
Las personas que ayudan en el proceso de eutanasia o suicidio asistido han decidido libremente apoyar la decisión de la persona enferma terminal, más allá de cómo esta decisión y este proceso los hace sentir a ellos. Como en el caso del Sr. A.H, para los familiares y profesionales que participan en el proceso de quienes eligen la eutanasia, las dudas, la controversia, los sentimientos de inseguridad, suelen generar tensión psicológica. La inestabilidad emocional es un riesgo que se ha de estar dispuesto a correr en la ayuda a la muerte digna.
Las observaciones clínicas han detectado, en la asistencia al enfermo terminal, una tendencia al aislamiento social. Esta realidad acarrea daño en la autoestima del paciente y la producción de conductas de evitación. El dolor físico es el factor fundamental para que los enfermos soliciten la eutanasia activa. Más allá de que, como decimos, las personas tienen derecho a morir dignamente, es muy posible, y ocurre con frecuencia, que estos pacientes estén demandando más cariño, apoyo, más comunicación, información y hasta más intimidad. Las ideaciones suicidas, como las que aparecen en el padecimiento de algunos tumores terribles, como el cáncer de páncreas, aumentan en los casos en que las personas enfermas viven situaciones de aislamiento social y soledad. Las personas enfermas desarraigadas, con graves conflictos familiares, en situaciones, incluso de riesgo de exclusión social, son más proclives a la eutanasia. Es un hecho que, cuando es posible controlar el dolor físico, las perturbaciones emocionales y los síntomas depresivos, disminuyen las peticiones de eutanasia y suicidio asistido. El soporte psicológico domiciliario puede mejorar la calidad de vida de los pacientes y el nivel de satisfacción de los propios enfermos y de sus cuidadores.
El paciente informado
Todas las consideraciones que hemos abordado aquí, todas las ideas que usted o yo podamos compartir, o discrepemos abiertamente, pasan, necesariamente por un elemento clave en su derecho a una asistencia digna y, llegado el caso, a una muerte digna; el derecho de la persona a tener toda la información sobre su situación, que debe ser capaz de comprender en su significado real, que le permita tomar aquellas decisiones que considere más convenientes para él o para ella. En este sentido, tanto el consentimiento informado, recogido en el código de derechos de los pacientes, así como el testamento vital y el poder durable ante juez, contribuyen a garantizar los derechos de la persona a decidir, finalmente, sobre su propia vida.