Analizar es difícil. Tratar de comprender aún más. Pensar es una actividad que despreciamos y por este motivo, sin saberlo, buscamos opiniones prefabricadas y simples. Respuestas sin preguntas que se acomodan a nuestra desidia cotidiana y a un mundo complejo.
El resultado más evidente de esta tendencia autodestructiva es que ahora más que nunca la popularidad de los políticos y comentaristas está determinada por una ley única: la cantidad de aberraciones que afirman y las estupideces que dicen. Para ser invitado a un talk show de prestigio, basta ser conocido por haber afirmado una atrocidad y haber demostrado públicamente una falta total de sentido común, sensibilidad, conocimiento y empatía.
Estamos viviendo en una época especial, un período histórico caracterizado por lo absurdo y por personajes histriónicos capaces de mentir a sabiendas de que todos saben que lo que se afirma es mentira y conscientes, al mismo tiempo, de que la mayoría prefiere las mentiras a las verdades, la simplicidad a las largas explicaciones, los eslóganes baratos y sin sentido a las reflexiones que invitan a pensar.
El retrato más fiel de lo que estamos viviendo es la calidad de las informaciones ofrecidas por los medios y el debate público, la poca seriedad de los comentaristas y, sobre todo, la falta absoluta de preparación e ignorancia de nuestros políticos, capaces de contradecirse cada dos palabras y de sonreír como si todo fuese absolutamente normal.
Por el momento, el mejor método para predecir los resultados electorales es contar las sandeces que se dicen y mientras más alto es el número, mayor es la probabilidad de que el candidato en cuestión sea electo. Esto, que es cada vez más evidente, nos permite afirmar que nuestro tiempo es el de la nefastocracia, ya que lo único que la ignorancia junto a la arrogancia nos da como resultado es la tragedia colectiva.
Pero como sabemos, los políticos no son más que una proyección de los valores que reinan y, detrás de ellos, los votantes, que ciegamente se dejan conducir hacia el abismo. La lista de gobernantes con estas características tan fácilmente reconocibles aumenta en un momento histórico, donde la humanidad afronta grandes problemas que requieren y exigen el máximo de sabiduría. Al mismo tiempo, la juventud se despierta y piensa en su futuro, confrontándose con la enorme falta de seriedad e impreparación de los adultos y, paradójicamente, una niña de poco más de un decenio de edad se configura como líder de un movimiento que seguramente dejará profundas huellas.
Los peores enemigos de un país envenenan siempre el espacio interno con ideas retrogradas, falsos nacionalismos, himnos de muerte declarada e incapacidad de construir y compartir algo que vaya más allá de la mezquindad y la nimiedad mediocre. Para crecer humanamente, el primer paso es desprenderse de conceptos preconcebidos, observar, aprender y abrirse a los demás y al mundo en un diálogo productivo y de recíprocos compromisos, que resuelva los verdaderos problemas.
La vida es así, en las noches más negras y agobiantes, finalmente llega la clara luz del alba a borrar nuestras peores pesadillas. En este escenario, lo que realmente duele es la estupidez y la impotencia. Jamás como ahora, la gente hace alarde público de su ignorancia. Y esto es un presagio de miseria.