La prensa mundial, haciendo el coro a las usinas mediáticas que genera Washington, ha convertido a la República Bolivariana de Venezuela en el plato fuerte del día. Por supuesto que no en ánimo laudatorio: por el contrario, lo que se dice del régimen castro-comunista del dictador Nicolás Maduro son las peores barbaridades. Según esa avalancha monumental de «noticias», lo que sucede en el país caribeño es una crisis de proporciones dantescas, con población famélica que huye desesperada de una dictadura sangrienta.
No olvidemos nunca: dictaduras fueron las de Franco en España (que hacía rezar el rosario cada atardecer), la dinastía Somoza en Nicaragua («Anastasio Somoza: un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta», según el presidente estadounidense Roosevelt), Pinochet en Chile, Batista en Cuba, Videla en Argentina (con 30.000 desaparecidos), Idi Amín en Uganda (que se comía el hígado de sus adversarios políticos). En Venezuela hay elecciones democráticas periódicas, libertad de expresión, la economía no está planificada y rige el mercado, no hay cárceles clandestinas. ¿Qué dictadura?
La crisis que vive hoy el país se debe, quizá en parte a políticas que podrían revisarse en lo interno de la Revolución Bolivariana (se persiste en el rentismo petrolero), pero fundamentalmente a un ataque inmisericorde de Estados Unidos, que busca a toda costa revertir el proceso en curso.
La crisis, realmente existente, que incomoda a diario a los venezolanos y que hizo que muchos se marcharan por las penurias cotidianas que se atraviesan, se implementó para generar un clima de malestar ciudadano (colapso económico) que termine estallando, produciendo la salida de la administración chavista. Pero, ¿por qué esa crisis?
¿Por qué la crisis? ¿Quién se beneficia de ella?
Obviamente, la población no. Quedarse, sin embargo, solo con la descripción de los hechos viendo en el gobierno bolivariano a una suma de aprovechados que están saqueando al país mientras la población sufre penurias, es una absoluta falsedad. Sin dudas que faltan artículos de primera necesidad: alimentos, medicinas, elementos de aseo personal, todo lo cual torna la vida diaria un verdadero calvario. Pero hay que entender que todo ello tiene un propósito: terminar el experimento bolivariano. A partir de esta situación crítica, la pretendida «ayuda humanitaria» parece una muy generosa medida. De todos modos, seamos cautos: atrás de esa supuesta ayuda, viene la intervención militar. Y es la Casa Blanca, por medio de gente de ultraderecha representante de las grandes empresas de ese país (el presidente Donald Trump, el Asesor de Seguridad Nacional John Bolton, el Encargado Especial para Venezuela Elliot Abrams) quienes hoy insisten en mantener la inmoral presión sobre la patria de Bolívar.
Hay al menos tres razones para ello: económicas, políticas y geoestratégicas.
Razones económicas
Para su desgracia, Venezuela tiene una fenomenal reserva de petróleo (300.000 millones de barriles), lo que puede significar una fuente energética para terminar este siglo, manteniéndose el consumo actual. Y tiene a Estados Unidos muy cerca. La potencia del norte es un gigante industrial y militar, por lo que su consumo de oro negro es, por lejos, el más alto del mundo: 20 millones de barriles diarios (quien le sigue, China, consume solo la mitad: 10 millones de barriles).
Ese monumental consumo se abastece, en parte, con las reservas propias (el 60% de su consumo sale de su subsuelo); el resto debe importarlo (Golfo Pérsico y otros países de América). Venezuela, gran productor, le aporta el 12% de su consumo. Hoy por hoy, el país caribeño no es el principal proveedor para Estados Unidos, pero sus reservas son estratégicas. Disponer de ellas es el sueño de la clase dirigente norteamericana, y en particular de sus empresas petroleras. Lo dijo estos días John Bolton, sin ninguna vergüenza: «Haría una gran diferencia para Estados Unidos económicamente si pudiéramos tener compañías petroleras estadounidenses invirtiendo y produciendo petróleo en Venezuela». ¿Por qué? Porque ese gigantesco país (o mejor dicho, su clase dirigente) no quiere depender de seguir comprando petróleo fuera, sino ser ellos quienes lo explotan. En otros términos: apropiarse de las reservas venezolanas como propias, y negociar. El negocio es grande, sin dudas; y las megaempresas no desean perderlo.
Con esto tendrían asegurado un botín fabuloso sus corporaciones energéticas (Exxon-Mobil, Chevron-Texaco, ConocoPhillips, Halliburton, etc.), y Estados Unidos estaría en mucho mejor condición de competir en el mercado global. Podría lograr, incluso, si puede agenciarse de una vez de esas reservas vedadas hoy por un gobierno nacionalista, hacer que Venezuela salga de la OPEP, con lo que podría ser Wall Street a sus anchas quien ponga el precio del crudo. Por otro lado, llevar petróleo desde Venezuela, ubicada a 2,000 kilómetros de su país, a Washington le conviene infinitamente más que importarlo desde el Golfo Pérsico, a 12,000 kilómetros.
Junto a ello, además del oro negro, existen otros recursos naturales ubicados en territorio venezolano a los que la Casa Blanca guarda especial apetito: enormes reservas de gas natural, de oro, de bauxita, de coltán y de minerales estratégicos como niobio y torio. Además, existe abundante agua dulce (bien cada vez más escaso y apetecido por la voracidad del principal mercado mundial), así como biodiversidad de la selva amazónica (de donde pueden extraerse materias primas para medicamentos y alimentos).
En definitiva, Estados Unidos, en nombre de la tristemente célebre Doctrina Monroe (“América para los americanos”… del Norte) sigue considerando que Latinoamérica es su reservorio natural de materias primas. La pretendida ayuda humanitaria que enviaría para paliar la “crisis humanitaria” esconde el propósito de sentar cabezas de playa militares en territorio bolivariano. La opción bélica, con la ayuda de algunos países títeres, sería lo que les puede devolver la potestad sobre esta tierra, ahora libre y soberana desde el inicio de la Revolución Bolivariana.
Razones políticas
Justamente esa libertad y esa soberanía que empezó a tomar cuerpo con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia en 1998, es una afrenta para la geoestrategia hemisférica de la Casa Blanca. En esta zona que siempre consideró como propia, donde hace y deshace a su entero arbitrio, la insolencia de un gobierno que levanta la voz y le habla de tú a tú, es inconcebible. Por eso, como con cada proceso emancipador que se ha dado en Latinoamérica, la respuesta de Washington es contundente: ataque furioso.
Hechos similares hay demasiados a lo largo de la historia de estos 100 últimos años: la rebelión de Sandino en Nicaragua, una revolución democrática y antiimperialista en Guatemala en 1944, el socialismo de Salvador Allende en Chile, el progresismo de Jean Bertrand Aristide en Haití, la afrenta de Cuba socialista, la de la Nicaragua sandinista en 1979, o procesos apenas tibios que le confrontan, siempre, en todos los casos, tuvieron como respuesta la agresión estadounidense, más o menos sangrienta. Lo hizo de distintas maneras, desde su intervención directa hasta propiciando golpes de Estado cruentos. Hoy día, lo hace con golpes de Estado «suaves», con bloqueos económicos, con desprestigio mediático que prepara condiciones para revoluciones de colores.
Contra la Revolución Bolivariana probó de todo: secuestro del presidente Chávez, paro petrolero, look out patronal, guarimbas, guerra económica. Ahora, recientemente, con esta maniobra de un autoproclamado presidente paralelo. De momento ninguna artimaña le funcionó, siempre en conjunción con la derecha vernácula. En este momento los tambores de guerra comienzan a sonar, y no se descarta la posibilidad de una intervención militar, del propio Estados Unidos así como de una coalición de países títeres. Hecho el balance realista de fuerzas, Washington de momento no se embarca en una guerra directa. Ello, de todos modos, no se descarta. Una servicial OEA, con un impresentable Secretario General (Luis Almagro) pro invasión, es su caja de resonancia perfecta.
Como sea, con la opción que sea, es claro que para la hegemonía territorial de Washington la Revolución Bolivariana es una insoportable piedra en el zapato que no le permite actuar económicamente como quisiera, y que envía un mensaje de unidad latinoamericana antiimperialista, muy peligroso para la política injerencista norteamericana. Por lo pronto, está intentando salirse de la zona del primado del dólar, negociando su petróleo en otras monedas, como el yuan chino, o el rublo ruso. Eso constituye una de las peores afrentas para Estados Unidos, que basa su poderío económico y político en su propia moneda, pues desde hace años abandonó el patrón-oro como regla universal. Cuestionar el dólar es cuestionar su hegemonía. Y Venezuela lo está haciendo.
Razones geoestratégicas
Siguiendo aquello de la Doctrina Monroe, Estados Unidos hace más de un siglo que hace de Latinoamérica y la región del Mar Caribe su natural patio trasero. De aquí extrae (roba) materias primas, productos primarios a muy bajo costo, mano de obra barata que llega a su territorio buscando el sueño americano, al par que es la región cautiva para colocar sus productos industriales y servicios varios. Pero por otro lado, el subcontinente paga cantidades inconmensurables de dinero a los organismos crediticios internacionales (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial), siempre liderados por Estados Unidos, en calidad de servicio de las impagables y eternas deudas externas.
Por todo ello, Latinoamérica es la reserva obligada, el bastión del que se vale la clase dominante estadounidense para mantener su alto nivel socioeconómico. Eso no lo va a soltar rápidamente. De aquí que lo controla al milímetro, para lo que tiene instadas más de 70 bases militares en la zona.
Curiosamente, la más grande de todas se está construyendo en Honduras, cerca de las reservas petrolíferas de Venezuela. Está más que claro que Latinoamérica es considerada por la geoestrategia de la Casa Blanca como un lugar vital. Pero está sucediendo algo en estos últimos años: tanto Rusia (gran potencia militar) como China (enorme potencia económica) están disputándole hegemonía al imperio estadounidense. Lo que, caído el Muro de Berlín y aparentemente terminada la Guerra Fría, parecía un mundo unipolar, con Washington como amplio dominador, ya no es exactamente así hoy día. Estas dos potencias, en una alianza estratégica, constituyen una pesadilla para los planes de dominación global del país del Norte.
Si algo tiene Latinoamérica, es su posición de proveedor de todo lo anteriormente expuesto para el pillaje norteamericano: productos primarios, deuda externa, mano de obra barata. Es por ello que para su gobierno, la tarea principal consiste, como lo dijera el otrora Secretario de Estado Colin Powell, en «garantizar para las empresas estadounidenses el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio». La Doctrina Monroe evidentemente se la toman muy en serio: nadie debe osar meterse en estas tierras.
El mundo, de todos modos, no es como uno quiere, sino que obedece a fuerzas que van para los lugares más inimaginables. Hoy día estos dos países lejanos, Rusia y China, están teniendo un acelerado proceso de penetración en la región. Con su poderío económico la República Popular China, con su poderío militar la Federación Rusa, ambos muestran que el mundo, quiérase que no, no es unilateral según los ideólogos de Washington.
Ambos países tienen sentados sus reales en Venezuela, a quien toman como socio. Eso espanta a los halcones que dirigen el país norteamericano. Para su lógica es inconcebible que en su propio lugar «natural» un enemigo ose levantarles la voz. Ello significa, sin más trámites, que la hegemonía absoluta del Tío Sam ya no es tal.
China es hoy el principal prestamista para la economía venezolana, negociando el petróleo caribeño en moneda asiática. En tanto que Rusia tiene importantes aprestos bélicos en la patria de Bolívar, incluso con material atómico, posible de ser usado en el caso de una eventual guerra contra Estados Unidos.
Por todo lo anterior es imprescindible levantar la autonomía y soberanía de la República Bolivariana de Venezuela, como nación independiente que no necesita de ninguna «ayuda humanitaria», que podrá traer luego la invasión armada. Con todos los defectos y errores que pueda tener la Revolución, es imperativo defender su estatuto de Estado independiente. ¿En nombre de qué Estados Unidos se arroga el derecho de decidir sobre los destinos de este país? Solo en nombre de las gigantescas empresas a quien defiende la Casa Blanca.