Hace pocos meses, y en feliz coincidencia con la Feria Internacional del Libro — realizada en San José —, vieron la luz dos obras publicadas de manera simultánea por la Editorial Tecnológica de Costa Rica. Se trata de Rafael Lucas Rodríguez Caballero: botánico, artista y humanista y de Orquídeas en acuarela. La obra inédita de Rafael Lucas Rodríguez Caballero. La primera fue escrita por Rafael Lucas Rodríguez Sevilla, biólogo y profesor en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee, en tanto que para la segunda contó con el apoyo de su hermana Leonora y su esposa Gerlinde Höbel.
Ansiadamente esperados, tener ambos libros en mis manos fue la cristalización de un prolongado sueño, desde que hace casi 20 años publiqué un artículo intitulado Don Rafael Lucas en el Semanario Universidad, el cual culminé así:
«Maestro como pocos, verdadero sabio, la trayectoria vital de don Rafa amerita ser plasmada en un libro que oriente a las nuevas generaciones de científicos, no solamente en la ética y la práctica científicas, sino también en los valores imperecederos del humanismo y la solidaridad. Ojalá la Universidad tome esta iniciativa, con lo cual se honraría a don Rafa y a sus familiares, así como a la esencia del alma universitaria».
Unos dos años después, informado de que su hijo — a quien no veía desde que era un infante — estaba escribiendo una biografía sobre don Rafa, nos reunimos en el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), a cuya editorial yo le había propuesto la creación de una colección de libros breves, denominada Serie Naturalistas Pioneros. En realidad, promovida por Fabio Rojas Carballo — director de la Editorial INBio —, nuestra conversación superó la expectativa inicial, al punto de que discutimos acerca de una posible publicación adicional, y mucho más ambiciosa, en la que se recopilaran varios centenares de acuarelas de orquídeas hasta entonces inéditas. Al respecto, debe mencionarse que en 1986, y de manera póstuma, habían aparecido 145 de las acuarelas de don Rafa en el libro Orquídeas de Costa Rica, gracias a la esmerada labor de Dora Emilia Mora y Maruja Barahona, el cual fue publicado por la Editorial de la Universidad de Costa Rica.
El entusiasmo de todos fue tal que pronto concertamos una reunión en la casa de doña Hortensia Sevilla Álvarez, viuda de don Rafa, para definir y concretar algunas acciones. Y aunque había muy buena disposición de los implicados en este promisorio proyecto, por factores ajenos a la voluntad de todos los involucrados poco a poco se desvaneció, lamentablemente.
Sin embargo, hace pocos años fui nombrado representante de la comunidad nacional ante el consejo editorial de la Editorial Tecnológica, donde propuse crear una línea atinente a la historia de nuestras ciencias naturales y la conservación ambiental, para también dar continuidad a las comprensivas, voluminosas y recién publicadas obras Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX (Luko Hilje) e Historia de la conservación de la naturaleza en Costa Rica (1754-2012) (Mario Boza). La idea fue prontamente acogida y, para comenzar, sugerí la publicación de la biografía de don Rafa, así como de los libros Orquídeas y orquideología en América Central: 500 años de historia (Carlos Ossenbach) y Adolphe Tonduz y la época de oro de la botánica en Costa Rica (Gregorio Dauphin), ambos publicados en años recientes.
Lamentablemente, un quebranto de salud me impidió continuar en mi puesto, pero por fortuna los contactos ya estaban bien afianzados. Fue así como Rafael Lucas hijo, su madre y sus hermanas Leonora y María, persuadidas de la relevancia de esta iniciativa, unieron esfuerzos con el diligente personal de la Editorial Tecnológica, pero no solo para publicar la biografía, sino que, de manera mancomunada, también el libro de acuarelas de orquídeas. Asimismo, en un hermoso y admirable gesto de amor por su ejemplar esposo y padre, se propusieron que las obras aparecieran en muy bellos formatos y con materiales de excelente calidad, para lo cual incluso aportaron cuantiosos fondos, de modo que ambos libros tuvieran un precio bastante inferior a su costo real.
De manera muy resumida, esa es la historia de la génesis de estos dos libros, materializados gracias al empeño de la familia Rodríguez Sevilla, quienes hallaron gran receptividad y compromiso en Dagoberto Arias Aguilar, Mariela Romero Zúñiga y Felipe Abarca Fedullo, de la Editorial Tecnológica, para entregar a la comunidad científica mundial estas dos auténticas joyas.
Ahora bien, en cuanto al contenido de ambos libros, de referirme al de su biografía corro el riesgo de ser reiterativo de lo que consigné en el prólogo de esa obra —deferencia que me honró mucho—, y por eso lo evitaré aquí, excepto por un hecho digno de resaltar. Y es que, lejos de recurrir al fácil expediente de algunos intelectuales de «matar al padre» biológico o académico en el sentido freudiano del concepto, Rafa más bien lo revalora en sus múltiples y hasta insospechadas dimensiones, y con todo merecimiento deja constancia escrita para la posteridad del robusto legado de su padre.
A propósito de la figura paterna — tan venida a menos en la sociedad actual —, es oportuno mencionar que la condición de hijo póstumo le impidió a don Rafa conocer a su progenitor, el médico Rafael María Rodríguez Rodríguez. Niño tímido y algo enfermizo, esto marcó su carácter y su vida para siempre. Como hijo único, desde su propia infancia, cuando se trasladaron de su natal San Ramón a San José se convirtió en inseparable compañero de su madre doña Emilia. Narra Rafa que cuando su padre frisaba los 12 años, por apremios económicos debieron mudarse a casa de una tía en Nueva York, donde su madre consiguió trabajo en una fábrica. Sin embargo, después su hermana se trasladó a otro estado, por lo que debieron permanecer solos en tan vertiginosa y fría ciudad. Tuvieron que enfrentar tiempos realmente ásperos, lo cual explica un conmovedor pasaje de una carta remitida a su madre muchos años después desde esa gran urbe, en la que le decía: «¡Cómo quisiera que estuvieras ahora aquí, que podríamos ver Nueva York sin tenerle miedo!».
Es pertinente resaltar que doña Emilia tenía una notable habilidad en artes manuales, lo cual le permitió ser profesora en el Colegio Superior de Señoritas por un tiempo; asimismo, su hermano José Manuel fue pintor, así como maestro de trabajos manuales y de dibujo en varias escuelas capitalinas. Es decir, por vía materna el niño tenía una vena artística que supieron cultivarle, hasta convertirlo en genuino artista. Tan es así que muy joven empezó a trabajar en el taller del célebre orfebre francés Louis Féron, con quien laboró por varios años. De hecho, le correspondió elaborar los diseños de plantas y animales que aparecen en el imponente mural del Salón Dorado del Aeropuerto Internacional de La Sabana, que hoy alberga al Museo de Arte Costarricense.
Por tanto, tarde o temprano, la feliz conjunción debía ocurrir. Y fue así como en medio del esplendor de la vegetación tropical, las pastillas, los tubos de pintura, la paleta y los pinceles en adelante estarían al servicio de la ciencia, en un insólito y afortunado parto del cual, a punta de práctica y perseverancia, con los años emergería el prodigioso ilustrador botánico que fue don Rafa.
Digno émulo de aquellos que, como Atanasio Echeverría y Godoy, Juan Vicente de la Cerda, José Guío y Pedro Oliver, acompañaron por 16 años a los naturalistas Martín de Sessé, Vicente Cervantes y José Mariano Mociño en la Real Expedición Botánica a la Nueva España (1787-1803), cuyos extraordinarios dibujos — hoy en manos del Hunt Institute for Botanical Documentation, en la Carnegie Mellon University, en Pittsburgh — develaron al mundo la inmensa riqueza biológica de Mesoamérica. También, de Francisco Pulgar, José Brunete e Isidro Gálvez en la Real Expedición Botánica al Virreinato del Perú (1777-1788), a cargo de Hipólito Ruiz, José Antonio Pavón y Joseph Dombey. O, finalmente, de los numerosos artistas que trazaron los 18.587 dibujos que ilustran la colosal obra taxonómica Biologia Centrali-Americana (1879-1915), liderada por los naturalistas ingleses Frederick Godman y Osbert Salvin. En los tres casos, una flora y una fauna tan inefables por sus formas deslumbrantes y hasta caprichosas, que las palabras resultaban insuficientes para describirlas, por lo que solo las imágenes podían mostrarlas a cabalidad y en toda su plenitud.
Pero a diferencia de muchos de esos excelentes dibujantes, que eran artistas con cierto conocimiento científico — el necesario para comprender y ejecutar bien lo que hacían —, don Rafa era botánico de formación y de muy alto nivel, pues obtuvo su doctorado académico en la prestigiosa Universidad de California, en el campus de Berkeley. Por ello es que sus acuarelas son representaciones absolutamente veraces de las orquídeas, en su morfología, tamaño, proporciones entre las estructuras, colores, tonalidades, etc. Pero, a su vez, esa rigurosidad científica no va en demérito de lo estético, pues las imágenes muestran gran plasticidad, y algunas son verdaderas obras de arte. Al respecto, la primera vez que escribí sobre él, al evocar mi época de estudiante en la Universidad de Costa Rica, señalé que «cuando llegábamos a su oficina, siempre nos enseñaba los bocetos de aquellas hermosas flores casi marchitas. Pero pocos días después, como por un acto de prestidigitación, los bocetos cobraban vida y, radiantes en sus colores originales y en sus gráciles formas, las orquídeas resurgían en las impecables acuarelas de don Rafa».
Así, gracias a ese insólito talento artístico de don Rafa, así como al muy hermoso libro de acuarelas recién publicado por la Editorial Tecnológica — prologado por los artistas Luis Paulino Delgado Jiménez y Grace Herrera Amighetti —, con inmensa alegría podemos afirmar que ahora es posible tener representaciones pictóricas tan vívidas de orquídeas, que solo les falta la fragancia para estar completas, y tan cerca, que basta con aproximarnos a nuestra biblioteca para deleitarnos con esas gemas de la naturaleza. Se trata de 1054 láminas, que sumadas a las 145 contenidas en su primer libro, nos aportan un acervo de 1200 imágenes de gran valor tanto para un especialista en orquídeas como para un lego a quien lo que le interese sea el goce estético de contemplarlas.
Este libro, que es una auténtica obra para coleccionar, constituye un invaluable legado de don Rafa como científico y artista, al igual que un noble obsequio de su familia y de la Editorial Tecnológica a nuestro país y al mundo, al compartir con generosidad este portentoso patrimonio pictórico que había permanecido inédito por tantos años.
Al recorrer las páginas una y otra vez, nos preguntamos qué hubiera ocurrido si él pudiera haber vivido unos 20 años más, pues con su partida a los 66 años se interrumpió abruptamente la mejor porción de la vendimia de este hombre de talante renacentista. Como genuino humanista que fue, no solo trascendió su formación científica para incursionar en el arte con asombrosa solvencia, sino que también practicó el canto y el escultismo, a la vez que se interesó por el conocimiento de varias culturas e idiomas, pues hablaba inglés, francés e italiano, podía leer latín y griego, y había estudiado chino, japonés, hebreo, árabe y náhuatl. Y, más interesante aún, aunque ejerció la ciencia con la rigurosidad y los altos estándares que le son inherentes, nunca dejó de practicar y cultivar la teosofía, al igual que lo hicieran otros intelectuales contemporáneos de alto calibre.
En fin, un ilustre y erudito ser humano, tan polifacético, que se alejaba de todo canon y encasillamiento, y a quien gracias a estos dos nuevos libros brotados del corazón y las manos de su esposa e hijos, hoy conocemos mejor.