”Y ellos llegaron para ganar un mundo, sabiendo lo mucho que estaban perdiendo”.
La América Meridional muestra tres importantes archipiélagos: en el Atlántico el de Malvinas, en el Pacífico el de Chiloé, y en la conjunción de los dos océanos uno que se configura en torno a la Isla Grande de Tierra del Fuego.
A la hora del poblamiento blanco los tres interactuaron para dar lugar a una economía confluyente con la egemonía británica de esa hora: la ganadería ovina.
De modo particular la Isla Grande de Chiloé fue tributaria de la Patagonia –dividida entre Chile y Argentina- para proporcionar sus excedentes poblacionales que se constituyeron en el sustrato trabajador de la región.
Un tipo mestizo –fusión de antiguos linajes españoles que resistieron a la idependencia y los nativos del lugar, gente de mar- llegó hasta la Tierra del Fuego para incorporarse a las tareas rurales, y luego por extensión –cuando se dio la posibilidad de traer familia- hicieron crecer los pueblos.
Hasta no hace mucho tiempo la población de origen chilote (*) era el núcleo fundamental de la clase obrera. En el caso del norte fueguino –costa atlántica desde donde escribimos- esta situación recién se entró a revertir por los años 70, cuando un conflicto por la posesión de tres islas en el Canal de Beagle casi enfrentó a Chile y Argentina, países que nunca estuvieron en guerra.
Desde Buenos Aires se estimuló el poblamiento del sur con connacionales, mientras que en Chile se experimentaba los efectos de las políticas de Pinochet.
Luego de un conjunto de desplazados políticos y sociales, que se sucedieron al golpe de estado de 1973, ya disminuyó la migración chilena al sur argentino. Migrante se volvía a la vez para la dictadura argentina –concretada en 1976- como sospechoso de un detestable izquierdismo.
Pero los chilotes que habían hecho patria en este sur no volvían a su lugar de origen. Y en ellos y sus hijos comenzó a crecer la mística de lo que fue su epopeya poblacional.
La que hoy podemos enunciar con el siguiente título:
EL CAMINO DEL CHILOTE.
Nuestra población rural es, predominantemente, de origen chileno, y si un lugar fue generoso éste se llama archipiélago de Chiloé. Con anterioridad a ellos la peonada rural era europea, pero al llegar la Gran Guerra partieron gran parte de ellos a cumplir con sus banderas no regresando todos al fin de la contienda. Su lugar fue ocupado por el chilote en gran medida y, en segundo orden, por los hijos de yugoeslavos, muchos de estos últimos iniciando el despoblamiento de Porvenir –sobre el Estrecho de Magallanes- al descender a oficios más humildes que los alcanzados por los padres o, las mujeres, al formar su matrimonio con residentes en el norte fueguino argentino.
Pero nuestras conclusiones abarcarán la vida del obrero rural de origen chileno, fundamentalmente el chilote, y para eso dibujaos el camino que, como una constante, aparece en el relato de tantos que hicieron a nuestro pueblo.
a) Se partía del pueblo natal con cierto agobio económico en un barco que los obligaba a atravesar el Golfo de Penas, con no pocos infortunios marineros, se encontraba en Punta Arenas un nudo distributivo de las oportunidades laborales que en gran medida terminaba alojándolos en el campo argentino. El viaje se hacía con el hacinamiento propio de la tercera clase y/o la bodega.
b) Porvenir los invitaba a llegar hasta las estancias de nuestra zona. A veces se daba algún intento de probar suerte en los grandes establecimientos de la Explotadora. Un vehículo de correo los acercaba hasta el mismo Río Grande, no faltando los casos en que la travesía se hacía de a caballo –con algún animalito prestado por algún paisano- o simplemente caminando, eludiendo en estos casos el paso fronterizo de San Sebastián, para acortar camino, o simplemente –más cuando estábamos entre menores de edad- evitar la presentación de documentos que la policía exigía solamente en el paso. El camino entonces era más al Sur ingresando por el Río Chico. Un poncho era casi todo el equipaje; en cualquier estancia, a la que se llegara de pasajero, había techo y comida.
c) Esto ocurría en septiembre.
d) Muy pocos acudían a un pariente o paisano para que les haga de gestor laboral. Llegar al pueblo significaba casi siempre pagar pensión y no se traía presupuesto para ello. Entonces, la inmediata presentación en las estancias posibilitaba el empleo, y la inmediata manutención por cuenta del empleador. Los administradores de las grandes estancias esperaban primero la llegada de la gente conocida y competente que emplearan en años anteriores; sólo a falta de ellos o por una emergencia de días que a veces resultaba definitiva, el novato conseguía empleo. En las estancias chicas la circunstancia era distinta, los sueldos también y con ello la incertidumbre para algunos que corrieron la suerte de no encontrar el mejor patrón.
e) Así nacía el ayudante de cocina, el campañista, el peón, el ovejero, el ayudante de alambrado, el carnicero, el puestero, el chofer... En el campo se aprendía de todo.
f) Cada mes de mayo –comienzo del invierno austral- representaba la paralización de las actividades rurales hasta que llegara la primavera, entonces se regresaba –ahora con algo más de dinero- por barco hasta Punta Arenas, o cómodamente en un correo terrestre hasta Porvenir. No todos seguían hasta su Chiloé, pelechaban en invierno en Punta Arenas con la fuerte moneda argentina que en muchos casos recién cobraban en bancos de esa plaza y algunos disfrutaban recién, y por algunos días, por todos los sinsabores de la incesante tarea rural antes experimentada. Muy pocos tenían la oportunidad de seguir en la estancia durante el invierno, ese mérito se conseguía con los años. Casi nadie encontraba motivos inmediatos para quedarse en Río Grande, muy pocos se aventuraban al norte argentino, o a la costa. Tal vez aquellos que querían eludir el servicio militar en su país, y esperaban con el tiempo alguna amnistía.
g) Con los años estaba quien se hacía de cierto capitalito y, más que nada, de un empleo seguro; entonces llegaba el momento de volver a Chiloé a buscar mujer y no se demoraba mucho en el trámite. Es que nuestro chilote ya volvía vestido de argentino: bombacha y botas, campera de cuero y pañuelo al cuello y firme del lado del tirador. La paisana debía ser “de un solo pueblo”, casi siempre más joven, a veces una niña y se partía, en muchos casos, con el consentimiento del patrón para recibirla en tareas afines a la cocina, o en desempeños calificados como “el matrimonio” donde se prestaba trabajo en la “casa grande”.
h) Si no era así, la flamante esposa debía quedar en el pueblo, en pensión o en casa de algún conocido que ya se había independizado de las tareas rurales. A veces se la dejaba en Porvenir o en Punta Arenas en igual situación, pero más que nada por que un hijo venía en camino y así nacía en la patria... o bien con una atención médica que acá todavía no se prodigaba.
i) Al crecer los hijos, vivir en el pueblo era ya un imperativo. Algunos se volvían bolicheros, otros se esmeraban en algún oficio: carpintero, mecánico o se empleaban en los caminos, el frigorífico, la esquila, el puerto y el caponero, es decir: asegurarse un fuerte ingreso en cierta época del año y aguantar el resto.
j) La casa era el gran paso. Precaria pero propia, el terreno también lo era. Las grandes extensiones de aquellos días permitían al industrioso generar la quinta y el gallinero, otra fuente de supervivencia. Los que llegaron a tiempo encontraron en el gobernador Ernesto Campos el gran benefactor, el que le dio tierras a todo el mundo. La minga prosperaba a veces, donde también se recibía la ayuda de los paisanos a cambio de una comida en el patio; entre los evangélicos la solidaridad fue mucho más notoria.
k) Los hijos del chilote crecieron argentinos sin abandonar buena parte de las costumbres de su mayores con una dependencia, en muchos aspectos, de esa ecúmene de nuestro desarrollo que fue Punta Arenas, más que el Chiloé de origen. Allá había quedado un tiempo de privaciones, muchos parientes fueron llegando alentados por el feliz destino de esta tierra y los pocos que quedaron pudieron vivir mejor con lo poco que tenían.
l) La gran mayoría de los chilotes que he entrevistado se han naturalizado, reconocen que todo lo que tienen se lo deben esta tierra. No parecen haber tenido conflictos sociales con nadie, pese a que durante muchos años el argentino –el funcionario más que nada- los miró con recelos impuestos desde su norte de origen.
m) Será por eso que muchos de ellos evitan decir que son “chilotes”, calificativo que ha sido utilizado despectivamente por los mismos chilenos y que en tantos casos es fácilmente olvidado por sus hijos. Un buen día de estos, llegado un 20 de Junio, vistiendo el uniforme argentino juraba ante la nueva bandera de la familia. El Trauco y el Caleuche pasaron a ser voces humorísticas, las comidas tradicionales un culto que quedó solamente en manos de las abuelas... Las hijas miraban con buenos ojos a un recién llegado y así, algún colimbita del interior, o algún empleadito porteño, misturaba su indiosincracia con lo que quedaba de una familia de Quinchao.
n) La gran mayoría de nuestros chilotes recuerda lo difícil que era vivir sin agua, luz ni gas; el susto en el terremoto del ’49 que les hizo recordar tragedias propias, la gran nevada del ’54, el surgimiento del petróleo, el bote cruzando el río y los aviones que daban más de un susto, lo rápido que crecieron los hijos y lo difícil que les resultó –por instrucción y privilegios- competir con cierta gente venida “más ahora”, lo absurdos de ciertos odios sembrados durante algunos gobiernos impopulares, o en algunas campañas electorales... y uno que otro encontronazo con la policía cuando ésta quiso participar de una fiesta.
o) Fueron llenando los cementerios de Río Grande, simplemente por que dieron su vida a esta nueva tierra, y casi todos coincidieron que no hizo falta más que trabajo para llegar a ser felices...
(*) El término chilote, que empleamos para identificar a la población llegada del archipiélago de Chiloé, no es plenamente aceptado. En el mismo Chile es objeto de denigración, y en Argentina es utilizada de la misma manera, englobando a los nacidos en esas islas como los chilenos en su conjunto. Así aparece un verbo: chilotear. Descalificación dirigida a los habitantes de Chiloé ejercida desde otros lugares de Chile, y desde Argentina englobando a todos los chilenos. Durante un tiempo ellos mismos negaba su identidad nominal, hablaban de que en realidad se llamarían chiloenses, o formaban asociaciones bajo el pomposo nombre de “Hijos de Chiloé”, pero chilotes nunca. Caso del Centro Social de Hijos de Chiloé fundado el 25 de julio de 1943 en Porvenir – Tierra del Fuego chilena. Al decir del Profesor Mario Palma Godoy la chilotización penetra en las familias de ese origen, y los hijos se convierte a veces –como para eludir discriminaciones- en los mayores chiloteadores.
Texto de Oscar Mingo Gutierrez