«Cada oveja con su pareja»
Es curioso el fenómeno de la conformación de los barrios en este Último Reino, fundado por Pedro de Valdivia hace cuatrocientos setenta y siete años. Hablo de su capital, Santiago del Nuevo Extremo, donde habita casi la mitad de la población de Chile.
En los albores de la Colonia, luego de establecer una relativa paz con los aguerridos Mapuche, acorralados tras la frontera del Biobío, las clases privilegiadas, compuestas por funcionarios de la corona y criollos emprendedores, eligieron asentarse en la ribera sur del modesto río Mapocho –nuestro precario y turbio Manzanares-, en los solares cercanos a la Plaza de Armas, según la tradición hispana fundacional. En la ribera norte vivía el bajo pueblo, con sus chinganas y comercios, con su abundante mano de obra servicial.
Esta distribución socio-geográfica se mantuvo durante cuatro siglos, aunque las barriadas populares irían extendiéndose hacia el poniente de la zona metropolitana. A partir de los años 20 del pasado siglo XX, comienza la migración de los pudientes hacia la precordillera santiaguina; primero, en la comuna de Providencia, desde el parque Bustamante hasta la calle Lyon. Casonas de dos a tres pisos, de impronta arquitectónica ampulosa, imitando –con escasa fortuna estética y mucha cursilería- el estilo francés decimonónico. Familias tradicionales, de vinosos apellidos en los que prolifera la erre, supuestamente vástagos de esa «aristocracia castellano-vasca» que nunca existió en Chile como tal, puesto que el exiguo puñado de nobles «auténticos» que arribó a esta enjuta isla del finisterre no dejó descendencia. El resto de mestizos favorecidos se empeñó (aún se empeña), en inventarse prosapias y adquirir títulos nobiliarios para disfrazar su ascendencia como peones jornaleros o simples destripaterrones.
Muchos de estos individuos que se hacían pasar por aristócratas, se llevaron grandes sorpresas cuando conocieron sus ancestros en villas, pueblos y casares de la Península Ibérica. Allá, sus apellidos correspondían a carreteros, porquerizos, campesinos y, en el mejor de los casos, a sencillos artesanos que no poseían casas solariegas ni ostentaban blasones en los pórticos de piedra en cuyos zaguanes deambulaban las gallinas o balaban los corderos.
Pero como la imaginación casi todo lo puede (menos disfrazar la verdad), regresaban de aquellos viajes iniciáticos con falsos pergaminos e historias falaces que ofrecían a sus pares.
Un buen ejemplo lo ilustra, de modo magistral, el mejor cronista chileno de todos los tiempos, Joaquín Edwards Bello, quien zahirió con su pluma certera a esa clase pseudo-aristocrática a la que él pertenecía, como también lo hiciera uno de nuestros grandes poetas, Vicente Huidobro, que cometió el atentado de eliminar el prefijo patronímico de su apellido compuesto García-Huidobro, en protesta contra la falsedad existencial de su propio entorno y la hipocresía canónica de su «canalla dorada».
Pues bien, Joaquín Edwards Bello, descendiente de un aristócrata del pensamiento, como fuera Don Andrés Bello, nacido en Venezuela, quiso conocer a sus ancestros en España, los Bello, originarios de una pequeña villa de Extremadura (de los Edwards no había mucho que espigar, puesto que se trataba –se trata- de una familia de aventureros, comerciantes y advenedizos). Llegó el cronista al pueblo de marras (fines de la década de los 40) y se alojó en el único hotel del villorrio, más parecido a una venta de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha que a un establecimiento de turismo. Conversó con el propietario, quien publicaba semanalmente una humilde gacetilla, explicándole el propósito de su visita. El periodiquillo local estaba en ese momento, tarde del sábado, entrando en la primaria máquina de roneo. Joaquín aprovechó la instancia para incluir un aviso de utilidad pública, redactado más o menos en estos términos:
«Se encuentra en esta ilustre villa el escritor chileno, Don Joaquín Edwards Bello. Ha venido para conocer a sus parientes Bello, a quienes invita a que se apersonen a él para saludarles. Estará hospedado en el Hotel Águila Real durante cinco días, a partir de esta fecha».
Al día siguiente, domingo, cerca de las doce, cuando aún dormía don Joaquín, según su hábito de bohemio y noctámbulo, despertó sobresaltado en su habitación de la segunda planta, cuya ventana daba a la plaza del pueblo. Abrió las cancelas y pudo contemplar una muchedumbre de vecinos, agolpados ante el frontis del hotel, todos ellos aldeanos con traza de campesinos rústicos. Luego de bajar a la recepción del hospedaje, preguntó al propietario de qué se trataba aquello. Éste le respondió, con la entereza franca de un extremeño:
«Hombre, pues son todos sus parientes de la comarca… ¿Acaso no los convocó usted?»
Noble y aristócrata lector(a), es probable que el relato original de Edwards Bello, cuya crónica no tengo a mano, sea mejor y más entretenido que este que aquí pergeño, pero huelgan los comentarios sobre su desenlace y las conclusiones deducidas por quienes buscan y sueñan fantásticas prosapias en pro de un inveterado arribismo.
Sí, arribismo muy literal en el caso chileno, donde las clases adineradas, sean ricos por varias generaciones o nuevo-ricos de reciente golpe afortunado, persiguen el estatus social del «barrio alto», que corresponde a la locación geográfica, porque los sucesivos descendientes trasladan sus habitáculos hacia los sectores más altos de la ciudad, hasta llegar a instalarse en los contrafuertes cordilleranos, a merced de la intempestiva nieve y ocasionales aluviones. Esto de alejarse y trepar les pone a cubierto –al menos teóricamente- del asedio contaminante de las clases bajas, es decir de los individuos de viven en el llano (villanos), lejos del castillo, y que suelen asediar sus propiedades y pertenencias más preciadas, amenazándoles con esa revoltura social que es como el mismísimo infierno en la tierra. Cosa muy distinta –no confundamos- son los roles del trabajo adquirido y pagado en sus formas tradicionales establecidas: «empleadas domésticas», «choferes», «jardineros», «estafetas», «obreros de la construcción», y otros oficios menores, en relación permanente y piramidal que, sin proponérselo, refrenda el aserto de aquel viejo judío barbón que escribiera:
«La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clase».
Bueno, se trata precisamente de que no haya lucha ni conflicto, y esto se consigue de dos maneras:
una, adviniendo, mediante la revolución, a la sociedad sin clases, lo que resultaría fatídico y contraproducente, porque Dios nos creó en la diferencia (por algo mi abuela nos repetía: «cada oveja con su pareja»);
dos, que el poder de la «clase alta» (entiéndase, la que habita sobre la cota de los 650 m sobre el nivel del mar y posee los bienes de producción) sea incontrarrestable y, en consecuencia, acatado sin remilgos. Para esto se requiere un gobierno fuerte, una policía numerosa, omnipresente e implacable, un poder judicial estricto en la defensa del derecho de propiedad, unas fuerzas armadas garantes del orden interno y de la seguridad externa, y –por supuesto- una población contenta, entretenida y pacífica. Al viejo aforismo, pan y circo, agreguemos techo y abrigo, pero nunca fuera de las fronteras «naturales»...
... como ahora propugna un desnortado edil, otrora acérrimo defensor de la sagrada tríada: Propiedad, Religión y Familia. Un nuevo caso de la desorientación propugnada y esparcida por el marxismo, capaz de socavar los cimientos de cualquier sociedad bien constituida. Si no somos capaces de conjurar a tiempo sus síntomas y de extirpar las causas del mal subversivo: el odio de clases.
La primera vez que escuchamos cacerolazos fue a fines de 1972, bajo el Gobierno del Presidente Salvador Allende, llevados a cabo por mujeres del «barrio alto» que protestaban por el desabastecimiento de sus propios supermercados. Ellas, que nunca padecieron el hambre e incluso fueron criticadas por conocer la olla del puchero cotidiano sólo por fuera, nada dijeron, dos días después del cruento golpe militar, cuando los desaparecidos productos surgieron como por encanto, devolviéndoles aquella atroz incertidumbre de la escasez, fruto, al parecer, no de la mala administración gubernativa sino de las maniobras de los especuladores de siempre, alentados y sostenidos por el Imperio, como ocurriera en Cuba y hoy ocurre en la vilipendiada Venezuela…
Las cacerolas volvieron a sonar en 1983, luego de la grave crisis económica de la dictadura, pero eran ollas populares, de aluminio y latón, que atronaban en los barrios bajos, reclamando la miseria impuesta, a sangre y fuego, por la milicia coludida con su mandante: la derecha empresarial. Policías y militares reprimieron, con endémica brutalidad, aquellas protestas ciudadanas, incruentas pero bulliciosas.
Hace unos días, residentes del barrio cercano a la rotonda Atenas (¿qué diría hoy Sócrates?), golpearon, con decisión y frenesí, sus cacerolas y sartenes de teflón, en airada protesta contra el alcalde de Las Condes, comuna supuestamente de elite, por su proyecto de levantar un edificio de «viviendas sociales» en el corazón del barrio iniciativa insólita y de suyo peligrosa, pues, como afirmara un vecino: «No queremos que nuestro entorno se llene de lanzas y cogoteros». Este prurito antidelictual no incluye a los delincuentes más nocivos y eficaces: los de cuello y corbata, por lo general, residentes de comunas encumbradas.
En boca de estos ciudadanos, convencidos de ser diferentes y mejores, la palabra social adquiere hoy la misma terrorífica connotación que tenía hace treinta años la verba revolución.
Porque no es lo mismo organizar obras sociales de orientación caritativo-cristiana o filantrópico-liberal, como la «teletón», pongamos por caso, que usar la palabreja como prefijo augural de «socialista», que es lo que pareciera pretender –dicen estos corifeos de la cacerola fina- el señor Joaquín Lavín, uno de los delfines predilectos de Augusto Pinochet, convertido hoy en un «peligroso populista» (El Mercurio dixit).
Pero detrás de estas anécdotas y manifestaciones discriminatorias late un fenómeno grave que desnuda la aberración de un sistema inicuo, al punto de llevar a buena parte de esa entelequia televisiva llamada «opinión pública», a confundir socialismo con estos atisbos menores de política bonachona e inocua, porque no conduce ni a una supuesta «integración» ni menos propende a ese cacareado «equilibrio social», imposible dentro de las actuales estructuras.
Por otra parte, la contradicción se agudiza cuando se apela a los mismos móviles del arribismo para justificar una acción de beneficio comunitario, como si armáramos un cacerolazo masivo reivindicando nuestro inalienable derecho ciudadano a concurrir a las multitiendas, restaurantes y supermercados del «barrio alto» sin que se nos pida una credencial distintiva o un pasaporte.
Mucho más terrible que un menoscabo social es el inmenso daño ideológico y cultural que este sistema nos inflige, día a día. Para superarlo, quienes vivimos fuera de los muros y los salones del otro Chile, necesitaremos harto más que una vieja cacerola en ruidosa percusión.