Los continuos hechos que día a día genera el actual régimen venezolano, que muchos consideramos una dictadura, crea una confusa vorágine que restringe la capacidad reflexiva del atormentado pueblo, sumido hoy en la más generalizada de las tragedias, históricamente nunca vistas. Un escándalo tras otro y el caudaloso anuncio de medidas y promesas espectaculares -que jamás se cumplen- han impedido o dificultado reacciones eficaces de la oposición. En ese ambiente de eventos mentirosos y opresores han prevalecido los comentarios banales, intrascendentes, faranduleros, anecdóticos y humorísticos, típicos de la idiosincrasia venezolana.
Pero el proceso decadente ha alcanzado niveles tan insoportables que las dimensiones colosales del desastre empiezan a poner en evidencia el drama y, en consecuencia, a unificar las fuerzas opositoras hacia objetivos realistas y comunes, no sólo de parte de los partidos políticos, sino -¡por fin!- con positiva extensión a todas las organizaciones sociales del país. ¡Loado sea el Señor!
En el destape a la conciencia del caos generalizado que afecta al otrora país emblemático en democracia y en situación de auspicioso desarrollo, la solidaridad de la comunidad internacional ha sido determinante. Ha sido, decía María Corina Machado, «el gatillo para que el pueblo venezolano despierte de la somnolencia y paciencia que crea la desinformación», o la información única que controla el Gobierno, acotaremos nosotros.
Desde luego, ya era tiempo que después de 20 años de inexplicable caída abrupta al precipicio y contemplativo proceso de agonía, surja la luz esperanzadora al final del túnel.
La solidaridad abrumadora de la Comunidad Internacional, repetimos, ha jugado un rol decisivo para «encauzar el río» y darle fuerza a la lucha por salir del hoyo. Un solo ejemplo de esta solidaridad es la descarnada y patética denuncia que el secretario general de la OEA elevó a la Fiscalía de la Corte Penal Internacional. Sus autores, además de Luis Almagro, está avalada por los honorables jueces José Manuel Ventura Robles y Santiago Cantón, eminentes autoridades en la defensa de los derechos humanos del mundo.
Su análisis -todos de casos acuciosamente documentados- amerita como destino inevitable, sin más ni menos, que los responsables de las felonías de lesa humanidad sean juzgados ante la Corte Penal Internacional, creada por el Estatuto de Roma.
En este escenario de evidencias es fácil deducir que el pánico sembrado últimamente por la jerarquía del régimen, ha acentuado demenciales disparates de soberbia, síntomas similares a los estertores que produce un cáncer terminal.
Veamos: 131 asesinatos por protestas ciudadanas; 8.292 ejecuciones extrajudiciales perpetradas por grupos paramilitares; 289 víctimas de torturas realizadas en depósitos ignominiosos; miles de presos políticos; 12.000 personas -jóvenes en su mayoría- llevados arbitrariamente tras las rejas… son, entre otros crímenes, las razones por las cuales tendrá que dar cuenta el régimen ante los tribunales de la Justicia Internacional, según la irrebatible denuncia de Luis Almagro.
¿Quién aguanta esta crueldad humanitaria, esta diáspora de 3 millones de venezolanos desesperados, esta paupérrima miseria de un pueblo acosado por el hambre, esta desatada corrupción y esta carencia absoluta de funcionabilidad institucional?
El problema, estimados lectores, no es la inminencia del fin… sino pensar, seriamente y con sabiduría, cómo levantar de nuevo a un país devastado después que los autores del desastre hayan huido o estén respondiendo a la justicia. Afortunadamente, Dios dotó a Venezuela de recursos naturales y humanos que sólo hay que ponerlos a trabajar y producir.
Queda una lección que debe aprenderse bajo juramento: ¡nunca más creer en aventureros inescrupulosos, expertos en vender fantasías que etiquetan de revolucionarias! Y esto vale para todo pueblo que busca el cambio pero, ingenuamente, equivoca el camino.