El video más triste que he visto en mucho tiempo es el de una ballena, aparentemente cansada, que llega a escorar a una playa del océano Atlántico. Los pescadores tratan de retornarla al agua. La remolcan unos doscientos metros, después del repicadero de las olas, para que gane altamar. Pero la ballena, empecinada, retorna a la arena y, finalmente, muere. A la hora de abrirla y hacerle autopsia, le encuentran en el estómago un bolo gigante de plásticos del tamaño de un truck mediano. Toda la basura que ustedes puedan imaginar: botellas de refrescos, bolsas, plástico industrial, los deshechos de nuestra mal llamada civilización.
Los seres humanos matamos muchas ballenas y seres del mar lanzando cada año 8 millones de toneladas de basura a los océanos. Y, además, nos matamos a nosotros mismos. El informe 2018 de Greenpeace International y de Peter Thompson, el Comisionado de la ONU para la defensa de los mares, es triste y asombroso. Hay 87.000 millones de toneladas de basura de plástico en los océanos del planeta y cinco infames islas de basura flotante (una del tamaño de Francia) que incluye botellas, bolsas, automóviles, desechos nucleares, artefactos eléctricos, partes de vehículos, toda la excrecencia que nosotros lanzamos al agua. Para el 2050, el peso del plástico en el mar será superior a todos los peces y animales marinos juntos. A eso llegaremos.
El tiempo de descomposición de esta basura plástica es enorme. Una botella de refrescos dura 500 años en deshacerse; el hilo de pescar, 600 años; los cubiertos de plástico, 400 años; un encendedor o mechero, 300 años; un vaso y una bolsa de basura, casi 100 años. Las baterías eléctricas y otros objetos liberan, además, mercurio. Ese mercurio y el plástico de más rápida descomposición es inmediatamente absorbido por los peces que después llegan a nuestros platos. Casi todo el pescado que comemos hoy día tiene mercurio y plástico. Nuestra imbecilidad como civilización es tan grande que no sólo estamos matando los mares, las ballenas, delfines y sus seres infinitos (como Homero ponía a decir a Ulises en su rumbo a Ítaca), sino, además, nos estamos envenenando y matando a nosotros mismos.
Escribo esta nota desde Costa Rica, uno de los países del planeta que se ufana de mayor protección ecológica. Pero en materia de plástico ello no es cierto. Sigue el mismo lamentable camino que el resto del planeta. Cuando el huracán Nate, los costarricenses recordarán que el mar de Jacó, Herradura, Punta Leona, Agujas y casi todo el litoral Pacífico se vio inundado por los miles de toneladas de basura que lanzamos desde el Valle Central de nuestro país por el río Tárcoles, tan sucio como el que más. Fue asqueroso: el mar se llenó varios kilómetros de plástico por días. Un país que se ufana como eco-protector y de ser el más feliz de la Vía Láctea y sus alrededores...
En el otro lado del planeta, un buzo británico filmó hace unas semanas el mar de las otrora paradisíacas islas de Bali, y donde antes había corales, pulpos y caracolas, hoy encontró botellas de gaseosas y plásticos de supermercado.
¿Qué hacer? Como se ha dicho tantas veces, los problemas son globales, pero las soluciones son locales… Empecemos en nuestras propias ciudades y poblaciones siguiendo el ejemplo de lo que hizo la ciudad de San Francisco en California, de 1,4 millones de habitantes, o el pueblo de San Pedro de la Laguna en Guatemala de 10.000 personas. Prohibieron totalmente el uso de plástico en sus territorios. Supuso cambiar la cultura y los hábitos de las personas de esas ciudades, que hoy se sienten orgullosas, ciudadanos del mundo. Son pasos iniciales y pequeños que tendrán que ser replicados por miles de ciudades en el resto del planeta. Pero los pequeños pasos inician los grandes trayectos.