Corría el año 1856.
Charles Louis Napoleón Bonaparte mangoneaba en Francia. Desde 1848 como presidente de la II República y luego como Emperador gracias al golpe de Estado de diciembre de 1851. Napoléon-le-petit, precisaba Víctor Hugo. Sobrino del otro, del Gran Desastre.
Austria y Prusia buscaban un arreglo fronterizo que garantizase mutuamente sus territorios alemanes y no alemanes. Austria se acercaba a Francia y a Inglaterra, Prusia coqueteaba con el emperador Alexandre de Rusia.
En Asia y Besarabia se trazaban las fronteras de Rusia y del Imperio otomano. Una comisión se reunía en Bucarest para reorganizar los principados del Danubio. Moldavia y Valaquia dudaban entre unirse o existir separadamente. Los principales interesados, los rumanos, querían la unión. Francia e Inglaterra también, Rusia no se oponía, Turquía y Austria preferían el statu quo. Los ejércitos franceses y británicos se retiraban de Crimea, los rusos de los territorios otomanos de Asia.
En los States, Franklin Pierce, mandatario en ejercicio, perdía la nominación demócrata ante James Buchanan, finalmente elegido presidente contra dos adversarios: John C. Frémont, republicano, y Millard Fillmore, del American Party. La Ley de Kansas-Nebraska provocaba una verdadera guerra civil. Los republicanos eran los «progresistas», los antiesclavistas. Los demócratas pretendían que el tema del esclavismo sería resuelto por la «soberanía popular». Como sabes, el asunto lo resolvió la Guerra de Secesión (1861-1865).
En Asia comenzaba la II Guerra del Opio (1856-1860) que franceses y británicos lanzaron contra China con el apoyo de los EEUU y Rusia. Occidente buscaba imponer la libre importación del opio, prohibida por la dinastía Qing. La reina Victoria apapachaba a sus piratas y a sus contrabandistas.
Contemporáneamente, Chile era sacudido por la legendaria cuestión del sacristán.
En enero de 1856 el deán de la Catedral Metropolitana expulsó un sacristán, acusándolo de haber destrozado la claraboya de la sacristía y de beberse, con sus amiguetes, el vino consagrado. Los descreídos deben saber que la consagración destina al culto de dios una cosa común o profana. Ahora bien, emplear en usos profanos algo consagrado al culto de dios es un sacrilegio. Tú ya sabes: el pan ácimo consagrado es el cuerpo de Cristo gracias al milagro de la transubstanciación. Las hostias consagradas no entran en las dietas vegetarianas.
El taimado sacristán recurrió al tribunal eclesiástico o Cabildo, que falló en su favor. Mosqueado, el deán apeló a un tribunal superior, en la ciudad de La Serena, el cual revirtió la sentencia. Ni cortos ni perezosos, los sacerdotes que componían el Cabildo decidieron someter la causa a los tribunales civiles, competentes en la materia visto que en 1856 aún no existía la separación entre el Estado y la Iglesia.
La Corte Suprema de Justicia le dio la razón a los clérigos, exigiendo la reintegración del sacristán. El arzobispo de Santiago desconoció la resolución de la Corte Suprema, cometiendo el delito de desacato y exponiéndose a ser arrestado e incluso exiliado. Todo por un par de botellas…
La cuestión del sacristán puso en incómoda posición al entonces presidente Manuel Montt, que ya gozaba de la antipatía de la Iglesia. Garante del Estado de derecho, no podía oponerse a la ejecución del fallo. Pero hacerlo ejecutar generaría una situación favorable a sus opositores. Peor aún, el arzobispo, astuto como un zorro, recurrió a él en su calidad de «Protector de la Iglesia», prerrogativa de los presidentes de la república en el siglo XIX.
En estos casos solo queda «el recurso del método»: por medio de su ministro Antonio Varas, el presidente le pidió a los miembros del Cabildo y al sacristán que retirasen su querella contra el deán. Estos accedieron a la petición presidencial, y así se evitó el arresto del arzobispo. Algunos conservadores se alejaron entonces del gobierno de Manuel Montt y junto a los liberales fundaron la Fusión Liberal-Conservadora que ganó la elección presidencial de 1861 eligiendo a José Joaquín Pérez. Así, por un par de botellas de tinto, terminó la República Conservadora.
La Iglesia quedó con sangre en el ojo. Con el propósito declarado de «esclarecer la historia», al año siguiente (1857) hizo publicar un libro cuyo título es un alegato pro domo:
«Relacion Documentada de la Espulsion de un Sacristan de la Iglesia Metropolitana de Santiago de Chile, i del recurso de fuerza entablado por el Arcediano i Doctoral de la misma».
Su texto, de 293 páginas, cuya ortografía de la época conservo en la cita, comienza así:
«Cuando poco mas há de cinco meses pesaba sobre el Illmo. i Rmo. señor Arzobispo de Santiago la conminacion de un próximo destierro i confiscación de bienes, cuando la consternacion i el espanto habian sobrecojido los ánimos de los habitantes de esta populosa ciudad, cuando los principales vecinos i las nobles matronas se agrupaban en torno al pastor oprimido para tributarle los mas esplícitos i cordiales testimonios de sincera adhesion i tierna simpatía…».
El martirio del arzobispo, su opresión, su calvario, fue de corta duración: lo más probable es que no haya perdido ni siquiera el sueño. Lo que vale el desvío son las razones invocadas por la Iglesia para publicar el libro:
«… la historia tiene derecho de ser esclarecida con la coleccion de datos que puedan servir para hacer una esposicion justa i concienzuda de los hechos; i la prensa periódica ha estado mui distante de llenar este objeto. Dominada regularmente una gran parte de ella por las pasiones de peor linaje, ha trabajado con empeño por desnaturalizar los hechos i oscurecer la verdad. Enemiga de toda discusion razonada e incapaz de sostenerla, no parece sino que la falsedad o el vicio fuesen el tema obligado de sus habituales i destempladas lucubraciones».
La historia no dice si El Mercurio se querelló contra la Iglesia Metropolitana, pero uno agradece una descripción que parece escrita ayer para la prensa de los tiempos presentes.
Si uno se refiere al fondo de la causa, esta no tiene que ver con los destrozos en la claraboya de la sacristía, ni siquiera con los botellones del consagrado vino trasegados por el sacristán (o más bien por su hijo según consta en el expediente), sino con el respeto de los derechos de cada cual y, en particular, los de un trabajador asalariado.
Es verdad que el sacristán, al verse despedido –a sus ojos injustamente– increpó al Sacristán Mayor, una suerte de petit-maître o capataz, llamándole «hipócrita y hombre mal cristiano» entre otros poco piadosos epítetos. Pero el sacristán tenía razón: no era el Sacristán Mayor quien ostentaba la autoridad de la gestión de los «sirvientes», sino el Tesorero. Ahora bien, el Tesorero no podía ni debía disponer de los «sirvientes» sin la venia del Cabildo. De ahí que este último haya alegado:
«…la cuestion está reducida a si el señor Tesorero i el Sacristán Mayor tienen una actitud dospótica (sic) i suprema para despedir a los sirvientes a su antojo, sin que el Cabildo pueda irles a la mano por mas descaradas que sean sus resoluciones, sino ser un simple espectador de lo que ellos hiciesen. Eso es lo que cabalmente se pretende en el dia por el sacristan Mayor, i a lo que conspira el señor Tesorero…».
Como puede verse, defendiendo al sacristán el tribunal eclesiástico entendía defender también sus prerrogativas, vestigio de la democracia religiosa de antes del Concilio de Nicea (325) en la que la vox populi *era la *vox dei.
En auxilio de su cuestionada autoridad la Iglesia Metropolitana no dudó en recurrir a la artillería pesada: el Concilio de Trento (1545-1563).
«El sagrado Concilio de Trento en el Capítulo X sobre reforma de la Sesion 24 ordena, que cuando se trata de correccion de costumbres se proceda del modo que sujiera su prudencia a los Obispos, i que tampoco sean suspendidas sus providencias por ninguna apelacion o recurso».
Con ese argumento la Iglesia Metropolitana pretendía sacarse de encima la jurisdicción civil, en una osada interpretación de las palabras de Cristo: «Al César lo que es del César, y a dios lo que es de dios» (Mateo 22:21). No deja de llamar la atención el carácter definitivo de las «providencias de los Obispos», ajenas a cualquier forma de recurso. En los años del Concilio de Trento, la llamada Edad Media, si eras condenado por la Inquisición te hervían-colgaban-quemaban vivo-descuartizaban en menos tiempo del que hace falta para decir «pío».
De modo que la Iglesia Metropolitana, segura de su buen derecho a hacer lo que le saliera de las narices, mediante la pluma del arzobispo abundaba en autoritarismo:
«A la verdad que no se concibe como pudiera gobernarse si fuera preciso para despedir un mal sacristan sostener competencias, formar procesos, i últimamente tener que comparecer la autoridad misma como litigante a defender cada una de sus providencias ante los tribunales. Tan triste condicion no solo debilitaria el vigor de la acción gubernativa sino que despojaba a la autoridad del respeto que necesita para hacer el bien».
Uno cree leer al presidente de la CPC, a Augusto Pinochet (si hubiese sabido escribir), o a cualquiera de nuestros eminentes empresarios.
Como suele ocurrir cuando me entusiasmo con un cuento, te estarás preguntando a qué viene esta larga relación de un hecho acaecido hace exactamente 162 años. Pasa que recibo periodicamente un boletín de una organización cristiana llamada Opción por los pobres.
Estos patriotas abogan por una Iglesia democrática, por la transparencia de las cuentas de cada parroquia y del Vaticano, por la defensa de las víctimas de la pedofilia, por un retorno a un cristianismo en el que, como se dijo, la voz del pueblo sea la voz de dios. Uno mide la perversidad de esta gente cuando lee que a su juicio la visita del Papa «fue una visita a espaldas de las comunidades y de los pobres».
Servidor –ya lo sabes– no es creyente. Sin embargo, como Michel Onfray, estimo que uno no tiene que cargar con los arrodillados, sino con quienes les arrodillan. Al evocar la cuestión del sacristán no busco sino mostrarles que no hemos inventado nada. El mal viene de muy atrás. La lectura del libro de la Iglesia Metropolitana al que hago alusión explica muchas cosas, incluyendo la existencia y la persistencia del Código del Trabajo de la dictadura, aún en vigor. Su redactor, William Thayer Arteaga, un cristiano, no debe ni siquiera haber soñado con que los «demócratas» de la Concertación y la Nueva Mayoría conservarían su esperpento tan cuidadosamente.
Es hora de que otro sacristán destroce otra claraboya. Servidor es voluntario para compartir las botellas de vino consagrado.