Una de las tantas noticias de estos últimos días es el Global Wealth Report, publicado el martes 21 de noviembre por Credit Suisse, un banco especializado en la administración del patrimonio personal, que confirma una tendencia que todos ya conocemos: el 1% más rico de la población mundial posee el 50,1% de toda la riqueza disponible a nivel mundial. El año 2000, la riqueza controlada por este 1% representaba el 45% del total de los bienes estimados en dólares y se anticipa que este segmento privilegiado aumentará su fortuna en un 22% en el 2022, dejando en claro que la enorme desigualdad económico-social está aumentando rápidamente, sobre todo en los países donde crece el valor de la moneda, como la zona euro y los EEUU, desfavoreciendo, por otro lado, el Japón y el Reino Unido.
Esta enorme y creciente desigualdad es favorecida por las políticas económicas de los gobiernos nacionales, que reducen los impuestos a los sectores más adinerados, por un lado y por el otro, el desplazamiento siempre mayor de capitales hacia áreas de baja imposición tributaria. Los ingresos provenientes de capitales, es decir las utilidades, en general pagan siempre menos impuestos y lo contrario sucede con los sueldos. Es decir los ingresos por trabajo, que son además los más difíciles de transferir a áreas de baja imposición.
La cantidad de personas que vive con menos de $ 10.000 al año bajará en 2022 en un 4%, demostrando que el aumento de la riqueza de unos pocos crece 5 veces más de lo que baja la extrema pobreza, incrementando la distancia entre los ricos y pobres. Podemos agregar que el segmento pobre de la población mundial cuenta 3.500 millones de personas, correspondiendo al 70% de los adultos.
Si la población mundial es de 7.000 millones de personas, el 1% correspondería a unos 70 millones de personas y estas tienen en sus manos, en gran parte, los destinos de la humanidad. Un fenómeno siempre más frecuente es que los súperricos participan en política para proteger y administrar sus intereses, enriqueciéndose aún más a través de una reducción de los impuestos, ya escrito anteriormente y también por la implementación de políticas que favorezcan directamente sus intereses. La riqueza de unos pocos no es sólo poder, sino que necesita el poder para consolidarse y creer y por este motivo, la política se ha convertido en una máquina para hacer más ricos a los ricos.
Otro aspecto, que se manifiesta en el mundo occidental, es que las nuevas generaciones, los así llamados millennials, a pesar de tener niveles de educación más altos en comparación a las generaciones precedentes, tienen muchas dificultades en obtener un trabajo y hacerse una vida llevadera. Este factor podría dar lugar a nuevas alianzas políticas entre los «educados» y los pobres, tendientes a promover políticas, que reduzcan la desigualdad y ofrezcan mejores posibilidades a los sectores más desfavorecidos.
La desigualdad económica crea una secuela de fenómenos sociales, como por ejemplo, la automarginación de las mayorías, la falta de autoestima entre los más pobres, ya que son estigmatizados por el sistema económico y catalogados como los únicos y directos responsables de su pobreza. La desestabilización social y la infelicidad son también consecuencias directas de la desigualdad económica, que además ha reducido enormemente el porcentaje de personas consideradas «clase media» y, en este sentido, encontramos una contradicción paradojal. Las clases con menos recursos apoyan por el momento políticas y políticos que transfieren los recursos disponibles hacia los más ricos, empobreciendo a las mayorías y en este caso, a sus propios electores. La privatización de fondos de pensión, salud pública, educación, reducción de impuestos a los sectores «no asalariados» y la licitación de las riquezas naturales, junto con una reducción del Estado, son políticas que favorecen la concentración de la riqueza en unos pocos, aumentando la desigualdad y el mal social.