Durante los años 50 del siglo pasado, el famosísimo y renombrado autor de obras de ciencia ficción y divulgación científica Isaac Asimov, introducía en uno de sus libros, una serie de términos científicos del que se derivaría en parte el concepto moderno de Inteligencia Artificial, el cual básicamente se puede describir como: entidades tecnológicas de máquinas autónomas, capaces de incluir un «nivel avanzado de razonamiento» y realizar diferentes «tareas complejas» en la sociedad. Además, se incluyeron las polémicas leyes de la robótica, cuyas paradojas rigen desde entonces la vida entre robots y humanos, al menos en el mundo utópico (¿distópico?) de Asimov.
A partir de entonces, con el desarrollo científico y tecnológico, tanto el hardware como el software han sufrido enormes cambios (sobre todo de tamaño), pero, a pesar del gran avance, siguen estando sujetos al modelo de Turing que por mucho tiempo no se ha podido sobrepasar. La computación personal, internet, los teléfonos móviles, las redes sociales y casi toda la tecnología que tenemos hoy es programada de acuerdo a la máquina de Turing, como ya lo había expuesto en anteriores artículos. Por supuesto, es un modelo limitado aunque muy bueno para hacer tareas repetitivas, o que requieran de una gran capacidad para hacer cálculos matemáticos.
Sin embargo, aun con esa limitación (quizá temporal), y el desarrollo no solo de la Inteligencia Artificial, sino de la Biotecnología, la Nanotecnología, etc. por la potencialidad de cada una sobre la automatización masiva de la producción, diferentes corrientes de pensamiento han ido formulando sus posturas al respecto, basándose la mayoría de los casos en alguna especie de desplante «ultradependiente»: con una colectividad dividida, por un lado, entre fustigadores del avance desmedido de la ciencia, y por otro, por materialistas y sus variantes.
Mientras que en el plano de la política y la economía, desde tecnócratas, progresistas, neoliberales y socialdemócratas, hasta los CEO’s de empresas como Facebook o Microsoft, trabajan para hacer que la tecnología penetre la vida humana a una escala sin precedentes esperando que sea por sí misma una salida a los conflictos sociales y económicos (y, claro, sirviendo a sus propios intereses personales). Por su parte, en el núcleo de la producción global, los trabajadores siguen llevando de una u otra forma la continuidad de la lucha histórica por los derechos laborales: es la lucha de clases presente como motor de la historia que se desenvuelve a la par del desarrollo de la ciencia, pero con una nueva e importantísima interrogante que podría cambiar su concepción misma: ¿será el progreso de la inteligencia artificial el fin del trabajo producido por el hombre?
Aunque muchos de estos cuestionamientos tienen matices de ciencia y economía-ficción, todos ponen de manifiesto las implicaciones que dichas preguntas pueden tener para el devenir de nuestras sociedades. Así por ejemplo, dependiendo de si las máquinas son capaces de sustituir solo al trabajo poco calificado, calificado o todo el trabajo realmente, se darán consecuencias distintas, pero, en todos los casos presumiblemente de gran magnitud (por lo que todos deberíamos ser conscientes al respecto).
Hasta ahora, la máquina ha sido capaz de sustituir un montón de personas en trabajos rutinarios llevando a algunas profesiones u oficios casi a su extinción. ¿Quién se acuerda hoy de los operadores telefónicos o los mecanógrafos? Pero no solo personas con trabajos rutinarios y/o de baja calificación, sino otros muchos trabajadores en teoría calificados (contadores, analistas de datos, supervisores) serán potencialmente reemplazados por máquinas.
Lo explica de una forma similar Postcapitalismo, un libro publicado por Paul Mason sosteniendo en su tesis que será la tecnología y la sociedad de la información quienes «contradigan» la lógica del mercado, basada fundamentalmente en la escasez, mediante tres maneras esencialmente de las que apenas hemos visto las primeras manifestaciones:
El auge de la economía colaborativa, con proyectos como Github, Wikipedia, Wikileaks, que se escapan de toda lógica económica, pues reducen la necesidad de trabajo y el coste salarial en algunos casos ej. derribando los tradicionales negocios de enciclopedias, bibliotecas, editoriales o repositorios;
La dificultad del mercado para formar precios debido a las «características innatas de la información» como un activo, es decir que aparentemente la información no puede ser capturada/controlada (del todo) por el mercado capitalista y los grandes monopolios: no se puede cerrar Facebook o Twitter, ni los smartphones, ni Internet. Cuando se intenta (China, Corea), las consecuencias son catastróficas;
La disminución de la demanda laboral. De acuerdo con Mason, en los próximos 30 años, entre el 40 y el 50% de los trabajos desaparecerán y serán automatizados, sobre todo el comercio y los trabajos de oficina, pero no se salvarán tampoco los que requieran formaciones técnicas. La diferencia crucial en este momento histórico, frente a otras etapas de la evolución económica, es que en esta ocasión como es de notarse, la tecnología no creará más trabajos, sino que los eliminará.
Los algoritmos con los cuales dichas máquinas inteligentes se «inyectan» son capaces de desarrollar una serie de tareas en contextos estables hasta el punto de superar a humanos altamente competentes, pero solo cuando las circunstancias son controladas, las pautas son claras y resulta «tratable» crear una simulación apropiada. Lo que no es poca cosa: muchos problemas y decisiones de nuestra vida actual responden a esos esquemas.
Por el momento, las máquinas son capaces de aprender a partir de un conjunto de datos particulares, dentro de un escenario sujeto a una serie de restricciones y reglas precisas, algo que lleva a cientos de compañías de todo el mundo a pagar por herramientas que permiten optimizar procesos y convertirlos en ahorros o en ganancias de eficiencia. El machine learning, la capacidad de que una máquina aprenda sin ser explícitamente programada para ello a partir de unos datos de entrada, es ya una realidad, por cuyo desarrollo y aplicación se involucran diversas organizaciones muy destacadas en todo el mundo.
Y precisamente ese es el otro pecado mortal de la Inteligencia Artificial: la manera más efectiva de entrenarla implica en muchos casos violar la privacidad de sus usuarios. Cortana o Siri, por ejemplo, crean una especie de «conciencia» determinada sobre un usuario X con un iPhone, y otra diferente sobre un usuario Y, con un iPad, pero ninguna sabe sobre la mía en mi Windows Surface (al menos eso espero). Aunque si hicieran un único proceso con todas las “conciencias” de sus usuarios, podrían ser mucho más eficientes y poderosas.
¿A qué costo? Si Apple, Google o Facebook decidieran hacer un gran cerebro juntando todas esas conciencias, podrían saber qué pasa en las vidas de todos en el mundo al mismo tiempo, en tiempo real. Sabrían dónde estamos, con quién nos reunimos, dónde vivimos, a dónde viajamos, quiénes son nuestros amigos.
Si seguimos con la orquesta y lo conectan con nuestro historial de navegación, con nuestras redes sociales o los mensajes de la app de mensajería que utilizamos, aunque vayan cifrados, básicamente nuestra privacidad deja de existir. Añadan todos los mapas de Google Maps o Street View más las apps que tienen acceso a su GPS y tenemos el feliz escenario de una distopía. Parece que técnicamente ya sería posible. Las compañías aseguran entrenar a sus robots con datos anonimizados (con la inclusión de técnicas como la «privacidad diferencial»), pero esto no es verificable.
Estamos entonces ante una encrucijada, en la cual, la mayor parte de trabajos pueden ser fácilmente simplificados o automatizados, pero al mismo tiempo, la creación de nuevos se centra en empleos que aportarían muy poco valor, por lo tanto, recibirían tal vez sueldos muy bajos. Y como subrayan algunos antropólogos familiarizados con el tema, en lugar de que el número de horas dedicadas a trabajar haya descendido a través del tiempo, por el simple hecho de tener adelantos tecnológicos que puedan solventar nuestras tareas, han aumentado considerablemente de una manera que parece ser «inexplicable».
Últimamente personalidades como Elon Musk, Stephen Hawking y Bill Gates han alertado al mundo sobre los peligros de la inteligencia artificial y urgen una regulación inminente. Pero ¿existen esos peligros sinceramente? Pasar de ver algoritmos capaces de construir procesos de aprendizaje en tareas específicas a imaginarse algo parecido a Robotina (The Jetsons) es algo indudablemente fácil, pero para considerarlo una realidad, es preciso pasar por un sinnúmero de saltos computacionales que están aún bastante lejos de la aplicación social. Muchos opinan que reclamar una regulación sobre algo inexistente únicamente restringiría sus posibilidades y generaría una especie de histeria colectiva en torno a la perspectiva de «objetos más inteligentes», justo como el concepto de IoT (Internet of Things) delimita.
No obstante, muy recientemente ocurrió un hito en la historia de la humanidad, al ser Arabia Saudita el primer país en el mundo capaz de otorgarle ciudadanía a Sophia, «una» (ojo con la distinción sexual) robot.
«I am very honored and proud for this unique distinction», dijo Sophia. Y cuando le preguntaron si ella era consciente de sí misma, respondió con un inquietante: «Well let me ask you this back, how do you know you are Human?».
Y, por supuesto, no menos inquietante fue su respuesta cuando se le cuestionó si deberíamos temerle a una eventualidad en la que los robots se volvieran hostiles: «You’ve been reading too much Elon Musk and watching too many Hollywood movies. Don’t worry, if you’re nice to me… I’ll be nice to you».
En The Last Job on Earth (El último trabajo en la tierra) un corto animado en el que una trabajadora llamada Alice se frustra enormemente cuando una máquina se niega a dispensarle su medicamento vemos a las máquinas reemplazando toda labor humana, desde las tareas domésticas hasta la atención médica. Alice vive su día a día dueña del único trabajo humano que queda en el planeta. Recorre con desolación y amargura las calles de su ciudad, llenas de personas desempleadas, espacios deshumanizados y máquinas defectuosas.
El mensaje es claro: ninguna clase de futuro es prometedor si el componente humano no está contemplado en su evolución. Muchos de nosotros trabajamos (y vivimos) con un único dispositivo portátil, el cual, más allá de nuestros contactos, correos electrónicos, fotos y demás, contiene sobre todo gran parte de nuestro «Yo» externalizado.
Podemos contemplar nuestra propia fragmentación, nuestra conversión en entes multithread, pues las comunicaciones y las redes sociales invaden espacios tan íntimos como la mesa del comedor, la cama de un dormitorio o hasta el retrete. The Last Job on Earth se enfoca en el aspecto humano de esta nueva revolución industrial que aísla y confunde a todas las personas que la experimentamos hoy día.
El mayor enigma de la sociedad postcapitalista que plantea Mason con la inclusión de la Inteligencia Artificial, es puntualmente saber qué ocurrirá con nuestro «Yo» cuando no pueda definirse frente a la identidad corporativa, frente a sus habilidades laborales, experiencia, conocimientos, su antigüedad profesional o frente a las máquinas que ha construido en principio para facilitarle la vida y no para arruinársela.
Tal vez no tardemos mucho en descubrirlo.