«El pueblo, del que en otro tiempo dependían el gobierno, la justicia, las fuerzas armadas, todo, ahora se desentiende y sólo desea con ansia dos cosas: pan y circo».
El pueblo sólo quiere panem et circenses. Son palabras del poeta satírico Juvenal, que vivió a caballo de los siglos I y II.
La misma sensación que un romano en la arena del circo viendo venir leones tuvo esta humilde ciudadana el pasado domingo en un estadio de fútbol. En un estadio de fútbol de cuyo no nombre no quiero acordarme, con unos equipos disputantes casi iguales a los de cualquier estadio, cualquier domingo, en cualquier ciudad española.
A mi derecha, se sentaba un cabeza de familia, juntos con sus dos tiernos infantes de no más de 10 y 12 años. El pater familias ostentaba su posición bajo gritos desaforados e insultos ni siquiera aptos para mayores de edad. Si la mejor educación consiste en dar ejemplo, que el Dios que tanto mentaba el susodicho nos pille confesados. No resulta difícil imaginar después a los jóvenes prepúberes en el patio de su colegio jugando una pachanga reproduciendo semejantes improperios.
A mi izquierda, se situaba un grupo de jóvenes con la adolescencia bastante superada, al menos físicamente, comentando con la exaltación y ferocidad propia de una leona que lucha por defender a sus crías, el día en que nació la madre del árbitro que castiga la falta en forma de coz de yegua salvaje de un jugador a otro.
Enfrente no podía faltar el tristemente indispensable grupo de hooligans increpando a la afición contraria, a los jugadores, al árbitro, y a quien se le pusiera por delante, listos para la batalla, con su corneta en forma de vuvuzela y unos puños ávidos de acción en más de un caso, inflamando su ira a golpe de cerveza.
En los asientos que me precedían, hacía las mieles de mi compañía un grupo de ya no tan jóvenes adultos que bien pudiera pasar por seres civilizados, pasando por alto alguna que otra injuria, si no fuera por el reguero de cáscaras de pipas, vasos vacías de plástico y bolsas de patatas que iban dejando a sus pies.
La flora y nata de la sociedad española reunida bajo el sol aún caliente del fin de verano se daba cita alrededor del campo para exhibir su admiración por un éxito basado en una riqueza desaforada de algunos deportistas. Mientras, a lo lejos, mentes brillantes emigradas y otras tantas en la patria se perdían y pierden en el olvido condenadas por la decadencia cultural española.
Si ese arrobo, esa energía, se dedicara a exigir derechos de maternidad, sueldos más justos, creación de empleo, equidad, quizá otro gallo cantaría. Pero allí solo gritaba el más gallo del corral. Como decía Juvenal, ese pueblo que en otro tiempo necesitaba el gobierno, ya solo necesita pan y circo, cerveza y fútbol, digo yo.
A nadie parece importarle demasiado que los clubes de fútbol operen en paraísos fiscales y engañen a Hacienda. No son pocos pocos los presidentes de los mismos que malversan miles de millones sin que sus huesos den en la cárcel, sino más bien en un cómodo palco del Bernabéu, separados de la alborotada plebe. Tampoco son pocos los jugadores de fútbol que se las han visto con Hacienda. La imputación de Cristiano Ronaldo es solo uno de los últimos ejemplos. Y nada de ello ha hecho mella en la fervorosa fidelidad que profesan los aficionados.
La impunidad legal del mundo del fútbol hace pensar que quizá, solo quizá, no interese manchar un negocio que desvía la atención de los ciudadanos, perdónenme los aficionados, de los asuntos relevantes de la sociedad. La impunidad moral con la que la sociedad lo privilegia, hace reflexionar sobre la gol-balización que nos invade.
Y cuando uno sale de ese circo futbolístico y pone las noticias solo le queda observar cómo el circo lo ha invadido todo, el congreso, la televisión, incluso las escuelas.
No nos engañemos, la culpa no es del fútbol. La violencia, la mala educación, el analfabetismo cultural, la sociedad de masas manipulable, existían antes. El fútbol solo es un distractor y un reflector de la sociedad.
Quizá la solución pase por poner a los ídolos futbolísticos a anunciar libros que cuenten cómo llegó la decadencia romana. Aunque dados los vientos que soplan, quizá algunos acaben pidiendo gladiadores, pan y circo.