Acabo de visitar el recientemente inaugurado Centro Botín, de Renzo Piano, en Santander, y he vuelto con las pilas cargadas de arquitectura, contento de pertenecer a este colectivo capaz de crear lugares como éste. Porque el Centro Botín, es, ante todo, un pedazo de ciudad. Un lugar creado para la reunión y disfrute de sus ciudadanos. Una actuación urbana de primera magnitud, que resuelve eficientemente el final peatonal de un paseo marítimo, que ofrece una solución al tráfico rodado y perpendicularmente se ata con la ciudad a través de una inteligente estrategia de cosido.
Este entronque transversal se realiza mediante un sistema ya utilizado por Piano en el Museo Astrup Fearnley de Oslo. Coge de referencia un elemento urbano –allí el ayuntamiento- y crea una calle central que capte el referente. Aquí, se genera un sistema de pasarelas urbanas elevadas que miran al popular Mercado del Este, exactamente en el eje de su calle interior. A ras de suelo el edificio es tremendamente discreto. Piano ejerce de nuevo su maestría, y tiene el valor, acertadamente, de crear un jardín con árboles de cierto porte, que va haciendo desaparecer su edificio a medida que te alejas de él, manteniendo únicamente la transparencia al vacío central, las pasarelas y la bahía. El edificio se retira, abierto, a la ciudad.
Y por eso es un lugar lleno de vida, de gente que lo recorre aceptando y valorando la profundidad de la propuesta. El lugar es idílico –más ahora- frente a la bahía de Santander, a los pies del casco histórico, recogiendo el flujo humano que llega en distintas direcciones y que es atrapado por medio del espectacular juego de pasarelas elevadas, flotando sobre el Cantábrico, alargándose queriendo tocar la ribera vecina.
En el corazón de esta geoda abierta se sitúa este Pachinko –nombre que le ha dado al sistema de escaleras, pasarelas y circulaciones exterior- que juega con el ciudadano y lo eleva hasta una cubierta visitable desde donde se obtiene una vista inmejorable sobre la ciudad. Pero el edificio es mucho más que este entramado de encuentros. La sutileza del juego estructural desarrollada es abrumadora. Desde la ligereza de los elementos en voladizo desde donde cuelgan las pasarelas, pasando por el mimo con el que se ha resuelto el encuentro de éstas con la estructura principal, hasta llegar a conseguir eliminar casi totalmente los pies derechos del espacio urbano.
De ese modo el edificio vuela sobre la bahía y enmarca las vistas lejanas de modo cinematográfico, ofreciendo un plano secuencia de lo que ocurre ante el espectador que se siente obligado a protagonizar. Esa sombra horizontal que dibuja un nuevo horizonte para la ciudad. Un edificio que flota y protege amablemente a los grupos de jóvenes que se reúnen debajo para sentarse sobre el mar y devolver la vista hacia la ciudad, presente desde sus entrañas.
La piel de escamas de este gran pez varado, resuelta mediante una pieza cerámica circular y cóncava, irisada, dialoga con el entorno, refleja los colores del mar y las luces del cielo. Los dos volúmenes toman vida propia reflejando la vida del lugar. Pertenecen a él por reflexivamente. El edificio, agradecido, devuelve a Santander la belleza de que ésta le ha regalado.