No debe necesitarse mucho esfuerzo mental ni malicia indígena para admitir que no más de seis grupos económicos controlan la economía colombiana. Cinco de ellos se distinguen mejor por el nombre de sus gestores: Sarmiento Angulo, Ardila Lulle, Santo Domingo, Gilinski y Fuad Char, y otro más por el conglomerado que designa: GEA (Grupo Empresarial Antioqueño, popularmente conocido también como Sindicato Antioqueño).
¿Puede alguien dudar que no tienen comunicación entre ellos? ¡Imposible! Frecuentan los mismos y exclusivos clubes sociales, las mismas canchas de golf, los mismos destinos vacacionales y, quizás, los mismos paraísos fiscales… Y sus hijos, las mismas universidades. Son muchas las cosas en común que les unen, principalmente, sus intereses económicos de cara al Estado.
Si estas seis familias controlan la economía colombiana ¿puede alguien dudar que no controlan también al Gobierno?
El escándalo internacional de Odebrecht (el conglomerado brasileño de negocios en los campos de la ingeniería y la construcción; manufactura de productos químicos y petroquímicos), mostró en alto relieve el soborno de esta empresa privada a políticos para amarrar sus negocios… Pero, en el común de los casos, es usual que los medios de comunicación dejen pasar de agache al sector privado como sujeto importante, sino el principal, en el entramado de la corrupción. Y la conclusión es de lógica: si el funcionario público o el político se vende, es porque desde el sector privado alguien está comprando su capacidad de decisión y su influencia, las más de las veces, por anticipado, financiando a los partidos y sus miembros… Los abundantes aportes de dinero que hacen a las campañas políticas, justificados como una contribución a la estabilidad democrática, son en realidad una herramienta de control del Estado a través de sus cuadros políticos y administrativos.
En la práctica, la política también se ha vuelto un negocio de libre oferta y demanda: los políticos se venden al mejor postor dentro del sector privado; y los electores se venden al mejor postor dentro de los partidos políticos; es, a la vez, una pirámide en crecimiento vertical y un círculo vicioso en permanente expansión, ejerciendo dominio sobre las diferentes formas de gobierno, desde los sedicentes democráticos hasta los más tiranos, a juzgar por lo que se puede ver en la prensa, la academia y la crítica internacional.
No es muy difícil encontrar la evidencia del aserto anterior, al menos en el caso colombiano. Tenemos en Colombia una ONG que se denomina, Misión de Observación Electoral (MOE): para las elecciones del 2014, últimas en el calendario local que se han realizado, esta ONG indica que en Bogotá se puede cotizar el voto de un elector entre 30.000 y hasta 200.000 pesos, esto es, entre 10 y 67 dólares per cápita.
No todos los votos son comprados, por supuesto, pero cuando se han hecho las cuentas generales, las informaciones indican que, siguiendo el solo ejemplo de Bogotá, una curul en el concejo podría demandar una costosa campaña de hasta 10 veces lo que el concejal electo podría percibir en honorarios.
¿Puede pensarse, entonces, que un político va a sacar de su bolsillo una importante cantidad de plata –sin retorno—para darse el gusto altruista de trabajar por la comunidad? ¡Hmmmm…! Más bien, lo que piensa y dice ya en voz alta la gente es que esa “inversión” será compensada en alguna otra forma distinta al ingreso por honorarios legalmente percibidos.
Lo cierto es que alrededor de las elecciones nacionales o locales, aquí y en Cafarnaúm, se mueven peces gordos, medianos y pequeños del sector privado, calculando el tamaño de la tajada que esperan atrapar en el retorno de la inversión.
Aunque la ley electoral colombiana permite que cualquier persona o empresa pueda hacer sus aportes a candidatos y partidos políticos con algún interés que trascienda las buenas intenciones democráticas, hay casos bien conocidos que debieran generar alarma en torno a la financiación privada, porque es evidente que se está generando mucha corrupción, pactada de antemano en las campas políticas entre el sector público y el privado.
Y en el desarrollo posterior de este contubernio, generalmente los medios de comunicación solo hablan de la corrupción en el sector público, como si los funcionarios públicos actuaran motu proprio, y los gestores del sector privado tuvieran que someterse al sistema, o morir.
Y en la misma dirección van las leyes anticorrupción que se expiden. Sus controles solo apuntan a los servidores públicos, separándolos e inhabilitándolos de los cargos, pero el gestor privado con el que bailó el tango, generalmente sigue en las mismas con su reemplazo: es cuestión de que le tome el paso.
Si las leyes nacionales e internacionales no estipulan fuertes controles al sector privado, castigando de alguna manera a las empresas y empresarios que se beneficien de actos de corrupción, esta lucha está perdida, y todo lo que seguiremos oyendo serán cánticos celestiales a las banderas de todos los países.
Y la corrupción del sector privado no es solo en pareja con el sector público. Al interior, y de cara al público, también la corrupción es su gran negocio como, por ejemplo, la cartelización para el manejo de precios o la calidad misma de sus productos, muchos alterados o inocuos, como en el caso de la industria farmacéutica.
Pero ya entramos a otro capítulo del mismo cuento, que en su momento podríamos acometer.